Se cuenta todavía en tierras de Olmedo, y hasta se escucha algún cantar, que un caballero de esta villa, llamado Juan de Vivero, de muy noble ascendencia y linaje, galanteaba a una dama medinense de nombre Doña Ana. Ésta había sido prometida a un caballero de Medina, Miguel Ruiz, pero no obstante Don Juan insistía en cortejarla. La víspera de San Pedro tuvieron lugar en Medina justas y torneos y una fiesta de toros en la plaza a los cuales acudieron los caballeros más importantes de la comarca. Don Juan partió hacia las fiestas acompañado sólo de un criado suyo, a pesar de que sus padres ya de longeva edad le habían aconsejado que no fuera, pues conocían el arrojo de su hijo frente a los toros y algo temían también respecto a la no menor audacia de sus andanzas amorosas.
Doña Ana, cuando Don Juan salió a la plaza, le lanzó una rosa roja que el galán prendió en el rico broche de su capa. El caballero fue ganador de todos los juegos y mató varios toros también, queriendo así honrar a su amada. Pero Don Miguel y los suyos recelaban desde las talanqueras y miraban con odio al caballero triunfante.
Esa misma noche, el joven –animado probablemente por el guiño de amor que la dama le había hecho- se animó a ir a rondar a doña Ana junto a los muros mismos de su casa. Antes de partir con su criado, le pidió a éste que le acercara un espejo para ver si el aspecto de su persona guardaba el debido decoro y se enfadó al descubrir que el azogue le devolvía una imagen troceada, pues estaba roto. No parecía un buen augurio, pero ni así cambió de opinión y prosiguió en su empeño de encontrarse con Doña Ana. Paseó su calle por algún tiempo y, después, cantó lánguido e imprudente ante la verja del jardín los viejos versos:
Y su señora, a la que habían apodado en Medina «la Dama del Alba» sus muchos admiradores porque cuando hacía acto de presencia parecía encenderse en torno a ella todo el resplandor de amanecer, se asomó por la pequeña almena del recinto ajardinado iluminando la noche. Le lanzó un beso con la punta de sus dedos y volvió hacia dentro del jardín acompañada por su aya. Cierto es que cuando caballero y criado se retiraban les pareció ver sombras que les seguían y oír relinchos de caballos. Cierto es que el criado, cauteloso ante el mal augurio, instó a su señor a quedarse esa noche en Medina por temor a que pudieran atacarles en el descampado. Cierto también que cuando preparaban sus rocines para el viaje, al pie de la muralla, escucharon cantar desde arriba de una torre:
Pero Don Juan quería volver cuanto antes a la villa de Olmedo, pues se lo había prometido a sus padres y tenía temor de alarmarles, si se tardaba. La noche estaba cerrada y había abundante niebla. La niebla de estas tierras que se agarra a los ríos con dedos de gasa y no deja ver más allá de dos pasos adelante. Al cabo de un corto trecho, Don Juan no veía ya a su criado, pero sí oía cómo éste lo llamaba con angustiosa voz. También le pareció al caballero que se escuchaban más cascos que los de dos caballos, pero sólo sonaban a ratos y de forma tenue. Podía ser, por lo tanto, un invento de su imaginación.
Se hallaba algo desorientado cuando resonaron más cerca los pasos de una cabalgadura y vio a un jinete, enfrente de él, que surgía entre las vaporosas sombras del camino. Preguntóle el caballero que quién era y de dónde venía. Le dijo que era Don Juan de Vivero a quien unos malos caballeros acababan de atacar a traición en una cuesta cercana. Y señaló el promontorio que separaba al caballero de su casa. La misteriosa aparición siguió su recorrido en dirección contraria y el de Olmedo se quedó pensando por un momento qué debía hacer. No sabía que estaba ya tan cerca de su hogar; pensó de nuevo en la zozobra que sentirían sus padres, quienes, por seguro, lo estaban esperando… Y decidió continuar.
