Todavía se contaba hasta hace no mucho tiempo, y quizá se cuente aún en el entorno del pueblo leonés de Isoba, que un herrero blasfemo y mal cristiano murió sin confesión, no sabemos si habiendo firmado papeles con el diablo o no. Caso de que fuera capaz de firmarlos. Y que lo enterraron en un lugar apartado de la iglesia, pero dentro del recinto, según era costumbre entonces. También decidían que, desde ese mismo momento, se escuchaban horrísonos golpes todas las noches que procedían de lugar en que se encontraba su tumba.
En el pueblo existía, pues, un gran temor respecto al posible origen satánico de tal estruendo. Las viejecitas se pasaban las tardes rezando rosarios por lo que pudiera pasar y, al anochecer, nadie se atrevía a cruzar sin compañía el umbral de la iglesia. Sólo un soldado valeroso y resuelto, que había vuelto al lugar después de haber pasado muchos años sirviendo fielmente a su rey, se atrevió a quedarse una noche entera –escondido en el púlpito- para comprobar qué ocurría.
Los ruidos se oían desde fuera y bien lejos del templo. Pero el soldado no se amedrentó. Y allí estuvo oculto hasta que, bien entrada la noche, vio a cuatro siluetas negras saliendo cautelosamente de la sacristía y golpeando con unos martillos en el ataúd del herrero para arrancar los clavos uno a uno. El soldado ni respiraba ni se movía, más de pronto escuchó decir a las laboriosas sombras:
-¡Vamos, que ya es nuestro!
Y como pensara que se referían a él, fue y salió corriendo de su escondite. Las figuras lo cercaron entonces. Y el hombre aterrorizado aún acertó a espetarles:
¿Quiénes sois y qué hacéis aquí, buena gente?
-Somos cuatro demonios, así que de buenacitos nada. Guárdate las bromas para tus compañeros de milicia.
Contestó muy tranquilo y un poco desafiante el más alto y primero de los demonios, que parecía su jefe. Y siguió diciendo el segundo, uno regordete que hacía muecas al hablar pero miraba de hito en hito, con cierto porte de diablo intelectual y resabido:
-Hemos venido a llevarnos lo que es de nuestro señor y nada más a él corresponde: no sólo el alma, que eso del alma es una tontería, una llamita pálida y minúscula que sacralizáis los creyentes, sino también el cadáver de este herrero que para nosotros resulta mucho más importante.
Y apuntó un tercero, que era fuerte y hablaba con un pedazo de vozarrón:
-Pero el cuerpo se nos resiste porque el ataúd está bien clavado y además lleva encima una mortaja bendecida.
-De modo que nos está dando mucho trabajo.
Dijo el cuarto demonio, bajo y contrahecho, limpiándose los mocos satánicos con su manga renegrida.
El soldado no esperó a saber más. Tiró entonces del cadáver que estaba a medio sacar y poniéndose rápidamente la mortaja les gritó:
-Pues ahí lo tenéis.
Y salió corriendo con la sabana de la mortaja envolviéndolo. No puede decirse de él que corrió como alma que lleva el diablo, sino más bien como una que los diablos no llegaron a llevarse.
Y es que los demonios no pudieron hacerle nada porque la mortaja le protegía. Parece que se marcharon ya, en ese momento, con el cuerpo del herrero.
Y esa misma noche dejaron de oírse los espantosos golpes.
En el pueblo segoviano de Martín Muñoz de las Posadas, sito entre Ávila y Valladolid, murió a finales del siglo XVI un licenciado en leyes de apellido Gutiérrez del que se decía ser más docto aún en magia que en abogacías y haber mantenido incluso encuentros y tratos con el diablo, «manejando con soltura la baraja de los pecados capitales». Tanto corrió ese rumor, primero, por los pueblos de alrededor y –después- por toda Castilla, que llegó a creerse y decirse que Satán se había llevado no sólo su alma sino también su cuerpo a los infiernos.
