En las legendarias tierras de Soria, a la izquierda de un monte que llaman «El Tiñoso», se extiende la imponente sierra de Cortos y, a sus faldas, un pueblecito del mismo nombre. Sus habitantes vienen transmitiéndose por generaciones el relato de que allí, en la parte más alta de dicha Sierra, hay un lugar en que se detuvieron a descansar los siete infantes de Lara.
En una gran piedra que parece una mesa y es, en realidad, vestigio de un dolmen de época megalítica, se aprestaron los de Lara a comer y, como venían siendo hostigados por los moros durante varios días a través de las sierras de Cortos y de la que ahora se llama del Almuerzo –seguramente a causa de esta tradición-, pidieron a la Virgen María antes de almorzar que les auxiliara en aquel trance.
La Virgen se compadeció y dejó como prueba de que les había escuchado la huella de uno de sus pies y siete huecos en forma de plato sobre la losa para que los infantes pudieran alimentarse a su gusto y reponer sus fuerzas.
Dicen también los lugareños que algo debió de hacerles saber la Virgen sobre el fin que les esperaba porque bajaron a una aldea llamada Omeñaca, que hay en el mismo valle, y allí entraron a lomo de sus caballos a oír misa temprano para preparar su alma y su ánimo convenientemente antes de la batalla.
Tuvieron que abrirse entonces las ocho puertas que hay en la iglesia para que pasaran las cabalgaduras por siete de ellas y, es de suponer, que la Virgen entrara por la otra, aunque a la celestial señora –en verdad- no la vio nadie. Y aún se podía observar hasta no hace tanto tiempo que los ocho arcos del templo quedaron tapiados con adobe para que nadie volviera a pasar por ellos después de entonces.
Los de Lara, como es sabido, murieron a manos de los moros en la celada que les preparó su tío Ruy Velásquez como venganza por la afrenta que habían hecho a su mujer Doña Lambra en las tornabodas de su casamiento.
Y cuentan también en la Sierra de Cortos que sus huesos se encuentran desperdigados por aquellos lugares y que, en más de una ocasión, han sido encontrados por los perros de los pastores.
La leyenda de los infantes de Lara fue una de las narraciones populares más difundidas en España durante los siglos XVI y XVII, pero algunos romances derivados de los cantares de gesta medievales que tratarían el tema ya debían de ser bastante conocidos en el XV, pues –en el último cuarto de esa centuria- Diego de San Pedro contrahizo un fragmento del espisodio de las quejas de Doña Lambra en su artificiosa novela Cárcel de Amor. La historia de los infortunados infantes de Lara (o Salas) pasaría al teatro de nuestros siglos dorados, siendo tratada –entre otros- por Lope de Vega, quien pocos asuntos del pasado legendario español dejó sin abordar, en El bastardo Mudarra. Algunas frases de las que aparecían en estos romances se hicieron tan de uso corriente que Correas, Covarrubias o Melchor de Santa Cruz las citan como proverbiales: así, aquella puesta en labios de Doña Lambra de que los infantes habían amenazado con cortarle las faldas «por vergonzoso lugar» o la que dice: «Y faltaban por venir, los siete infantes de Lara».
Sin embargo, en la tradición oral reciente apenas queda recuerdo de aquella corriente romancesca en otro tiempo tan conocida y cantada, si bien algún romance tardío siguiera siendo transmitido por los judíos de Oriente. Otra cosa son las leyendas locales en prosa sobre lugares en que los infantes supuestamente estuvieron o en donde dejaron huella, que sí han llegado vivas hasta hoy. Y es una curiosa muestra de este tipo, la leyenda sobre la mesa en que los héroes habrían almorzado antes de su último combate, la que he elegido reelaborar para esta antología. Ha escrito Vicente García de Diego que «el tema de las huellas legendarias es inagotable», y –en efecto- las oquedades muchas veces originadas en las rocas por fenómenos naturales son frecuentemente interpretadas como vestigio de héroes o dioses, de gigantes o del diablo y, también, de las herraduras de los caballos de esos personajes míticos. «En unos casos –sigue diciendo el mismo autor- es la huella el determinante de la leyenda, forjada como explicación a la que invita la señal misteriosa».
