En la cima de un monte que parece partido en dos por un rayo divino se encuentra el monasterio de Fresdeval. Junto a él hay una amplia meseta que termina en una especie de mirador, colgado sobre el abismo. Y desde él puede distinguirse en la lejanía –si no hay niebla- buena parte de la ancha Castilla con las tierras de Burgos en primer término. Pues son muchos los nacidos en aquel lugar que dicen haber presenciado un extraño prodigio la noche del Día de Difuntos.
Cuentan –y no han dejado de contar durante generaciones- que esa noche, en que los muertos gozan del favor concedido por Dios de visitar a las personas que quisieron o volver a los lugares que más amaron en vida, se aparece un misterioso jinete cabalgando sobre la meseta.
Va vestido por completo con cota de malla y un yelmo en forma de águila remata su cabeza. En el brazo izquierdo lleva un escudo negro y en el derecho una espada resplandeciente que atrae los rayos de la luz de la luna.
Después de cabalgar sobre su caballo blanco hasta el borde del precipicio, el guerrero se asoma al mismo y parece contemplar toda la extensión de Castilla que puede alcanzar con su mirada. Luego, tira de las bridas de su corcel y se reúne con otros caballeros que, tras hacer chocar sus armaduras y espadas como preparándose para la batalla, le siguen por la ladera del monte abajo hasta que se pierden en un recodo del camino.
Los que tal cosa han visto están seguros de que este jinete no es otro que Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, montado sobre su caballo Baviera que fue enterrado junto a él y sus tres espadas en el monasterio benedictino de San Pedro de Cardeña.
El héroe que ganó batallas después de muerto, saldría así de la tumba y volvería al lugar en donde soñó con un futuro en libertad para su tierra.
Esa tierra a la que sólo pudo regresar ya difunto, por lo que el paseo espectral del Cid, sería –sobre todo- el cumplimiento de un deseo, si no de él, sí de los castellanos que aún guardan su memoria.
Esta leyenda es recogida por Vicente García de Diego en su Antología, donde da a entender que el relato le habría sido contado por «un anciano no octogenario, nacido en las inmediaciones de Fresdeval» (García de Diego 1958: 232). Leyendas locales sobre el Cid hay unas cuantas, de modo que viajeros extranjeros Como Davillier mencionan también algunas de ellas. El barón francés que recorrió España con el magnífico dibujante Gustavo Doré, se refiere –cuando ambos acaban de visitar en Burgos el monasterio de Cardeña- a una narración (lejanamente emparentada con la de la «estatua convidada») en que el Cid revive también de entre los muertos: «Según Covarrubias –recuerda Davillier-, habiendo tenido un judío la osadía de tirar de la barba del Cid, salió de la tumba el Campeador por permisión de Dios, sacó una de sus espadas y puso en fuga al hereje» (Davillier y Doré, Vol. II, 1984: 370). Alude igualmente el barón a una tradición que recojo en mi relato, la de que –conforme a la última voluntad del héroe- sus tres espadas favoritas, Colada, Joyosa y Tizona, así como su caballo Baviera fueron enterrados con él en el mismo sepulcro de San Pedro de Cardeña. Y Doré –por su parte- dibuja el cofre llamado del Cid, tal como se conservaría colgado de un muro de la Catedral burgalesa. Aunque se ha relacionado al cofre o arca en cuestión con el engaño del Cid a los usureros judíos Rachael (o Raquel) y Vidas que nos es contado en su Cantar y en algunos romances, Davillier propone –además- otras explicaciones que debían de hallarse difundidas también oralmente: «Según unos, contenía antiguamente el altar portátil que seguía al héroe español en sus campañas contra los moros. Otros creen que guardaba un trozo de su espada» (Davillier y Doré, Vol. II, 1984: 365).
Lo curioso es que los textos legendarios a que me he referido hablan de los cofres o de varios, así que nunca sabremos cuál de ellos era (o a qué se destinaba realmente) aquella arca de madera carcomida, toda llena de herrajes, descrita por Davillier y dibujada por Doré.
