La mendiga llevaba días merodeando en torno al convento. Su ropa olía a alcohol, al humo de las tabernas y a esa mezcla característica de suciedad e intemperie que envuelve a los vagabundos, pero su rostro aún delataba unos rasgos bellos bajo las arrugas, las llagas y las pústulas que la vida callejera había ido dejando en él. Para protegerse del acoso de unos muchachos que la rodeaban burlándose de ella y, cuando los chicos empezaron a arrojarle bolas de nieve, la pobre se atrevió a entrar en el zaguán del monasterio y allí se quedó tirada en un rincón, lamentándose entre susurros de su desgraciada existencia.
Entonces la hermana portera se acercó a la mujer que tiritaba de frío y, apiadada de su lamentable aspecto, la hizo cruzar la verja de clausura. Nada más empezó a limpiarle la cara con un paño humedecido, la portera mostró gran sorpresa y preocupación, diciendo luego a grandes voces:
-Pero, hermana Beatriz, ¿qué os ha ocurrido? ¿Cómo es que os encontráis en este estado? Es como si muchos años hubieron pasado sobre vos en un momento. Y, tomándola de la mano, le codujo por los fríos claustros hasta la capilla que había enfrente de la entrada:
-Esperad aquí un instante, que os traeré ropas y os lavaré antes de que las otras hermanas puedan veros. Luego me contaréis qué os ha pasado, pues yo os vi partir esta mañana, limpia y alegre como siempre a hacer la compra en el mercado y ahora regresáis así, hecha un eccehomo.
Entonces, la monja –que había sido la tesorera del convento desde hacia años- entró tambaleándose en la capilla y se arrodilló delante del altar de la Virgen:
-Perdonadme –dijo en voz baja-, mi señora, hace quince años que dejé este convento siguiendo el loco amor que un gallardo caballero dijo sentir por mí y en el que yo inocentemente creí. Me escapé con él a Lisboa y llevé una vida licenciosa hasta que el caballero, cansado de su capricho, me abandonó en una encrucijada y llevo años dando tumbos por esos caminos, calles y posadas. No merezco vuestro perdón, pero sabéis que siempre fui devota vuestra y, si ahora pudiera elegir, no volvería a dejar este convento en que fui tan feliz. Fue el hastío de esa misma felicidad lo que me hizo correr tras de aquel bribón, pensando que la felicidad estaba fuera.
La hermana portera estaba llegando a pasos cortos y presurosos hasta la puerta de la capilla con ropas limpias, cuando la monja vio delante del altar los mismos hábitos y llaves que había dejado junto a la Virgen el día que decidió irse del convento. Y, entonces, comprendió que sólo podía haber ocurrido una cosa: que la virgen, por cuya mejilla resbalaba una lágrima de sangre, había ocupado su lugar durante tan larga ausencia, fiel a la tarea que la monja huida le encomendara al partir. De esta manera, nadie había sospechado nada, pues todos creían que era la misma Sor Beatriz quien continuaba en su puesto, cumpliendo cada vez con más celo y perfección sus faenas y cometido de tesorera.
La monja lloró, se arrepintió sentidamente y determinó llevar una vida más ejemplar aún que la que había llevado hasta que dejó aquellos santos muros. La vida le daba otra oportunidad. La Virgen, en correspondencia a lo devota que Beatriz siempre fue de ella –aun durante el periodo de su existencia en que vivió en pecado- había hecho un milagro inestimable: el prodigio de borrar los errores pasados sin dejar huella ni daño y que la monja pudiera retomar su vida en aquel punto donde la había abandonado.
Beatriz cogió sus antiguos hábitos y se fue con la portera sin decir nada, como el tiempo no hubiera transcurrido mientras tanto.
Una amarillenta luz conventual iluminaba las baldosas de arcilla del largo pasillo que conducía a las celdas.
Podría añadirse a las últimas líneas de este texto: «Eran las doce del mediodía y las campanas del convento repicaron alborozadas». Sería un final muy fácil y totalmente en la tradición de los milagros populares. Pero he preferido dejar la imagen parada ahí, con la monjita adentrándose por el pasillo; sintiendo la alegría de recuperar el pasado, aunque también sepa que ella es, ya, otra. He preferido, pues, dejar situada a la monjita ante las incógnitas de su propia vida.
Es ésta una de las leyendas de la tradición mariana que ha recibido más amplio tratamiento por parte de los autores de la literatura considerada como «culta». El tema ya fue recogido –con variantes- en tres de las Cantigas que mandó reunir Alfonso X el Sabio (las XCIII, LV y CCLXXXV). Uno de los aspectos que más cambia en ellas es la identidad del seductor que aparece, alternativamente, como un caballero –al igual que en nuestro texto-, el abad del monasterio o un sobrino de la abadesa. En dos de las cantigas la protagonista tiene hijos y en la otra no, produciéndose en la segunda un reencuentro entre madre e hijo cuando la monja es ya anciana.
También figura el mismo asunto de la monja sacristana o tesorera reemplazada por la Virgen en la medieval Recull d’eximplis e miracles (1881), donde la escapada de la joven no es conocida por nadie hasta que ella misma se la cuenta al confesor, al llegar la hora de su muerte. Pero son las recreaciones artísticas de la leyenda las que le han proporcionado mayor fama y difusión. Su argumento inspiró a Lope de Vega La buena guarda, o la encomienda bien guardada, sirve de base a la novelista de «Los felices amantes», incluida en El Quijote de Avellaneda, y constituye la fuente principal del auto de Vélez de Guevara que lleva el título de La abadesa del cielo. Con todo, la obra que más contribuirá a volver a popularizar la vieja narración – ya en el siglo XIX- es Margarita la tornera, de Zorrilla, probablemente inspirada, sin embargo, en modelos franceses inmediatamente anteriores.
En su tradición popular, la leyenda no parece netamente localizada en un punto o zona de la península, ni en lo que atañe a dónde se sitúa el hecho ni en lo que toca a dónde pudo empezar a expandirse. La composición de Zorrilla se ambientaría, no obstante, en el Convento de las Clarisas de Palencia capital que el poeta debía de conocer bien, y la versión catalana del Recull…indicaría una antigua implantación en esa parte de España. Viejas son también las versiones francesas recogidas en varios Fabliaux que cita García de Diego (1958: 132). Este autor sigue el ejemplo de Recull…y, como en él o en la versión del cuentista francés Nodier, da el nombre de Beatriz al personaje de la monja, siendo –asimismo- revelado el milagro por ella cuando está en el lecho de la agonía:
«Llegada su última hora, Beatriz llamó a toda la comunidad, que la rodeó en su lecho de muerte, ya en alta voz confesó su pecado, descubriendo el prodigio obrado por la Virgen, que durante quince años desempeñó por ella el cargo de sacristana. Fue todo ello atestiguado por el confesor. Y murió santamente en aquel instante» (García de Diego 1958: 176).
Puede suponerse que, en mi texto, no he pretendido emular los destacados precedentes escritos de la leyenda, que van de Lope a Zorrilla, siguiendo más bien las sugerencias abiertas en algunos de los relatos populares de la misma recogidos desde antiguo. Y es –en ese sentido- que me he centrado en lo que tiene este milagro de segunda oportunidad para pecadores. Siempre –vendría a decirnos lo más sustancial de esta historia- resulta posible retomar el hilo de nuestra vida, al margen de puntuales equivocaciones, si se tiene la suficiente fe para ello.