Pero en muchos otros ejemplos, y ese parece ser el caso de la extraña mesa del almuerzo, «la existencia de una huella local –como apunta García de Diego- no es la idea propulsora de la leyenda, sino una mera ocasión para introducir un episodio» (García de Diego 1945, Vol. I: 21). He seguido, fundamentalmente, el relato que recoge Gerardo Escudero al respecto y que fue publicado primeramente en Recuerdo de Soria (1900, núm. 7, págs. 13-17) para reelaborar mi texto, valiéndome también de las narraciones que aún se cuentan en tierras sorianas sobre este curioso lugar y de lo que sobre la leyenda de los infantes publicó Florentino Zamora Lucas, quien además incluye el artículo mencionado (1984: 133-139).
Volvamos ahora a los cantares y romances en torno a los infantes. En resumen, lo que contaba la leyenda recogida en ellos viene a ser lo que sigue: a las bodas y tornabodas de Ruiz de Velásquez, señor de Vilviestre, con Doña Lambra de Bureba, del linaje de los condes de Castilla, acuden por razón de parentesco Doña Sancha, ya que era hermana de Ruy Velásquez, su esposo Gonzalo Gustios y sus hijos, los infantes. El motivo principal de la discusión familiar que originará la tragedia varía según las versiones, pero el más interesante quizá sea aquél que tiene que ver con el insulto que Doña Lambra profiere contra Doña Sancha -cuando ésta le afea su descarada conducta- por haber parido, precisamente, a siete hijos «como puerca en cenagal».
El parto múltiple fue entendido durante mucho tiempo como un signo de la promiscuidad de la madre, pues se pensaba que quien paría varios hijos a la vez había tenido relaciones con distintos hombres. Existen varias leyendas que se ocupan de este asunto, como la de Los Porceles de Murcia –que también sirvió de inspiración a Lope de Vega para una de sus obras-, y de ahí que el apellido Porcel (literalmente «cerdito» o «lechón»), haya estado ligado por generaciones a míticos orígenes, según se recoge en la novela de título El cor del senglar (o el corazón del jabalí), debida a un autor contemporáneo, que se llam –precisamente- Baltasar Porcel (1999).
Lo curioso es que muchas de estas narraciones nos presentan a madres avergonzadas por haber tenido siete o nueve hijos en un solo parto que se intentan desembarazar criminalmente de buena parte de ellos. García de Diego se refiere a una leyenda contada por la guardiana de las ruinas del monasterio de Arlanza a Menéndez Pidal en que los infantes habrían nacido de Doña Lambra (lo que parece una incongruencia legendaria) y ésta habría pretendido matar a todos menos uno; siendo descubierta por su esposo y puesta en la tesitura de tener que elegir entre todos cuál era el que había criado, la infanticida habría corrido en su caballo a arrojarse en la Laguna Negra, «allá en las sierras muy frías, por cima de Borbadillo de Herreros» (García de Diego 1945, Vol. I: 75).
Los romances siguen contando que, sintiéndose afrentada Doña Lambra por una u otra razón, se queja a su marido Ruy Velásquez de los insultos y deshonor de que ha sido objeto, hasta que consigue la promesa de éste de vengarse cumplidamente de los infantes. Fingiéndose desagraviado, manda Ruy Velásquez a Gonzalo Gustios hacia Córdoba con una carta escrita en árabe para Almanzor en que le dice puede matar al emisario y apresar a sus siete hijos que, sin saber nada, acudirían a la frontera de los moros con los cristianos.
Aunque los infantes son víctimas de una emboscada y mueren decapitados con su ayo Nuño Salido, Almanzor –sin embargo- perdona la vida a Gonzalo e incluso le concede a su propia hermana, con la que el caballero tendrá un nuevo hijo, el bastardo Mudarra. Cuando Gonzalo, finalmente, es liberado por Almanzor, la hermana del caudillo árabe le anuncia que va a tener un hijo suyo y Gustios parte un anillo dejándole a la mora la mitad, para que de este modo, si la criatura nace varón, pueda reconocer a su vástago en el futuro. Gustios, macabramente acompañado por las ocho cabezas decapitadas regresa a su tierra.
Y, con el tiempo, Mudarra González ya puesto al tanto de la terrible historia va en busca de su padre y, cumpliendo inexorablemente la venganza a la que es empujado por él, desafía y mata en duelo singular al traidor conde castellano, su tío Ruy Velásquez. Doña Lambra será quemada viva, según unas narraciones tras ser apedreada según otras al incendiar el héroe vengador la casa en que se encontraba y, según las últimas, en pública hoguera.
Mudarra resulta ser, a mi parecer, uno de los personajes más fascinantes de esta riquísima historia de odios familiares, pues ejemplifica por primera vez en el imaginario español lo que hoy se consideraría la fusión de las dos sangres (o, si se prefiere, las dos culturas), hijo de mora y cristiano, tiene en sus manos el hilo del destino y, por ello, es el que –finalmente-ejecuta la venganza.