Ya no se oía al criado, aunque Don Juan lo esperaba por unos instantes. Finalmente azuzó con las espuelas a su montura y cabalgó hacia la cuesta hoy llamada del caballero. Una vaharada de niebla lo envolvió. Sin embargo, prosiguió hacia delante en línea recta. Entonces, escuchó una voz de mujer que le recordó a la de Doña Ana, su querida Dama del Alba, cantando tristemente:
No se ponen de acuerdo las versiones de esta historia, más de cien veces contada, respecto al nombre del caballero, ni a sus amoríos ni a la manera o causa de su muerte. Pero sí se sabe y sigue cantando que murió por amores, así como que fueron caballeros de Medina los que lo mataron. También que el caballero debió de librar fieras batallas, pues –según narraciones- se encontró sangre en el suelo que no era sólo suya; y que, a la madrugada, su criado lo halló aún agonizante, no muy lejos del palacio de sus padres, en la Linogilla o Senovilla, casi a la entrada de Olmedo. Montaba todavía Don Juan, a duras penas, su caballo por el que la sangre corría hasta las pezuñas y agitaba casi sin fuerza su espada al aire no se sabe si luchando con la muerte o el amor. Es este carácter de misterio y fatalidad amorosa que la historia contiene el que he intentado reflejar en mi texto, pues parecería –consultando las versiones que me han parecido más sugestivas-que amor, muerte y destino están en ella inextricablemente unidos. El hado aletea sobre toda la narración, luego adornada pero también oscurecida por las diversas tramas teatrales que los diversos autores que se ocuparon del tema añadirían a la leyenda. Ésta cuenta, sobre todo, la soledad de un hombre joven enfrentado a su triste y prematuro fin.
Las sombras que anuncian su muerte y el encuentro del personaje con un jinete que es su doble fantasmal terminan de trazar, en versiones como la ofrecida por García de Diego, esa atmósfera de tragedia y misterio que conviene a la leyenda. Un relato, éste del caballero que se topa con su propio fantasma o sepelio, que remite a un tipo de narraciones también atribuidas a otros personajes legendarios o a figuras históricas, como la de Miguel de Mañara, que podrían haber servido de modelo al Don Juan literario, si bien esto es –para algunos autores- muy dudoso; sin embargo, el protagonista de la versión ofrecida por García de Diego ni siquiera se llama Don Juan, sino Don Alonso de Olmedo, que es el nombre que el protagonista de la leyenda recibe en la famosísima obra de Lope de Vega que tiene como argumento el mismo asunto (García de Diego 1958: 326-327)
Otra narración que se adhiere a la leyenda en alguna de sus versiones locales es la de que el hidalgo olmedano, enamorado locamente como estaba de una dama medinense y no valiéndole para lograr sus favores las galanterías ni los alardes de valentía frente a los toros, decide demostrarla su amor con una promesa tan ardua de conseguir como la de llevar las aguas del río Adaja hasta Medina. De obtenerlo, dentro de un plazo convenido por ambos, la dama se casaría con él. Pero, a pesar de que la corriente del Adaja llegó hasta el río Zapardiel en un lugar muy próximo al castillo de La Mota, la mujer incumplió el compromiso (García Murillo 1986: 280-281). Esta misma invención se cuenta también en muy parecida forma de un moro enamorado de una cristiana que, para cumplir las condiciones que el padre de ella ponía al casamiento, habría construido en breve tiempo un acueducto que, en territorio jurdano, llevara las aguas del chorro de la Macera a Granadilla (Barrantes 1893: 55-56). Con todo, tal episodio añadido a la leyenda del caballero, sí coloca el acento en un aspecto que parece acompañar a esta historia desde sus inicios: la rivalidad entre Medina y Olmedo como villas importantes de la misma zona. Bastaría, como puede verse, la variedad de tradiciones referentes al caballero en la comarca de pinares vallisoletana para hacer valer su vigencia. Pero es que, además, el terma era ya muy popular en época no muy lejana a la existencia histórica del mismo. Antonio de Cabezón incluye entre sus obras musicales, que serían publicadas en Madrid en 1578, las «Diferencias sobre el canto llano del caballero». Y Correas o Covarrubias dan por muy conocido este asunto a principios del siglo XVII. De otro lado, una obra teatral cuya autoría no ha sido aclarada precederá –por aquellas fechas- a la de Lope en el traslado de la leyenda a las tablas de los corrales de comedias: «El caballero de Olmedo o la viuda por casar». Es un «Romance del Caballero», debido a la pluma de Don Fernando de Borja, Príncipe de Esquilache y virrey del Perú, e impreso en Madrid dentro de sus Obras en verso, el que mejor y más a las claras demuestra –hacia su final- la enorme popularidad de que debió de gozar la historia:
