La Gallarda se paseaba por la galería de su posada cuando vio pasar a un caballero camino de Extremadura.
- Vuelve, vuelve caballero que la noche es lluviosa y fría. Quédate a dormir en esta casa: no podrás encontrar lugar más tranquilo de aquí al otro lado de la montaña.
- Si usted me diera posada, señora, no caminaré más arriba.
- Sube por las escaleras que mis criadas ya están preparando la cena.
Cuando el hombre empezaba a subir vio unas cabezas colgando de las vigas más altas.
- ¿Qué cabezas son aquellas que cuelgan allá arriba?
- Son tres cabezas de lechones que crié de mi propia mano con la harina mejor.
El caballero reconoce la cabeza de su padre y las de dos de sus hermanos, pero calla prudentemente y sigue subiendo los peldaños hasta la habitación que le habían preparado.
Trae la Gallarda la cena, pero él no prueba bocado. La Gallarda hace la cama y el caballero finge mirar por la ventana, pero bien ve cómo la mujer introduce un puñal de oro entre las sabanas y el colchón.
- Si así lo quieres, gustosa me quedaré a dormir contigo.
Asiente el caballero en silencio y apaga el candil. La Gallarda se desnuda en la oscuridad acostándose después con él. Los cuerpos amantes se abrazan y la luna abre sus párpados blancos. Crece en la sombra la fiebre azul de las caricias…
A eso de la media noche la mujer se revuelve inquieta.
- ¿Qué buscas Gallarda?
- Busco mi rosario de oro con el que suelo rezas todas las noches; olvidé hacer mis oraciones y ahora no puedo dormir.
- Tu rosario de oro está en mis manos. Puta hija de puta, lo que tú buscas es mi vida.
Le dio siete puñaladas pero sólo con una de ellas hubiera bastado: la sangre de la Gallarda cubría toda la sala. Todavía con el puñal en la mano el caballero baja las escaleras. Encuentra el portón cerrado y, con voz decidida, grita:
- Abre las puertas, buen portero, no puedo abrirte.
- No temas ya a la Gallarda que está en un sueño del que no puede despertar.
- Bien hallado sea el caballero. De todos los hombres que aquí han entrado ninguno ha salido con vida.
- Muy buenos hombres aquí murieron, y entre ellos mi padre y mis hermanos a los que he venido a vengar.
Al alba, los juglares empezaron a cantar en las montañas que habitan los pastores de Soria y Ávila, en las plazas de Plasencia y otros pueblos de La Vera un raro romance…
La leyenda de «La matadora de hombres» se ha perpetuado principalmente en romances y como tal fue recogido de la tradición oral en diversos lugares a lo largo de los dos últimos siglos. Al romance de «La matadora», que también es denominado «La gallarda» en algunas recopilaciones, se la emparenta con el más famoso de «La serrana de la Vera», por lo que he refundido en mi texto ambas tradiciones que, sin embargo, parecen haberse desarrollado de manera independiente.
La Gallarda es una posadera de la muerte que, según los versos romancísticos que conocemos, se halla en su ventana o balcón floridos peinando su pelo o los cabellos de las cabezas de hombres que atesora en su morada. Su historia no aparece localizada en un lugar concreto, si bien las versiones del romance inicialmente recopiladas parecían indicar una preferente localización del mismo en Asturias y Galicia (Goyri 1907: 24-36). Son, no obstante, varias las muestras del romance recogidas en tierras castellanas y, entre ellas, la siguiente – que pude recopilar en Barcebalejo, el 27 de diciembre de 1981 – y en la que me he basado como fuente principal para mi reelaboración de la leyenda:
La Gallarda se pasea/ por unas salas arriba:
-Sube, sube, caballero/ sube, sube a la cocina.
-Y al subir las escaleras/ unas cabezas veía:
-Conozco a la de mi padre/ por las barbas que tenía;
conozco a la de mi hermano/ por lo bien que me quería;
conozco a la de mi abuelo/ por el rostro que tenía.
La Gallarda hace la cena/ y el caballero la mira.
-Cena, cena, caballero/ cena, cena en compañía.
-He cenado en «ca» mis padres/ lo poco que ellos tenían.
La Gallarda hace la cama/ y el caballero la mira,
y entre sábana y colchón/ su puñal de oro escondía.
Y a eso de la medianoche/ la Gallarda regullía:
-¿Qué te regulles, Gallarda,/ qué te regulles, indigna?
-A buscar mi puñal de oro/ que yo escondido tenía.
-Tu puñal de oro yo tengo/ para quitarte la vida.
(Díaz Viana 1983: 239).
Las historias sobre posaderas o posaderos que asesinan a sus huéspedes no son raras y, a veces, han tenido una base real, pero en el caso de la Gallarda –como en el de la Serrana- no parece que éste sea el móvil de los crímenes. Ahí, en el motivo del asesinato de aquellos con quienes han gozado, reside precisamente el misterio de tales narraciones y el secreto más íntimo de estos personajes. Su atracción como seres legendarios dimana del deseo insaciable de ambas mujeres. ¿Mataban para seguir manteniendo oculta su existencia o para que nadie descubriera su irremediable afán de goce? Pues un psicoanalista experto en conductas criminales no dudaría en atribuir a la Gallarda y a la Serrana el denominado «complejo de Judith», que impulsa a quien lo sufre a eliminar su objeto de deseo.