Hubo pliegos que se hicieron eco en letra impresa de este caso admirable y espantoso que tanto revuelo causó en su tiempo. Y es sabido que encarcelaron a su autor una vez los herederos del licenciado lo acusaron de difamar la memoria del difunto y que se siguió una laboriosa causa por la que la Santa Inquisición investigó lo sucedido con la diligencia y rigor que le eran propios. El triste poeta y cantor, que aunque no era del todo ciego iba en hábito de ello, es decir, que vivía itinerantemente como los copleros ciegos –cantando y vendiendo sus historias-, fue condenado a galeras, pero no por eso dejó de difundir otros muchos relatos fabulosos cuando, finalmente, volvió con nombre supuesto a ejercer su actividad. Hasta entonces decía llamarse Mateo Brizuela y ser natural de Dueñas, y esa pequeña vanidad que tiene todo escritor de proclamar su nombre y patria le perdió, por lo que cuando volvió a las andadas habría utilizado otro nuevo, el de Mateo Sánchez de la Cruz, si es cierta la tesis apuntada por Pedro Cátedra –estudioso del caso- de que ambos son heterónimos del mismo autor (Cátedra 2002). Se comentaba en todo caso (entre otras muchas cosas a cuál más increíble), y antes de que el pobre Brizuela se atreviera a escribir nada y a fantasear sobre los pactos diabólicos del letrado Gutiérrez, que al no existir cadáver –porque los demonios lo habría raptado- lo que fue enterrado en el sepulcro del finado no era más que un atadillo de pajas simulando un cuerpo.
Pero ése no era un rumor que se hubiera difundido exclusivamente acerca de este abogado, ya que –como vemos por la leyenda que he refundido- se decía lo mismo de todo mal cristiano sospechoso de brujería y tratos con Satán. Se suponía, incluso, que existían documentos al respecto firmados por el propio diablo, en que el tenebroso príncipe y su acólito se comprometían –mediante un contrato como cualquier otro- a cumplir con una serie de cláusulas y que la última de ellas era que el servidor y beneficiario del maligno se entregaba en hueso y carne, y no sólo en espíritu, a su contratante y nuevo señor. El diablo o sus notarios, por cierto, solían estampar al final su nombre y rúbrica con bastante mala letra –a juzgar por los pactos documentados que se conservan-, quizá porque en las escuelas infernales no se aprenda demasiado bien a escribir. En ocasiones, el pacto con el diablo sólo requiere un alma en prenda, sin papeles ni firmas, y puede ser suscrito por todo un pueblo: tal es el caso de la leyenda italiana sobre Cividale, en que los habitantes de este lugar acuerdan entregarle al maligno el alma del primer ser vivo que cruce el puente construido por aquél para que puedan cruzar el río Natisone. El primero en hacerlo es un perro, de lo que se deduce que –para el diablo, al menos, y para los que cuentan la leyenda también- los animalitos tienen alma; pero el demonio se enfadó tanto que arrojó al can contra una roca del río y allí quedó el pobre petrificado asomando su cabeza sobre las aguas (García de Diego 1958: 748). La leyenda del pacto con Satán encuentra en Fausto, mucho antes de que Goethe la tratara y convirtiera en paradigma de la literatura universal, una de sus modalidades más creíbles. Y es que el asunto del médico o doctor –no importa mucho en qué ciencias- que firma tratos diabólicos para lograr curaciones milagrosas y adquirir conocimientos sobrehumanos resulta bastante verosímil para todos aquellos que piensan que el saber tiene siempre procedencia sospechosa.
En el Museo Provincial de Valladolid, todavía se muestra a los visitantes «el sillón del diablo», un sillón de cuero como tantos del siglo XVI, que –según se cree- perteneció al licenciado Andrés de Proaza, quien fue condenado a la horca por practicar la vivisección de un niño. Y aún se dice de la silla en cuestión que todo el que se atreve a sentarse en ella muere o se vuelve inusitadamente sabio. El riego parece demasiado grande y más en tiempos como los que vivimos en que la ciencia no merece demasiado aprecio. La tradición universitaria sobre el sillón y el licenciado se mantuvo oralmente viva durante mucho tiempo hasta que fue recogida en libro por Saturnino Rivera Manescau quien contribuyó a fijar y difundir la leyenda (1948). Para mi texto aquí ofrecido, en el que he intentado refundir los ecos de todas estas leyendas, sigo una narración popular recogida por Morán Bardón en León, acerca de la pequeña iglesia parroquial de Isoba (Morán Bardón 1948: 74-75).
