No hace tanto tiempo que, en tierras de Galicia y León, se creía que una persona podía convertirse en lobo o nacer ya como tal por variadas causas: una, por ser el último hijo de una familia en la que hubieran nacido siete varones y ninguna mujer; otra, por haber tenido la osadía de nacer un 24 de diciembre comparándose así indebidamente con Jesucristo, además de distraer a la naturaleza en hora tan señalada; y, en último lugar, por haberle echado esa maldición los padres o alguien que le quisiera mal.
Estos lobishomes vivían apartados de los humanos en los bosques, alimentándose de los animales que cazaban y destrozándolos con sus dentelladas como hacen los lobos. Quienes los veían no sabían distinguirlos de los propios lobos, porque andaban a cuatro patas y hacían sus necesidades como ellos. De noche, se transformaban en estos animales y, de día, volvían a recobrar su forma humana. Y también, antaño, se decía haber visto por los caminos a otros hombres vestidos con piel de lobo que aullaban a la luna y conducían a manadas de estas bestias, atacando juntos vacas y ovejas. E incluso que las manadas guiadas por tales licántropos, mucho más peligrosas y audaces que las formadas sólo por lobos, llegaban a atacar a los niños que se perdían y a comerlos hasta hartarse de ellos.
Hubo un caso concreto de un rico ganadero del Bierzo –en una aldea cercana a Páramo del Sil- que, además, era un gran aficionado a la caza, y maldijo a su hijo a vagar por los montes como un lobo porque no conseguía que le obedeciera ni se ocupara de sus rebaños. Esa misma noche, el muchacho, que se había ido a la feria de un pueblo cercano a vender unas vacas, ya no regresó y su padre pensó que los salteadores de caminos lo habrían matado para robarle el dinero que llevaba. Poco después, se empezó a hablar de un enorme lobo que capitaneaba una fiera manada y recorría la comarca. Los pastores llegaron a temerlo como a ningún otro pues él y su banda de asesinos no sólo mataban reses y yeguas de gran tamaño, atreviéndose a enfrentarse con los más corpulentos mastines, si no que se las llevaban a ocultar en una incógnita gruta de la montaña para írselas comiendo después, como si se tratara de una macabra y lobuna despensa. Nunca habían sido atacadas tantas cabezas de ganado en tan poco tiempo, y el padre, que era –como se ha dicho- un cazador experto, se vio casi sin pretenderlo mandando una partida de hombres armados que siguió las huellas de la manada hasta su madriguera. Allí mataron a buena parte de los lobos y –finalmente- el ganadero se encontró frente a frente con el jefe de la manada a la entrada de la cueva. Lo encañonó, pero el lobo no se movió ni un ápice y, cuando iba a disparar, vio que el lobo se echaba a tierra como un cachorrillo arrepentido que pidiera perdón. Se acercó a él y le pareció ver que de sus ojos rojizos y feroces se deslizaba una lágrima. Entonces, el hombre –que era padre antes que cazador y ganadero- lo comprendió todo y se abrazó a él con todas sus fuerzas.
Y sigue diciendo la leyenda que el temible lobo –en ese mismo instante- volvió a convertirse en el pobre muchacho al que su padre enfurecido había hecho objeto de una terrible maldición. El famoso cazador nunca volvió a cazar lobos y el hijo se tornó para siempre en un responsable y afanoso ganadero que acrecentó sus rebaños y hacienda.
No es necesario recordar la amplia difusión de las leyendas sobre licántropos. Ni su variado tratamiento, que va de obras literarias destacables a alguna famosa canción de la «música pop», pasando por un buen número de versiones cinematográficas. Sin olvidar las informaciones acerca de niños y niñas lobos, supuestamente criados por ellos y convertidos en un miembro más de la manada, que siguen sorprendiéndonos desde los medios internacionales de comunicación. Ya en el Satiricón de Petronio aparece un caso de hombre –lobo contado como relato legendario por boca de uno de los personajes de la obra. Esto es lo que se narra de un militar de muy lobunas costumbres:
«…vi que el militar se desnudaba e iba depositando sus ropas al borde del camino. Me asusté, quedándome inmóvil como un cadáver. Aún aumentó más mi temor al ver que orinaba alrededor de sus vestidos y, en el mismo instante, se convirtió en lobo. No creáis que estoy bromeando. No mentiría ni por todo el oro del mundo (…) Nada más convertirse en lobo comenzó a aullar y se internó en el bosque» (Petronio 1970: 86).
Cuando el militar vuelve a ser visto tiene una lanzada en su cuerpo, como un lobo que había atacado una majada la noche anterior degollando a todos los carneros.
