Este era un mozo de Albares de la Ribera, en el Alto Bierzo leonés, que presumía de ser el más valiente de su comarca. La gente hablaba de que, en una fuente llamada del Cubillo, a la que se atribuían extrañas propiedades y en torno a la cual la gente se reunía a contar historias, no podía irse porque uno podía encontrarse con la Huéspeda. Es la Huéspeda la comitiva de almas en pena que camina entre la niebla por las noches, avisando a quien ha de morir o suplicando oraciones de los vivos para que sus penas se alivien. Pues la Huéspeda, a la que en otros lugares del norte de España llaman Güestia o Santa Compaña, está formada por almas condenadas a vagar por el mundo hasta que sus culpas se les perdonen. Y dicen quienes se han encontrado con ella que, delante de la Huéspeda, va una figura de más altura que las otras con una cruz de madera, detrás otra con un caldero de agua bendita y el hisopo para lanzarla, otras con faroles que son tibias encendidas y una última –cerrando la estremecedora procesión- con una campanilla que es lo primero que se oye cuando la Huéspeda se acerca.
El mozo hizo una apuesta con otros muchachos del pueblo –que empezaron a picarle con que no se atrevería a pasar una noche en la fuente- porque no creía en tales cosas y hasta llegó a decirles que, si se encontraba a «los huéspedes», ya se encargaría de molerles las espaldas a palos, porque eran habladurías de viejas sobre monjes disfrazados de fantasmas para atemorizar a la gente y conseguir más donativos para la iglesia. De nada sirvió que los más mayores le advirtieran de que una muchacha que tuvo que cruzar el paraje de noche hacía unos años volvió despavorida al pueblo, como si hubiera envejecido de repente, y murió poco después.
Se encaminó el mozo hacia el fatídico lugar, al atardecer de un día de invierno, y no había llegado aún cuando vio a lo lejos, bajando por la sierra de San pedro, unas luces que avanzaban titubeantes. Las luces empezaron a moverse a una endiablada velocidad en dirección a él, primero eran veinte o treinta, pero luego parecían muchas más. Creyó ver miles de ellas volteando sobre su cabeza y, entonces, el joven echó a correr sin recato hasta que alcanzó el puente del río en donde, al observar que las luminarias le cercaban por todos los lados, se tiró al suelo tapándose el rostro con sus manos. Alí estaba –tumbado en tierra- cuando oyó una voz que decía:
-¿Lo tiramos aquí?
Y, después, escuchó otra que exclamaba:
-¡Esperad, yo lo conozco!
Se incorporó el mozo cuando la figura, que era la que cerraba la comitiva tocando la campanilla, y parecía sólo un resplandor de luz, se adelantó a todos los demás y se dirigió a él diciendo:
-¿No eres tú Vitín, el hijo de Andrés y Gloria?
Y le dio todas las señas de su familia.
A lo que el mozo asintió aterrorizado.
-Yo soy tu tío y padrino y por eso te vas a salvar. Nunca jamás vuelvas a hacer una apuesta que eso será tu perdición como lo fue la mía, que perdí todo lo que tenía y me ahorqué de aquel árbol de allí delante. Por tal causa estoy condenado a deambular por estas montañas hasta el fin de los tiempos.
El espectro más grande, al que llaman Estadea o Estadiña, se acercó al mocetón –que temblaba como un niño- y añadió en tono amble:
-Necesitarás una luz para encontrar tu casa. Toma este cirio que alumbrará tus pasos.
El muchacho emprendió el camino de regreso, pero nada más dejó de ver las luces de la Huéspeda detrás, se fijó en el cirio y –al mirarlo- lanzó un tremendo grito de terror soltando aquel extraño farol en el acto: lo que llevaba en su mano era un hueso humano ardiendo como una tea.
Le pareció oír carcajadas fantasmales tras de sí y salió corriendo, tropezando y volviendo a levantarse, hasta llegar al pueblo. Durante muchos días fue incapaz de articular palabra y al final sólo dijo:
-Ahora que estamos vivos
convidamos, como amigos,
pero cuando estemos muertos
nos mantendremos de higos
que cojamos por los huertos.
Y esto sería lo único que volvería a decir Vitín –repitiéndolo una y otra vez- en lo que le restó de vida.
La huéspeda de ánimas, sobre la que existen abundantes relatos en la tradición oral leonesa, viene a corresponderse con la Güestia asturiana y la Santa Compaña de tierras de Galicia. Todas estas palabras designan la aparición de una procesión de almas en pena, aunque parece que la huéspeda –sin ser precisamente un buen presagio- no resulta tan dañina como las otras comitivas, ya que suele limitarse a «propiciar augurios de muerte a los caminantes, que durante la noche se topan con ella» o a hacer «visitas a los enfermos de gravedad, anunciándoles su próximo fallecimiento» (Rúa Aller y Rubio Gago 1986: 45).