Aquí el protagonista sí se llama Juan, como el personaje histórico que parece haber dado alas a la leyenda, de nombre Don Juan de Vivero y Silva, del linaje de los Vivero, cuya mansión palaciega se encontraba próxima al desaparecido arco de San Martín en Olmedo y del que, basándose en distintos documentos, dan noticia Alonso López de Haro (1622, Parte 1ª: 525) y el Padre Fita (1905, Tomo 46: 398-422). De su vida no se sabe mucho, si no que era caballero de la Orden de santiago, leal a Carlos I en la toma de Tordesillas y la batalla contra los Comuneros en Villalar. De su muerte, se conoce algo más: habría muerto en la noche de Todos los Santos de 1521 o cerca de ella, aunque tampoco en eso coinciden unos y otros cronistas; y que quien lo mató cuando venía de Medina fue Miguel Ruiz de la Fuente, vecino también de Olmedo, a causa de una discusión cinegética –que no amorosa- o de diferencias anteriores que había entre ambos. Don Juan estaba casado con doña Beatriz de Guzmán, que seguirá pleito contra la familia del criminal, pues éste habría conseguido huir a las Indias después de haberse formado gran alboroto en su persecución al refugiarse en el convento de Jerónimos de la Mejorada. En la «Historia escrita de la Mejorada», precisamente, Fray Antonio de Aspa se dirige a Felipe IV explicándole que la muerte de Juan de Vivero, lejos de ser premeditada como comúnmente se contaba, debió de deberse a que los «caballeros se toparon acaso». Y añade algo que vale para todas las versiones de la leyenda urdida posteriormente y para muchos otros relatos legendarios: «Lo he referido porque quizá Vuestra Majestad no lo ha visto escrito, por haber sucedido en este tiempo y sabiéndolo de cierto borre de la memoria lo que habrá oído por otras personas que ignorando el suceso han ignorado lo que han dicho» (García Murillo 1986: 95-98).
Claro que, quedando reducido el suceso a una mera riña vecinal, la narración pierde gran parte de su interés y fuerza. Pues era el amor y no la disputa el hilo que conducía al mito, el hilo que cortado finalmente por la Parca confería a Don Juan de Vivero ese halo de héroe muerto por seguir su pasión. Si Don Juan -según los datos históricos- sólo fue un marido convencional y el amor no constituyó la causa de su fallecimiento, no hay y narración, ni drama, ni leyenda del caballero.
Doña Ana, cuando Don Juan salió a la plaza, le lanzó una rosa roja que el galán prendió en el rico broche de su capa. El caballero fue ganador de todos los juegos y mató varios toros también, queriendo así honrar a su amada. Pero Don Miguel y los suyos recelaban desde las talanqueras y miraban con odio al caballero triunfante.
Esa misma noche, el joven –animado probablemente por el guiño de amor que la dama le había hecho- se animó a ir a rondar a doña Ana junto a los muros mismos de su casa. Antes de partir con su criado, le pidió a éste que le acercara un espejo para ver si el aspecto de su persona guardaba el debido decoro y se enfadó al descubrir que el azogue le devolvía una imagen troceada, pues estaba roto. No parecía un buen augurio, pero ni así cambió de opinión y prosiguió en su empeño de encontrarse con Doña Ana. Paseó su calle por algún tiempo y, después, cantó lánguido e imprudente ante la verja del jardín los viejos versos:
-Si por vos pierdo la vida…
¡Oh, qué bien señora muero!
¡Oh, qué bien señora muero!
Y su señora, a la que habían apodado en Medina «la Dama del Alba» sus muchos admiradores porque cuando hacía acto de presencia parecía encenderse en torno a ella todo el resplandor de amanecer, se asomó por la pequeña almena del recinto ajardinado iluminando la noche. Le lanzó un beso con la punta de sus dedos y volvió hacia dentro del jardín acompañada por su aya. Cierto es que cuando caballero y criado se retiraban les pareció ver sombras que les seguían y oír relinchos de caballos. Cierto es que el criado, cauteloso ante el mal augurio, instó a su señor a quedarse esa noche en Medina por temor a que pudieran atacarles en el descampado. Cierto también que cuando preparaban sus rocines para el viaje, al pie de la muralla, escucharon cantar desde arriba de una torre:
Sombras le avisaron
que no saliese
y le aconsejaron
que no fuese,
al caballero.
que no saliese
y le aconsejaron
que no fuese,
al caballero.
Pero Don Juan quería volver cuanto antes a la villa de Olmedo, pues se lo había prometido a sus padres y tenía temor de alarmarles, si se tardaba. La noche estaba cerrada y había abundante niebla. La niebla de estas tierras que se agarra a los ríos con dedos de gasa y no deja ver más allá de dos pasos adelante. Al cabo de un corto trecho, Don Juan no veía ya a su criado, pero sí oía cómo éste lo llamaba con angustiosa voz. También le pareció al caballero que se escuchaban más cascos que los de dos caballos, pero sólo sonaban a ratos y de forma tenue. Podía ser, por lo tanto, un invento de su imaginación.
