martes, 20 de julio de 2010

Bernardo del Carpio (Burgos y León)

En el castillo de los Condes de Luna, del cual quedan algunas ruinas junto al río de ese nombre que aún hoy se pueden ver en una de las altivas rocas que sirven de dique al pantano que allí se construyó después, dicen que pasó la mayor parte de su vida el desdichado Conde de Saldaña, Sancho Díaz. Tuvo éste –según cuenta la leyenda- amores con la hermana de Alfonso II el Casto de los que nacería un niño fuerte y hermoso al que llamaron Bernardo.

Los amantes se habían casado en secreto, o «a secretas» como se decía por aquel entonces, pero el rey que tenía otros planes para su hermana nunca quiso aceptar la relación ni el casamiento. Muy al contrario, cuando supo por medio de un criado indiscreto de Sancho que su hermana, la bella y enamorada Jimena, había parido un niño del conde, se enfureció –con una cólera impropia de un rey- mandando apresar a Sancho, que siempre le había servido fielmente. Y también ordenó matar al mensajero de tan nefasta noticia para que no pudiera vocear a otros lo que él consideraba la mayor de las vergüenzas. Alfonso, del que contaban que su castidad era tanta que hasta se abstenía de mantener relaciones con su propia esposa por si caía en pecado, no pudo soportar lo que suponía una afrenta para el honor de su familia. Pero, sobre todo, nunca pudo entender que su hermana y el conde pusieran el amor por encima de todas las demás cosas.

Así, Don Sancho Díaz fue llevado a su presencia cargado de cadenas, y el casto rey, para que no pecara más, y suponiendo que había pecado por la vista enamorándose de la belleza corporal de su hermana, hizo que le arrancaran los ojos con un hierro ardiendo y le enterraran de por vida en el Castillo de Luna. Allí Don Sancho pasó noches y días viendo como su barba y cabellos encanecían sin saber nada de su mujer ni de su hijo. A la triste Jimena, el rey la envió a un convento de clausura del que ya no volvería a salir y en donde penó hasta su muerte, lamentando que la alegría de haber tenido un niño con el hombre al que amaba hubiera causado tanta desgracia al conde y a ella misma; pero, sobre todo, temiendo por el daño que ello también pudiera provocar a la propia criatura.

Bernardo creció como pariente del rey en la corte leonesa, convirtiéndose en un guerrero diestro y valiente. Una pena le atormentaba, sin embargo, no saber quiénes habían sido su padre ni su madre. Cuando un malhadado día, en una de las luchas habituales que los caballeros sostenían en el palacio del rey cruzando sus armas como entrenamiento para la guerra, derribó estrepitosamente –llevado por su ímpetu fogoso- al que se tenía por mejor de todos, éste todavía en el suelo le gritó:

-Para ya, bastardo, que nunca dejarás de serlo por muy bien que creas pelear.

Bernardo, al escuchar tan ofensivas palabras, estaba dispuesto a matarlo allí mismo, pero sus amigos lo detuvieron. Quiso saber entonces por qué se atrevía semejante felón a llamar de esa manera a un familiar del rey y sus amigos tuvieron que contarle que era el propio monarca el que lo decía en privado. Esa tarde Bernardo se retiró a sus aposentos a llorar como un niño y, apiadándose de él, su aya Elvira se decidió a contarle la terrible verdad que no sabía y que ella misma había jurado a la ama Jimena que jamás le diría para no causarle más dolor: que sus padres, el conde Sancho y la infanta Jimena se amaron y casaron «a secretas», es decir, entre ellos dos porque no podían hacerlo de otra manera, pero que siempre se tuvieron por marido y mujer; que se alegraron con su nacimiento como sólo pueden regocijarse los padres que se aman profundamente y que el rey había actuado de modo cruel con ambos, como ya sabemos, llevado por una furia ciega y rencorosa: la de aquellos que no saben ni pueden amar.

Bernardo –lejos de consolarse- siguió llorando toda esa noche. Al cabo, hizo que le vistieran un negro ropaje de luto que prometió no quitarse hasta que volviera a ver a su padre y su madre. Y de esta guisa fue a ver al rey para reclamarle la libertad del conde. Pero Alfonso no solamente se la negó, sino que le envió al destierro con los pocos fieles que quisieran acompañarle. Reunió Bernardo a duras penas 200 hombres y salió para Carpio, en tierras de Salamanca, donde arrebató a los moros una plaza fuerte. Luchó contra todos, cristianos y sarracenos, y de todas las batallas salió victorioso adquiriendo gran renombre. Desde Carpio llevaría a cabo –incluso- repetidos saqueos y pillajes en los dominios de Alfonso aliándose con los moros cuando era preciso.