Este tipo de relatos es anterior a la difusión del cristianismo y a la invención del propio diablo, como se demuestra en una historia que Trimalcio, el nuevo rico, cuenta en el Satiricón: allí, el cuerpo de un niño resulta ser presuntamente arrebatado por las brujas quedando en su lugar «un maniquí relleno de paja, que no tenía corazón ni entrañas, ni era húmedo» (Petronio 1970: 87-88). De lo que se deduce que la creencia en la capacidad de la brujería para hacer desaparecer cadáveres es tan antigua como el autor de esta obra. O bastante más, si tomamos en consideración que la narración se encuentra ubicada en una parte del libro donde varios personajes intercambian y comparten relatos legendarios. ¿Por qué sabemos que lo son? Porque, aparte de existir a lo largo del tiempo otras versiones conocidas de ellos, todos quienes los cuentan se esfuerzan en asegurar que son «verdad»-
En el pueblo existía, pues, un gran temor respecto al posible origen satánico de tal estruendo. Las viejecitas se pasaban las tardes rezando rosarios por lo que pudiera pasar y, al anochecer, nadie se atrevía a cruzar sin compañía el umbral de la iglesia. Sólo un soldado valeroso y resuelto, que había vuelto al lugar después de haber pasado muchos años sirviendo fielmente a su rey, se atrevió a quedarse una noche entera –escondido en el púlpito- para comprobar qué ocurría.
Los ruidos se oían desde fuera y bien lejos del templo. Pero el soldado no se amedrentó. Y allí estuvo oculto hasta que, bien entrada la noche, vio a cuatro siluetas negras saliendo cautelosamente de la sacristía y golpeando con unos martillos en el ataúd del herrero para arrancar los clavos uno a uno. El soldado ni respiraba ni se movía, más de pronto escuchó decir a las laboriosas sombras:
-¡Vamos, que ya es nuestro!
Y como pensara que se referían a él, fue y salió corriendo de su escondite. Las figuras lo cercaron entonces. Y el hombre aterrorizado aún acertó a espetarles:
¿Quiénes sois y qué hacéis aquí, buena gente?
-Somos cuatro demonios, así que de buenacitos nada. Guárdate las bromas para tus compañeros de milicia.
Contestó muy tranquilo y un poco desafiante el más alto y primero de los demonios, que parecía su jefe. Y siguió diciendo el segundo, uno regordete que hacía muecas al hablar pero miraba de hito en hito, con cierto porte de diablo intelectual y resabido:
-Hemos venido a llevarnos lo que es de nuestro señor y nada más a él corresponde: no sólo el alma, que eso del alma es una tontería, una llamita pálida y minúscula que sacralizáis los creyentes, sino también el cadáver de este herrero que para nosotros resulta mucho más importante.
Y apuntó un tercero, que era fuerte y hablaba con un pedazo de vozarrón:
-Pero el cuerpo se nos resiste porque el ataúd está bien clavado y además lleva encima una mortaja bendecida.
-De modo que nos está dando mucho trabajo.
Dijo el cuarto demonio, bajo y contrahecho, limpiándose los mocos satánicos con su manga renegrida.
El soldado no esperó a saber más. Tiró entonces del cadáver que estaba a medio sacar y poniéndose rápidamente la mortaja les gritó:
-Pues ahí lo tenéis.
Y salió corriendo con la sabana de la mortaja envolviéndolo. No puede decirse de él que corrió como alma que lleva el diablo, sino más bien como una que los diablos no llegaron a llevarse.
Y es que los demonios no pudieron hacerle nada porque la mortaja le protegía. Parece que se marcharon ya, en ese momento, con el cuerpo del herrero.
Y esa misma noche dejaron de oírse los espantosos golpes.
En el pueblo segoviano de Martín Muñoz de las Posadas, sito entre Ávila y Valladolid, murió a finales del siglo XVI un licenciado en leyes de apellido Gutiérrez del que se decía ser más docto aún en magia que en abogacías y haber mantenido incluso encuentros y tratos con el diablo, «manejando con soltura la baraja de los pecados capitales». Tanto corrió ese rumor, primero, por los pueblos de alrededor y –después- por toda Castilla, que llegó a creerse y decirse que Satán se había llevado no sólo su alma sino también su cuerpo a los infiernos.
Hubo pliegos que se hicieron eco en letra impresa de este caso admirable y espantoso que tanto revuelo causó en su tiempo. Y es sabido que encarcelaron a su autor una vez los herederos del licenciado lo acusaron de difamar la memoria del difunto y que se siguió una laboriosa causa por la que la Santa Inquisición investigó lo sucedido con la diligencia y rigor que le eran propios. El triste poeta y cantor, que aunque no era del todo ciego iba en hábito de ello, es decir, que vivía itinerantemente como los copleros ciegos –cantando y vendiendo sus historias-, fue condenado a galeras, pero no por eso dejó de difundir otros muchos relatos fabulosos cuando, finalmente, volvió con nombre supuesto a ejercer su actividad. Hasta entonces decía llamarse Mateo Brizuela y ser natural de Dueñas, y esa pequeña vanidad que tiene todo escritor de proclamar su nombre y patria le perdió, por lo que cuando volvió a las andadas habría utilizado otro nuevo, el de Mateo Sánchez de la Cruz, si es cierta la tesis apuntada por Pedro Cátedra –estudioso del caso- de que ambos son heterónimos del mismo autor (Cátedra 2002). Se comentaba en todo caso (entre otras muchas cosas a cuál más increíble), y antes de que el pobre Brizuela se atreviera a escribir nada y a fantasear sobre los pactos diabólicos del letrado Gutiérrez, que al no existir cadáver –porque los demonios lo habría raptado- lo que fue enterrado en el sepulcro del finado no era más que un atadillo de pajas simulando un cuerpo.