Se hallaba algo desorientado cuando resonaron más cerca los pasos de una cabalgadura y vio a un jinete, enfrente de él, que surgía entre las vaporosas sombras del camino. Preguntóle el caballero que quién era y de dónde venía. Le dijo que era Don Juan de Vivero a quien unos malos caballeros acababan de atacar a traición en una cuesta cercana. Y señaló el promontorio que separaba al caballero de su casa. La misteriosa aparición siguió su recorrido en dirección contraria y el de Olmedo se quedó pensando por un momento qué debía hacer. No sabía que estaba ya tan cerca de su hogar; pensó de nuevo en la zozobra que sentirían sus padres, quienes, por seguro, lo estaban esperando… Y decidió continuar.
Ya no se oía al criado, aunque Don Juan lo esperaba por unos instantes. Finalmente azuzó con las espuelas a su montura y cabalgó hacia la cuesta hoy llamada del caballero. Una vaharada de niebla lo envolvió. Sin embargo, prosiguió hacia delante en línea recta. Entonces, escuchó una voz de mujer que le recordó a la de Doña Ana, su querida Dama del Alba, cantando tristemente:
Que de noche le mataron al caballero,
la gala de Medina, la flor de Olmedo.
la gala de Medina, la flor de Olmedo.
No se ponen de acuerdo las versiones de esta historia, más de cien veces contada, respecto al nombre del caballero, ni a sus amoríos ni a la manera o causa de su muerte. Pero sí se sabe y sigue cantando que murió por amores, así como que fueron caballeros de Medina los que lo mataron. También que el caballero debió de librar fieras batallas, pues –según narraciones- se encontró sangre en el suelo que no era sólo suya; y que, a la madrugada, su criado lo halló aún agonizante, no muy lejos del palacio de sus padres, en la Linogilla o Senovilla, casi a la entrada de Olmedo. Montaba todavía Don Juan, a duras penas, su caballo por el que la sangre corría hasta las pezuñas y agitaba casi sin fuerza su espada al aire no se sabe si luchando con la muerte o el amor. Es este carácter de misterio y fatalidad amorosa que la historia contiene el que he intentado reflejar en mi texto, pues parecería –consultando las versiones que me han parecido más sugestivas-que amor, muerte y destino están en ella inextricablemente unidos. El hado aletea sobre toda la narración, luego adornada pero también oscurecida por las diversas tramas teatrales que los diversos autores que se ocuparon del tema añadirían a la leyenda. Ésta cuenta, sobre todo, la soledad de un hombre joven enfrentado a su triste y prematuro fin.
Las sombras que anuncian su muerte y el encuentro del personaje con un jinete que es su doble fantasmal terminan de trazar, en versiones como la ofrecida por García de Diego, esa atmósfera de tragedia y misterio que conviene a la leyenda. Un relato, éste del caballero que se topa con su propio fantasma o sepelio, que remite a un tipo de narraciones también atribuidas a otros personajes legendarios o a figuras históricas, como la de Miguel de Mañara, que podrían haber servido de modelo al Don Juan literario, si bien esto es –para algunos autores- muy dudoso; sin embargo, el protagonista de la versión ofrecida por García de Diego ni siquiera se llama Don Juan, sino Don Alonso de Olmedo, que es el nombre que el protagonista de la leyenda recibe en la famosísima obra de Lope de Vega que tiene como argumento el mismo asunto (García de Diego 1958: 326-327)
Otra narración que se adhiere a la leyenda en alguna de sus versiones locales es la de que el hidalgo olmedano, enamorado locamente como estaba de una dama medinense y no valiéndole para lograr sus favores las galanterías ni los alardes de valentía frente a los toros, decide demostrarla su amor con una promesa tan ardua de conseguir como la de llevar las aguas del río Adaja hasta Medina. De obtenerlo, dentro de un plazo convenido por ambos, la dama se casaría con él. Pero, a pesar de que la corriente del Adaja llegó hasta el río Zapardiel en un lugar muy próximo al castillo de La Mota, la mujer incumplió el compromiso (García Murillo 1986: 280-281). Esta misma invención se cuenta también en muy parecida forma de un moro enamorado de una cristiana que, para cumplir las condiciones que el padre de ella ponía al casamiento, habría construido en breve tiempo un acueducto que, en territorio jurdano, llevara las aguas del chorro de