Sí que nos cuenta el romancero que, necesitado de dinero para financiar sus campañas y mantener a sus tropas, el Cid entrega a cambio de monedas unos cofres cerrados llenos de arena a los judíos para que se los guarden como si contuvieran joyas preciosas. Y que, al cabo de un año, el Campeador les devuelve –más o menos- la cantidad prestada.
El Cantar del Cid, conservado en un librito manuscrito más bien humilde, ha sido objeto de discusiones por parte de los estudiosos que lo consideraban copia que serviría de recordatorio a los juglares y de aquellos otros que defendían la autoría de quien –en el siglo XIV- dice escribirlo (cosa que por entonces podía muy bien significar meramente «copiarlo»), Per Abbat. Pero ciertos romances sobre el Cid han seguido siendo transmitidos dentro de la tradición oral y, aunque la realidad histórica del héroe parece hoy fuera de toda duda, las hazañas que se le atribuyen pueden ser tan fantasiosas como la aparición que aquí he reescrito. Todo ello no quita historicidad al personaje y de ahí que la incluya entre las leyendas históricas, a pesar de que la cabalgada del Cid la noche de difuntos tenga más que ver con los muchos relatos sobre fantasmas que son vistos ese día que con su paso por este mundo.
Ha escrito Martín de Riquer que «las gestas son esencialmente la historia para el pueblo, el cual no pretende distinguir entre lo cierto y lo tradicional, y al lado de datos seguros admite leyendas bellas, y para quien el pasado no tiene un valor simplemente informativo sino, en gran manera ejemplar» (Riquer 1976: 33). Y seguramente en este sentido de buscar sobre el territorio legendario una guía o un estímulo para el presente surgen leyendas como la que he refundido.
Ese valor simbólico del héroe ya lo percibía claramente Ramón Menéndez Pidal –el estudioso que más contribuyó a la construcción del Cid como emblema identitario- cuando en su resumen final al romancero cidiano escribe: «El cadáver del Cid, repatriado entre lanzas victoriosas, se abre paso a través de los almorávides aterrados, y va a Castilla como sagrado símbolo de nobleza, de toda lealtad, siempre imponente, siempre vencedora.., siempre combatida» (Menéndez Pidal 1969: 104).
Cuentan –y no han dejado de contar durante generaciones- que esa noche, en que los muertos gozan del favor concedido por Dios de visitar a las personas que quisieron o volver a los lugares que más amaron en vida, se aparece un misterioso jinete cabalgando sobre la meseta.
Va vestido por completo con cota de malla y un yelmo en forma de águila remata su cabeza. En el brazo izquierdo lleva un escudo negro y en el derecho una espada resplandeciente que atrae los rayos de la luz de la luna.
Después de cabalgar sobre su caballo blanco hasta el borde del precipicio, el guerrero se asoma al mismo y parece contemplar toda la extensión de Castilla que puede alcanzar con su mirada. Luego, tira de las bridas de su corcel y se reúne con otros caballeros que, tras hacer chocar sus armaduras y espadas como preparándose para la batalla, le siguen por la ladera del monte abajo hasta que se pierden en un recodo del camino.
Los que tal cosa han visto están seguros de que este jinete no es otro que Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, montado sobre su caballo Baviera que fue enterrado junto a él y sus tres espadas en el monasterio benedictino de San Pedro de Cardeña.
El héroe que ganó batallas después de muerto, saldría así de la tumba y volvería al lugar en donde soñó con un futuro en libertad para su tierra.
Esa tierra a la que sólo pudo regresar ya difunto, por lo que el paseo espectral del Cid, sería –sobre todo- el cumplimiento de un deseo, si no de él, sí de los castellanos que aún guardan su memoria.