La etimología de estos términos remite a huest antigua –denominación ya documentada en el siglo XIII-, a la que estaría también ligado el vocablo, aparentemente posterior, de estantigua, que significa igualmente visión fantasmal y pavorosa. Pero la estantigua es verdaderamente una hueste o ejército furioso, convocado por el diablo, y la huestia o la huéspeda sólo una procesión de ánimas a las que se cree condenadas. Suele aceptarse que todos estos términos proceden de la construcción latina hostis antiqüus, «el viejo enemigo», que es como los Padres de la Iglesia llamaban al demonio, dado que de hostis deriva justamente la palabra «hueste». Sin embargo, se han propuesto otras etimologías, como la de Constantino Cabal que relacionaba a la estantigua con la estadea que encabeza las comitivas fantasmales y a ambas con el «estadal» sobre el que se sostienen las velas o las «estatuas» que representan a los muertos (Cabal 1988: 201-202).
Las distintas versiones sobre este tipo de apariciones coinciden en describirlas con las características y diversas figuras que recojo en mi texto: aspectos que, por otro lado, se corresponden con los que resultarían propios de cualquier procesión de simples mortales. Así, Rúa Aller y Rubio Gago –a los que he seguido preferentemente en la reelaboración de esta leyenda- se refieren a las cinco ánimas que acostumbran a componer la huéspeda como personajes que llevan bien un cirio, bien un estandarte, un hisopo, un farol o una campanilla (Rúa Aller y Rubio Gago 1986: 46).
Prácticamente los mismos elementos que aparecen en la narración que –al respecto- ofrece Merino (2005: 217).
A veces, entre las ánimas que van en procesión hay una que reconoce al desdichado o desdichada que topa con ella y eso es lo que salva la vida al caminante, como le ocurrió a un pastor del Bierzo:
«En Quilós cuentan que un pastor se durmió una noche en el campo y las ánimas le olieron cuando pasaban, porque todas las noches andan por los pueblos y los campos haciendo su ronda; al pobre pastor iban a llevárselo con ellas, pero entre las ánimas iba la madrina del pastor que le reconoció y le salvó» (Alonso Ponga y Diéguez Ayerbe 1984: 244).
Con frecuencia también los muertos dan al encontradizo un cirio que no es sino «un pedazo de hueso humano ardiendo», como sucede en el relato sobre una costurerita de Libardón, en el partido asturiano de Colunga, que le contaron a García de Diego y este autor recoge en su Antología (García de Diego 1958: 316); o el cirio se convierte en cadáver, según refiere otra narración asturiana que recopila García de Diego acerca del mismo asunto (García de Diego 1958: 285-286).
Pero –como ocurre con otros aparecidos- parece que también en estos casos se daba el fraude, ya como broma para ahuyentar a propios y extraños, ya como forma de amedrentar a las gentes y poder, así, manipularlas mejor. De una y otra modalidad proporcionan ejemplos Alonso Ponga y Diéguez Ayerbe, consignando –más en concreto- ciertas insistentes habladurías del Bierzo en relación con la segunda de ellas:
«Cuentan en Tremor de Arriba que por las noches de invierno venían desde el convento de Cerezal una procesión de ánimas con las capuchas puestas y velas encendidas en las manos, llegaban hasta el pueblo y se acercaban a la casa de algún vecino fallecido recientemente y decían a sus herederos que si no cedían tal o cual finca al convento el alma del finado no saldría del infierno» (Alonso Ponga y Diéguez Ayerbe 1984: 244).
Pero la creencia en estos fantasmas itinerantes que vienen de remotos tiempos no se reduce a una pervivencia de aldeas leonesas, asturianas o gallegas; Pedrosa y Moratalla transcriben distintas versiones –localizadas en lugares tan distantes como Madrid o Almería- que han sido relatadas por jóvenes estudiantes de ahora mismo. En una de ellas, la referencia las ánimas resulta tan lejana que se llama a la procesión «Santa Comparsa». No obstante, lo sustancial de la narración permanece: nosotros podemos ser la próxima alma que reciba un cirio de los encapuchados y se vea obligada a vagar con ellos hasta que podamos pasar la misma vela a alguien que nos reemplace:
«…si, tranquilamente, esa noche paseas por la calle y oyes los tambores tocando canciones fúnebres, debes echar a correr, pues si tú los ves, no te ocurre nada, pero si ellos te ven a ti, aparecerás con una vela junto a ellos, y eso indicará que has llegado a la otra vida» (Pedrosa y Moratalla 2002: 150-151).