la Macera a Granadilla (Barrantes 1893: 55-56). Con todo, tal episodio añadido a la leyenda del caballero, sí coloca el acento en un aspecto que parece acompañar a esta historia desde sus inicios: la rivalidad entre Medina y Olmedo como villas importantes de la misma zona. Bastaría, como puede verse, la variedad de tradiciones referentes al caballero en la comarca de pinares vallisoletana para hacer valer su vigencia. Pero es que, además, el terma era ya muy popular en época no muy lejana a la existencia histórica del mismo. Antonio de Cabezón incluye entre sus obras musicales, que serían publicadas en Madrid en 1578, las «Diferencias sobre el canto llano del caballero». Y Correas o Covarrubias dan por muy conocido este asunto a principios del siglo XVII. De otro lado, una obra teatral cuya autoría no ha sido aclarada precederá –por aquellas fechas- a la de Lope en el traslado de la leyenda a las tablas de los corrales de comedias: «El caballero de Olmedo o la viuda por casar». Es un «Romance del Caballero», debido a la pluma de Don Fernando de Borja, Príncipe de Esquilache y virrey del Perú, e impreso en Madrid dentro de sus Obras en verso, el que mejor y más a las claras demuestra –hacia su final- la enorme popularidad de que debió de gozar la historia:
Ni voces ni luces sirven
a su vida de remedio,
que entre ofensas y venganzas
él y otros dos la perdieron.
Desde entonces le cantaron
las zagalas al pandero,
los mancebos por las calles,
las damas al instrumento:
«Esta noche le mataron
al caballero,
la gala de Medina,
la flor de Olmedo».
(Menéndez Pelayo, Antología de
poetas líricos castellanos, Vol. V, 1949).
a su vida de remedio,
que entre ofensas y venganzas
él y otros dos la perdieron.
Desde entonces le cantaron
las zagalas al pandero,
los mancebos por las calles,
las damas al instrumento:
«Esta noche le mataron
al caballero,
la gala de Medina,
la flor de Olmedo».
(Menéndez Pelayo, Antología de
poetas líricos castellanos, Vol. V, 1949).
Aquí el protagonista sí se llama Juan, como el personaje histórico que parece haber dado alas a la leyenda, de nombre Don Juan de Vivero y Silva, del linaje de los Vivero, cuya mansión palaciega se encontraba próxima al desaparecido arco de San Martín en Olmedo y del que, basándose en distintos documentos, dan noticia Alonso López de Haro (1622, Parte 1ª: 525) y el Padre Fita (1905, Tomo 46: 398-422). De su vida no se sabe mucho, si no que era caballero de la Orden de santiago, leal a Carlos I en la toma de Tordesillas y la batalla contra los Comuneros en Villalar. De su muerte, se conoce algo más: habría muerto en la noche de Todos los Santos de 1521 o cerca de ella, aunque tampoco en eso coinciden unos y otros cronistas; y que quien lo mató cuando venía de Medina fue Miguel Ruiz de la Fuente, vecino también de Olmedo, a causa de una discusión cinegética –que no amorosa- o de diferencias anteriores que había entre ambos. Don Juan estaba casado con doña Beatriz de Guzmán, que seguirá pleito contra la familia del criminal, pues éste habría conseguido huir a las Indias después de haberse formado gran alboroto en su persecución al refugiarse en el convento de Jerónimos de la Mejorada. En la «Historia escrita de la Mejorada», precisamente, Fray Antonio de Aspa se dirige a Felipe IV explicándole que la muerte de Juan de Vivero, lejos de ser premeditada como comúnmente se contaba, debió de deberse a que los «caballeros se toparon acaso». Y añade algo que vale para todas las versiones de la leyenda urdida posteriormente y para muchos otros relatos legendarios: «Lo he referido porque quizá Vuestra Majestad no lo ha visto escrito, por haber sucedido en este tiempo y sabiéndolo de cierto borre de la memoria lo que habrá oído por otras personas que ignorando el suceso han ignorado lo que han dicho» (García Murillo 1986: 95-98).
Claro que, quedando reducido el suceso a una mera riña vecinal, la narración pierde gran parte de su interés y fuerza. Pues era el amor y no la disputa el hilo que conducía al mito, el hilo que cortado finalmente por la Parca confería a Don Juan de Vivero ese halo de héroe muerto por seguir su pasión. Si Don Juan -según los datos históricos- sólo fue un marido convencional y el amor no constituyó la causa de su fallecimiento, no hay y narración, ni drama, ni leyenda del caballero.