El rey, viendo que la tropa de Bernardo iba aumentando y que causaba gran sobresalto en el reino, se avino a negociar con él y lo llamó a su presencia. Bernardo –que en Carpio había sabido de la muerte de su madre sin haber podido llegar a verla- aceptó que el monarca y él se entrevistaran, pero con la condición de no entrar como vasallo en su corte, sino encontrándose en campo abierto y acompañado de sus guerreros. El rey tuvo que acomodarse a estas exigencias porque quería recuperar Carpio a toda costa y contar también con el invencible ejército de Bernardo en futuras guerras, ya que planeaba pactar con Carlomagno y juntos atacar al moro Marsilio, señor de Zaragoza.

Cuentan las crónicas y romances que el encuentro no fue nada amistoso, que Bernardo discutió con el rey y hubo un momento en que el héroe y sus hombres echaron mano a las espadas, cuando Alfonso se atrevió a decirle que procedía de un linaje de traidores y el de Carpio contestó:

-Me llaman bastardo siendo hijo de vuestra hermana. Vos y los vuestros lo decís, ya que ningún otro se atrevería a hacerlo. Y cualquiera que lo diga miente, pues ni mi padre fue nunca traidor ni mi madre mala mujer, porque cuando yo nací mi madre y mi padre ya se habían casado. Nunca he sido traidor ni nadie de mi linaje lo fue jamás. Tampoco soy bastardo, sino sangre de vuestra sangre.

Pero fuera como fuese aquel tenso encuentro, finalmente Alfonso cedió y le dijo a Bernardo que liberaría a su padre. Bernardo sospechaba –como otros nobles de la propia corte de Alfonso- que el rey había pactado con Carlomagno que éste le ayudara en su asalto contra Zaragoza a cambio de la promesa de dejarle cuando muriera el reino francés, ya que Alfonso era tan casto que ni había tenido descendencia ni parecía probable que fuera a tenerla.

Ello inquietaba a algunos cortesanos que no querían que el reino cayera en manos de un rey extranjero, pero enfurecía a Bernardo más que a ninguno, pues se sabía ahora el verdadero sucesor de la corona al ser sobrino de Alfonso. Se retiró Bernardo a su campamento y meditó la propuesta. No podía pasar la oportunidad de ver a su padre por primera y, quizá, última vez.

Bernardo y el rey acordaron que éste enviaría al conde de Saldaña a Carpio mientras Bernardo se reunía con sus tropas y las de Carlomagno para asaltar Zaragoza. Bernardo –sin embargo- no lo hizo, prefirió salir al encuentro de su padre para asegurarse así de que Alfonso cumplía su palabra. Y la cumplió, pero de la más triste manera que podía hacerse, pues cuando sus emisarios llegaron al castillo de Luna el prisionero ya había muerto en esos días.
El rey mandó que metieran el cuerpo en agua para que se le ablandaran las carnes, que lo vistieran con ropas de gala y lo sentaran en una rica silla de manos que sus criados llevaron en dirección a Carpio. Cuando Bernardo se encontró con la macabra comitiva, fue a besar la mano de su padre y la encontró extrañamente fría, descubriendo después al momento el engaño. Enterró a su padre en Saldaña y, juntando a toda su tropa, se unió al ejército de Marsilio en Aragón para dirigirse luego a Roncesvalles.

Allí esperaron a los franceses, que –seguros de sus fuerzas- cabalgaban despacio y desprevenidos con los doce pares del emperador Carlomagno a la cabeza. Bernardo, vestido a la morisca para no ser reconocido, había reunido a todos los hijosdalgos de Asturias y León que no querían monarcas extranjeros. Los mejores caballeros de Carlomagno murieron en la sangrienta batalla. De nada sirvió que el famoso Roldán tocara varias veces su cuerno para avisar a los suyos de la emboscada.

Y de Bernardo ya no se volvió a saber. Hubo quienes dijeron que había muerto también en el combate, quien lo vio pelear mano a mano con Roldán. Otros dicen que volverá siempre que España vuelva a ser invadida, reencarnado en el héroe necesario.