La descripción que suele hacerse de las causas por las que uno puede convertirse en licántropo en la zona donde parecen estar más difundidas estas creencias dentro de España –que es la del Noroeste peninsular- distingue motivos congénitos y adquiridos. Así, según recojo al principio de mi texto, la licantropía dependería del día o el orden de nacimiento (dentro de una misma familia) o de las maldiciones –en ese sentido- que puedan recibirse por parte de otras personas. Para curar del mal, visto popularmente como una especie de enfermedad, hay algunos remedios bastante drásticos, como el de quemar la piel lobuna que envuelve al desgraciado. En nuestro país existen casos documentados de presunta licantropía desde el año 1576, cuando la Inquisición prende al licenciado Amador de Velasco por utilizar fórmulas mágicas «para que se juntes los lobos de un término donde quisiéredes» (Rúa Aller y Rubio Gago 1986: 140). Pero relatos legendarios acerca de hombres y mujeres que se transforman en lobos abundan especialmente en Galicia y en las provincias de León y de Zamora, no sabemos si por esa pretendida influencia céltica que tan a menudo quiere descubrirse en ciertas tradiciones que se han conservado hasta hoy.
A este respecto, se ha señalado –por ejemplo-, incidiendo en el carácter totémico que el lobo habría tenido para estos antiguos pobladores de la península, que «en el año 152 a. de C., los nertobrigenses sitiados por Marcelo destacaron a un heraldo cubierto con pieles de ese animal» (Sánchez Dragó 1979: 219). Un informante de César Morán Bardón, que le contó en la localidad sanabresa de Avedillo (según lo oyó referir a los ancianos del pueblo), la transformación en lobo de un hombre que tenía la fada –o sea, el encantamiento o maldición-, aclaraba que tales fadas eran propias de Galicia, aunque a veces pasaban también a Sanabria, «por estar en la vecindad». En este relato, el encuentro se produce entre una mujer y su marido –que es el lobishome-, y ella, que ha sido atacada por el licántropo, descubre el encantamiento cuando se da cuenta de que el esposo tiene aún en sus dientes hilos de la saya que le había arrancado al perseguirla. El enfermo, entonces, se disculpa con toda naturalidad y sin mucho empeño:
«Yo fui, mujer, pero es que de pequeño me echaron la fada, y de vez en cuando me convierto en lobo. Yo no quiero hacer daños; pero no puedo por menos» (Morán Bardón 1986: 100).
De tierras gallegas es también la leyenda de «La reina loba» que recoge García de Diego, una extraña historia sobre una monarca fiera y opresora que atemorizaba a sus súbditos hasta que los habitantes de Figueirós, localidad cercana a Orense, tras rebelarse contra sus abusos le dieron muerte y arrojaron su cadáver desde lo alto de la muralla de su castillo.
Y dicen que en toda la comarca se canta, desde entonces, la siguiente copla:
Mataste a Reina Loba,
Pueblo de Figueirós,
Mataste a Reina Loba,
Hidalgo quedaste vos
(García de Diego, Vol. I, 1958: 266-267).
El mismo autor ofrece la narración popular alemana de «Diterico el Lobo», que –como más de una vez se ha hecho notar- recuerda en varios aspectos a la del príncipe Segismundo de «La vida es sueño»: Un rey determina la muerte de su hijo, al que cree fruto de amores adúlteros, pero éste sobrevive asombrosamente entre los lobos, por lo que recibirá ese nombre, y –con el tiempo- llegará a reinar (García de Diego, Vol. II, 1958: 1188). Manuel Llano, de otra parte, refiere cómo en Cantabria también se creía en hadas o anjanas que se convertían en lobos, pero en su caso con un buen fin :»…pa matar y espantar a los lobos de verdad que comen a las probes ovejas» (Llano 1934: 75).
Para elaborar mi texto, me he servido de versiones zamoranas y leonesas, y en especial de la sanabresa ya citada que publicara Morán Bardón y de otras localizadas en tierras lucenses por José María Merino. En la que sitúa en la tierra de Laurel, fronteriza con El Bierzo, la mujer que se convierte en loba comparte características benefactoras con las anjanas de Llano, pues –por ejemplo- «impidió que los lobos atacasen a unos portugueses que pasaban sal de contrabando» (Merino 2005: 260). La relación mítica del hombre con el lobo, que es entendido a menudo como antagonista pero también como fiera semejante y complementaria, quedó bien explicada en un lúcido párrafo de Pierre Grimal, a propósito del archiconocido origen legendario de la civilización romana. Los lobos, viene a decir este gran conocedor de la Historia Antigua, habrían contribuido a que los hombres –una vez incorporaron a este animal dentro de su universo simbólico- se sintieran menos solos:
«En los bosques que recubrían las colinas romanas había lobos, por lo que a los pastores que las habitaban no les fue difícil imaginar que una divinidad tutelar, más poderosa que los lobos, pero en todo caso bastante allegada a ellos, podía, misteriosamente, ser su antepasada. Este parentesco les hacía sentirse menos solos en el mundo, que, sin esta afinidad revelada y afirmada por los poetas, les hubiera resultado un lugar terriblemente solitario» (Pierre Grimal 1999: 10).
De este modo, lo que individualmente podría muy bien ser considerado síntoma de delirio –creerse un lobo o descendiente de él-, como mito fundacional de una colectividad dotó a sus miembros de una inusitada fuerza, de un verdadero capital simbólico, que les tornaría capaces de conquistar gran parte de los territorios hasta entonces conocidos.