En una gran piedra que parece una mesa y es, en realidad, vestigio de un dolmen de época megalítica, se aprestaron los de Lara a comer y, como venían siendo hostigados por los moros durante varios días a través de las sierras de Cortos y de la que ahora se llama del Almuerzo –seguramente a causa de esta tradición-, pidieron a la Virgen María antes de almorzar que les auxiliara en aquel trance.
La Virgen se compadeció y dejó como prueba de que les había escuchado la huella de uno de sus pies y siete huecos en forma de plato sobre la losa para que los infantes pudieran alimentarse a su gusto y reponer sus fuerzas.
Dicen también los lugareños que algo debió de hacerles saber la Virgen sobre el fin que les esperaba porque bajaron a una aldea llamada Omeñaca, que hay en el mismo valle, y allí entraron a lomo de sus caballos a oír misa temprano para preparar su alma y su ánimo convenientemente antes de la batalla.
Tuvieron que abrirse entonces las ocho puertas que hay en la iglesia para que pasaran las cabalgaduras por siete de ellas y, es de suponer, que la Virgen entrara por la otra, aunque a la celestial señora –en verdad- no la vio nadie. Y aún se podía observar hasta no hace tanto tiempo que los ocho arcos del templo quedaron tapiados con adobe para que nadie volviera a pasar por ellos después de entonces.
Los de Lara, como es sabido, murieron a manos de los moros en la celada que les preparó su tío Ruy Velásquez como venganza por la afrenta que habían hecho a su mujer Doña Lambra en las tornabodas de su casamiento.
Y cuentan también en la Sierra de Cortos que sus huesos se encuentran desperdigados por aquellos lugares y que, en más de una ocasión, han sido encontrados por los perros de los pastores.
La leyenda de los infantes de Lara fue una de las narraciones populares más difundidas en España durante los siglos XVI y XVII, pero algunos romances derivados de los cantares de gesta medievales que tratarían el tema ya debían de ser bastante conocidos en el XV, pues –en el último cuarto de esa centuria- Diego de San Pedro contrahizo un fragmento del espisodio de las quejas de Doña Lambra en su artificiosa novela Cárcel de Amor. La historia de los infortunados infantes de Lara (o Salas) pasaría al teatro de nuestros siglos dorados, siendo tratada –entre otros- por Lope de Vega, quien pocos asuntos del pasado legendario español dejó sin abordar, en El bastardo Mudarra. Algunas frases de las que aparecían en estos romances se hicieron tan de uso corriente que Correas, Covarrubias o Melchor de Santa Cruz las citan como proverbiales: así, aquella puesta en labios de Doña Lambra de que los infantes habían amenazado con cortarle las faldas «por vergonzoso lugar» o la que dice: «Y faltaban por venir, los siete infantes de Lara».
Sin embargo, en la tradición oral reciente apenas queda recuerdo de aquella corriente romancesca en otro tiempo tan conocida y cantada, si bien algún romance tardío siguiera siendo transmitido por los judíos de Oriente. Otra cosa son las leyendas locales en prosa sobre lugares en que los infantes supuestamente estuvieron o en donde dejaron huella, que sí han llegado vivas hasta hoy. Y es una curiosa muestra de este tipo, la leyenda sobre la mesa en que los héroes habrían almorzado antes de su último combate, la que he elegido reelaborar para esta antología. Ha escrito Vicente García de Diego que «el tema de las huellas legendarias es inagotable», y –en efecto- las oquedades muchas veces originadas en las rocas por fenómenos naturales son frecuentemente interpretadas como vestigio de héroes o dioses, de gigantes o del diablo y, también, de las herraduras de los caballos de esos personajes míticos. «En unos casos –sigue diciendo el mismo autor- es la huella el determinante de la leyenda, forjada como explicación a la que invita la señal misteriosa».
Pero en muchos otros ejemplos, y ese parece ser el caso de la extraña mesa del almuerzo, «la existencia de una huella local –como apunta García de Diego- no es la idea propulsora de la leyenda, sino una mera ocasión para introducir un episodio» (García de Diego 1945, Vol. I: 21). He seguido, fundamentalmente, el relato que recoge Gerardo Escudero al respecto y que fue publicado primeramente en Recuerdo de Soria (1900, núm. 7, págs. 13-17) para reelaborar mi texto, valiéndome también de las narraciones que aún se cuentan en tierras sorianas sobre este curioso lugar y de lo que sobre la leyenda de los infantes publicó Florentino Zamora Lucas, quien además incluye el artículo mencionado (1984: 133-139).