Tan conocido y apreciado llegó a ser el romance que habla del desafío de Bernardo del Carpio al rey que, como composición musical popularísima en la época, fue recogido en el siglo XVI por Francisco de Salinas en su tratado De musica Libri Septem. Los ejemplos que tomó Salinas para ilustrar su tratado sólo transcriben el primer verso:

A caballo va Bernardo / por las riberas de Arlanza

Pero por otras versiones, como la ofrecida por Juan de Timoneda en su Rosa española, segunda parte de Rosas de Romances (Valencia, 1573) sabemos que el comienzo del romance proseguiría –más o menos- así:

(A caballo va Bernardo / por las riberas de Arlanza)
con un caballo morcillo / enjaezado de grana,
gruesa lanza en la mano / armado de todas armas.
Toda la gente de Burgos / le mira como espantada,
porque no se suele armar / sino a cosa señalada.

…………………………………………………………………………….

-Bastardo me llaman, rey / siendo hijo de su hermana,
y del noble Sancho Díaz / ese Conde de Saldaña:
Dicen que ha sido traidor / y mala mujer su hermana.
Tú y los tuyos lo habéis dicho / que otro ninguno no osara:
mas quien quiera que lo ha dicho / miente por medio la barba;
mi padre no fue traidor, / ni mi madre mujer mala
porque cuando fui casado / ya mi madre era casada.
Pusiste a mi padre en hierros / y a mi madre en órden santa,
y porque no herede yo / quieres dar tu reino a Francia.
(Marcelino Menéndez Pelayo, Antología de poetas líricos castellanos, Vol. VIII, 1945: 97-98).

Ramón Menéndez Pidal hace notar la incoherencia de que (según la versión publicada por Timoneda, pero no en otras manuscritas del mismo siglo) esta acción se sitúe en Burgos y no en León, que es lo que estaría más en consonancia con las crónicas y relatos existentes sobre el héroe.

El mismo estudioso constata también cómo la materia legendaria referente a Bernardo ha persistido –si bien fragmentariamente- en la tradición romancística moderna, del mismo modo que –como hemos visto- son algunos romances sobre Don Rodrigo lo que más vivo se mantuvo de la leyenda del rey en la cultura oral española hasta hoy (Menéndez Pidal 1969: 67-84).

Las leyendas en torno a Bernardo del Carpio parecen surgir como réplica española a las francesas importadas del ciclo carolingio que proporcionaban una visión épica y, en gran medida, fantástica del la batalla de Roncesvalles. Bien puede suponerse que en la región de los valles pierenaicos existiera alguna memoria de aquella batalla y que los caballeros francos en sus incursiones contra los árabes, así como los peregrinos que hacían el camino de Santiago recogieran esta leyenda local y la difundieran por Francia en los siglos XI y XII, volviendo a entrar por el norte de España nuevamente rehecha después (García de Diego 1958, Vol. I: 123-125).

El caso es que, a través de tradiciones tanto orales como escritas, la leyenda de Roncesvalles continúa estando ligada al peregrinaje jacobeo y viajeros por León como Víctor de la Serna o Miguel Naveros se hacen eco en el pasado siglo del heroico pero contradictorio personaje, admirándose de su misteriosa desaparición y llegando a poner en duda –en el caso del primero de estos autores- su realidad histórica (Viajes y viajeros por tierras de León 1984: 320-321 y 358-359). Pero tanto si Bernardo existió como si no, en el siglo XIX –según recoge Davillier- todavía se cantaban en tierras salmantinas estrofas como la siguiente, que no sabemos que si, con leve humor, se preguntan también sobre su verdadera existencia o la veracidad de sus hazañas:

Bernardo estaba en el Carpio
y el moro en el Arapil,
como el Tormes va por medio
no se pueden combatir.
(Davillier 1984: 304)

Bernardo coincide con Roldán en sus orígenes conflictivos (ambos son hijos de hermanas de rey que los engendran como fruto de amores clandestino) y en unas mocedades belicosas y casi pendencieras. Pero Roldán muere tocando su trompa de marfil y Bernardo desaparece apuntando hacia un enemigo que no es moro sino francés. Bernardo es la contrafigura del héroe franco que, al no morir –legendariamente hablando-, siempre puede regresar para desenvainar de nuevo su espada.