Esta leyenda es recogida por Vicente García de Diego en su Antología, donde da a entender que el relato le habría sido contado por «un anciano no octogenario, nacido en las inmediaciones de Fresdeval» (García de Diego 1958: 232). Leyendas locales sobre el Cid hay unas cuantas, de modo que viajeros extranjeros Como Davillier mencionan también algunas de ellas. El barón francés que recorrió España con el magnífico dibujante Gustavo Doré, se refiere –cuando ambos acaban de visitar en Burgos el monasterio de Cardeña- a una narración (lejanamente emparentada con la de la «estatua convidada») en que el Cid revive también de entre los muertos: «Según Covarrubias –recuerda Davillier-, habiendo tenido un judío la osadía de tirar de la barba del Cid, salió de la tumba el Campeador por permisión de Dios, sacó una de sus espadas y puso en fuga al hereje» (Davillier y Doré, Vol. II, 1984: 370). Alude igualmente el barón a una tradición que recojo en mi relato, la de que –conforme a la última voluntad del héroe- sus tres espadas favoritas, Colada, Joyosa y Tizona, así como su caballo Baviera fueron enterrados con él en el mismo sepulcro de San Pedro de Cardeña. Y Doré –por su parte- dibuja el cofre llamado del Cid, tal como se conservaría colgado de un muro de la Catedral burgalesa. Aunque se ha relacionado al cofre o arca en cuestión con el engaño del Cid a los usureros judíos Rachael (o Raquel) y Vidas que nos es contado en su Cantar y en algunos romances, Davillier propone –además- otras explicaciones que debían de hallarse difundidas también oralmente: «Según unos, contenía antiguamente el altar portátil que seguía al héroe español en sus campañas contra los moros. Otros creen que guardaba un trozo de su espada» (Davillier y Doré, Vol. II, 1984: 365).
Lo curioso es que los textos legendarios a que me he referido hablan de los cofres o de varios, así que nunca sabremos cuál de ellos era (o a qué se destinaba realmente) aquella arca de madera carcomida, toda llena de herrajes, descrita por Davillier y dibujada por Doré.
Sí que nos cuenta el romancero que, necesitado de dinero para financiar sus campañas y mantener a sus tropas, el Cid entrega a cambio de monedas unos cofres cerrados llenos de arena a los judíos para que se los guarden como si contuvieran joyas preciosas. Y que, al cabo de un año, el Campeador les devuelve –más o menos- la cantidad prestada.
El Cantar del Cid, conservado en un librito manuscrito más bien humilde, ha sido objeto de discusiones por parte de los estudiosos que lo consideraban copia que serviría de recordatorio a los juglares y de aquellos otros que defendían la autoría de quien –en el siglo XIV- dice escribirlo (cosa que por entonces podía muy bien significar meramente «copiarlo»), Per Abbat. Pero ciertos romances sobre el Cid han seguido siendo transmitidos dentro de la tradición oral y, aunque la realidad histórica del héroe parece hoy fuera de toda duda, las hazañas que se le atribuyen pueden ser tan fantasiosas como la aparición que aquí he reescrito. Todo ello no quita historicidad al personaje y de ahí que la incluya entre las leyendas históricas, a pesar de que la cabalgada del Cid la noche de difuntos tenga más que ver con los muchos relatos sobre fantasmas que son vistos ese día que con su paso por este mundo.
Ha escrito Martín de Riquer que «las gestas son esencialmente la historia para el pueblo, el cual no pretende distinguir entre lo cierto y lo tradicional, y al lado de datos seguros admite leyendas bellas, y para quien el pasado no tiene un valor simplemente informativo sino, en gran manera ejemplar» (Riquer 1976: 33). Y seguramente en este sentido de buscar sobre el territorio legendario una guía o un estímulo para el presente surgen leyendas como la que he refundido.
Ese valor simbólico del héroe ya lo percibía claramente Ramón Menéndez Pidal –el estudioso que más contribuyó a la construcción del Cid como emblema identitario- cuando en su resumen final al romancero cidiano escribe: «El cadáver del Cid, repatriado entre lanzas victoriosas, se abre paso a través de los almorávides aterrados, y va a Castilla como sagrado símbolo de nobleza, de toda lealtad, siempre imponente, siempre vencedora.., siempre combatida» (Menéndez Pidal 1969: 104).