Volvamos ahora a los cantares y romances en torno a los infantes. En resumen, lo que contaba la leyenda recogida en ellos viene a ser lo que sigue: a las bodas y tornabodas de Ruiz de Velásquez, señor de Vilviestre, con Doña Lambra de Bureba, del linaje de los condes de Castilla, acuden por razón de parentesco Doña Sancha, ya que era hermana de Ruy Velásquez, su esposo Gonzalo Gustios y sus hijos, los infantes. El motivo principal de la discusión familiar que originará la tragedia varía según las versiones, pero el más interesante quizá sea aquél que tiene que ver con el insulto que Doña Lambra profiere contra Doña Sancha -cuando ésta le afea su descarada conducta- por haber parido, precisamente, a siete hijos «como puerca en cenagal».
El parto múltiple fue entendido durante mucho tiempo como un signo de la promiscuidad de la madre, pues se pensaba que quien paría varios hijos a la vez había tenido relaciones con distintos hombres. Existen varias leyendas que se ocupan de este asunto, como la de Los Porceles de Murcia –que también sirvió de inspiración a Lope de Vega para una de sus obras-, y de ahí que el apellido Porcel (literalmente «cerdito» o «lechón»), haya estado ligado por generaciones a míticos orígenes, según se recoge en la novela de título El cor del senglar (o el corazón del jabalí), debida a un autor contemporáneo, que se llam –precisamente- Baltasar Porcel (1999).
Lo curioso es que muchas de estas narraciones nos presentan a madres avergonzadas por haber tenido siete o nueve hijos en un solo parto que se intentan desembarazar criminalmente de buena parte de ellos. García de Diego se refiere a una leyenda contada por la guardiana de las ruinas del monasterio de Arlanza a Menéndez Pidal en que los infantes habrían nacido de Doña Lambra (lo que parece una incongruencia legendaria) y ésta habría pretendido matar a todos menos uno; siendo descubierta por su esposo y puesta en la tesitura de tener que elegir entre todos cuál era el que había criado, la infanticida habría corrido en su caballo a arrojarse en la Laguna Negra, «allá en las sierras muy frías, por cima de Borbadillo de Herreros» (García de Diego 1945, Vol. I: 75).
Los romances siguen contando que, sintiéndose afrentada Doña Lambra por una u otra razón, se queja a su marido Ruy Velásquez de los insultos y deshonor de que ha sido objeto, hasta que consigue la promesa de éste de vengarse cumplidamente de los infantes. Fingiéndose desagraviado, manda Ruy Velásquez a Gonzalo Gustios hacia Córdoba con una carta escrita en árabe para Almanzor en que le dice puede matar al emisario y apresar a sus siete hijos que, sin saber nada, acudirían a la frontera de los moros con los cristianos.
Aunque los infantes son víctimas de una emboscada y mueren decapitados con su ayo Nuño Salido, Almanzor –sin embargo- perdona la vida a Gonzalo e incluso le concede a su propia hermana, con la que el caballero tendrá un nuevo hijo, el bastardo Mudarra. Cuando Gonzalo, finalmente, es liberado por Almanzor, la hermana del caudillo árabe le anuncia que va a tener un hijo suyo y Gustios parte un anillo dejándole a la mora la mitad, para que de este modo, si la criatura nace varón, pueda reconocer a su vástago en el futuro. Gustios, macabramente acompañado por las ocho cabezas decapitadas regresa a su tierra.
Y, con el tiempo, Mudarra González ya puesto al tanto de la terrible historia va en busca de su padre y, cumpliendo inexorablemente la venganza a la que es empujado por él, desafía y mata en duelo singular al traidor conde castellano, su tío Ruy Velásquez. Doña Lambra será quemada viva, según unas narraciones tras ser apedreada según otras al incendiar el héroe vengador la casa en que se encontraba y, según las últimas, en pública hoguera.
Mudarra resulta ser, a mi parecer, uno de los personajes más fascinantes de esta riquísima historia de odios familiares, pues ejemplifica por primera vez en el imaginario español lo que hoy se consideraría la fusión de las dos sangres (o, si se prefiere, las dos culturas), hijo de mora y cristiano, tiene en sus manos el hilo del destino y, por ello, es el que –finalmente-ejecuta la venganza.