Pero ése no era un rumor que se hubiera difundido exclusivamente acerca de este abogado, ya que –como vemos por la leyenda que he refundido- se decía lo mismo de todo mal cristiano sospechoso de brujería y tratos con Satán. Se suponía, incluso, que existían documentos al respecto firmados por el propio diablo, en que el tenebroso príncipe y su acólito se comprometían –mediante un contrato como cualquier otro- a cumplir con una serie de cláusulas y que la última de ellas era que el servidor y beneficiario del maligno se entregaba en hueso y carne, y no sólo en espíritu, a su contratante y nuevo señor. El diablo o sus notarios, por cierto, solían estampar al final su nombre y rúbrica con bastante mala letra –a juzgar por los pactos documentados que se conservan-, quizá porque en las escuelas infernales no se aprenda demasiado bien a escribir. En ocasiones, el pacto con el diablo sólo requiere un alma en prenda, sin papeles ni firmas, y puede ser suscrito por todo un pueblo: tal es el caso de la leyenda italiana sobre Cividale, en que los habitantes de este lugar acuerdan entregarle al maligno el alma del primer ser vivo que cruce el puente construido por aquél para que puedan cruzar el río Natisone. El primero en hacerlo es un perro, de lo que se deduce que –para el diablo, al menos, y para los que cuentan la leyenda también- los animalitos tienen alma; pero el demonio se enfadó tanto que arrojó al can contra una roca del río y allí quedó el pobre petrificado asomando su cabeza sobre las aguas (García de Diego 1958: 748). La leyenda del pacto con Satán encuentra en Fausto, mucho antes de que Goethe la tratara y convirtiera en paradigma de la literatura universal, una de sus modalidades más creíbles. Y es que el asunto del médico o doctor –no importa mucho en qué ciencias- que firma tratos diabólicos para lograr curaciones milagrosas y adquirir conocimientos sobrehumanos resulta bastante verosímil para todos aquellos que piensan que el saber tiene siempre procedencia sospechosa.
En el Museo Provincial de Valladolid, todavía se muestra a los visitantes «el sillón del diablo», un sillón de cuero como tantos del siglo XVI, que –según se cree- perteneció al licenciado Andrés de Proaza, quien fue condenado a la horca por practicar la vivisección de un niño. Y aún se dice de la silla en cuestión que todo el que se atreve a sentarse en ella muere o se vuelve inusitadamente sabio. El riego parece demasiado grande y más en tiempos como los que vivimos en que la ciencia no merece demasiado aprecio. La tradición universitaria sobre el sillón y el licenciado se mantuvo oralmente viva durante mucho tiempo hasta que fue recogida en libro por Saturnino Rivera Manescau quien contribuyó a fijar y difundir la leyenda (1948). Para mi texto aquí ofrecido, en el que he intentado refundir los ecos de todas estas leyendas, sigo una narración popular recogida por Morán Bardón en León, acerca de la pequeña iglesia parroquial de Isoba (Morán Bardón 1948: 74-75).
Este tipo de relatos es anterior a la difusión del cristianismo y a la invención del propio diablo, como se demuestra en una historia que Trimalcio, el nuevo rico, cuenta en el Satiricón: allí, el cuerpo de un niño resulta ser presuntamente arrebatado por las brujas quedando en su lugar «un maniquí relleno de paja, que no tenía corazón ni entrañas, ni era húmedo» (Petronio 1970: 87-88). De lo que se deduce que la creencia en la capacidad de la brujería para hacer desaparecer cadáveres es tan antigua como el autor de esta obra. O bastante más, si tomamos en consideración que la narración se encuentra ubicada en una parte del libro donde varios personajes intercambian y comparten relatos legendarios. ¿Por qué sabemos que lo son? Porque, aparte de existir a lo largo del tiempo otras versiones conocidas de ellos, todos quienes los cuentan se esfuerzan en asegurar que son «verdad»-