Por último, la historia de la Serrana, a pesar de que como romance de tradición oral esté extendida por amplias zonas de la península, sí tiene una localización concreta: en Garganta de la Olla, en La Vera de Plasencia. Caro Baroja, que dedicó un interesante estudio a la leyenda y al pueblo, menciona que cuando él pregunto en Garganta de la Olla por el personaje, los vecinos del lugar no lo llamaban «la serrana de la Vera», sino «la serrana de la cueva», y que incluso le indicaron que «subiendo a las alturas del término, por uno de los caminos que arrancan del puente situado al Norte del núcleo urbano, se llega a unos llanos y vaguadas, familiares a los pastores, y, antes de las cimas, está la cueva donde se dice que se albergaba `la Serrana’ en cuestión y donde hacía sus fechorías» (Caro Baroja 1974: 280).
La leyenda, como vemos, va más allá del romance, pero no por estos datos aparentemente realistas, por rastrear las huellas de sus pies, adjudicarle una morada exacta y precisar el sitio -» Tiro de la Serrana«-, desde donde arrojaba enormes piedras con su honda de pastora a los viandantes; sino, justamente, por su dimensión mítica: se la supone así hija de un hombre y de una yegua, además de capaz de dar pasos que la llevaban de un lado al otro del valle.
Sin embargo, ha habido autores que –a partir de las interpretaciones dramáticas que Lope de Vega o Vélez de Vergara hicieron de la leyenda en el siglo XVII- intentaron identificar a la Serrana con mujeres reales de una u otra época –ya fuera la de los Reyes Católicos, en Vélez, o la de Carlos I, en Lope-; tales son los casos de Vicente Barrantes (1871) y Vicente Paredes (1915) que buscan en referencias históricas algo traídas de los pelos damas de carne y hueso a quienes endosar el mito. Vélez en su obra hacía decir a un caminante que dialoga con la propia serrana que los romances sobre el personaje eran ya muy conocidos «no solamente en la Vera, sino en Castilla» (Vélez de Guevara 1916: 81-82). Y así debía de ser a juzgar por su persistencia hasta el presente.
El dilema que Caro Baroja se plantea al respecto tiene su importancia no sólo para ésta, sino también para otras muchas leyendas: ¿hay tras todo mito una existencia histórica transfigurada por el tiempo o puede encarnarse un mito preexistente en una realidad concreta? Sin llegar a negar por completo la primera hipótesis cabe reconocer, con Caro, que la segunda opción resulta, en lo tocante a la materia legendaria, muy común: «Y así –dice este autor- se van localizando leyendas, de suerte que lo que en un tiempo se cuenta como sucedido en Atenas a comienzos de la era cristiana se da luego como sucedido en Bolonia en el siglo XVI, casi punto por punto». Para seguir puntualizando: «Localización topográfica e individualización personal. He aquí los hechos que interesa subrayar» (Caro Baroja 1974: 282).
La matadora de hombres o Gallarda no ha dejado, de cualquier modo, tantas pistas como la Serrana: sigue siendo enigmática. No se dan apenas con su narración los casos de «personificación» y contextualización histórica que abundan en el devenir de la Serrana. Lo que no quiere decir que no hayan podido producirse: en Soria me contaron algún ejemplo, supuestamente sucedido durante la Guerra Civil, que recordaba sospechosamente en lo narrativo la leyenda de la matadora de hombres.
El relato de la Gallarda nos presenta una clase de pasión amorosa que conduce a la destrucción, que nos sitúa ante el placer como aniquilamiento. Siempre puede haber un puñal entre dos cuerpos y el abismo aguardando bajo los goces humanos. Sólo aquel que no se confía, que se mantiene alerta, habrá de salir vencedor de la atracción irresistible, el Eros que todo lo devora, sólo aquél que no cede al ensueño del deseo conseguirá engañar a la muerte.
- Vuelve, vuelve caballero que la noche es lluviosa y fría. Quédate a dormir en esta casa: no podrás encontrar lugar más tranquilo de aquí al otro lado de la montaña.
- Si usted me diera posada, señora, no caminaré más arriba.
- Sube por las escaleras que mis criadas ya están preparando la cena.
Cuando el hombre empezaba a subir vio unas cabezas colgando de las vigas más altas.
- ¿Qué cabezas son aquellas que cuelgan allá arriba?
- Son tres cabezas de lechones que crié de mi propia mano con la harina mejor.
El caballero reconoce la cabeza de su padre y las de dos de sus hermanos, pero calla prudentemente y sigue subiendo los peldaños hasta la habitación que le habían preparado.
Trae la Gallarda la cena, pero él no prueba bocado. La Gallarda hace la cama y el caballero finge mirar por la ventana, pero bien ve cómo la mujer introduce un puñal de oro entre las sabanas y el colchón.
- Si así lo quieres, gustosa me quedaré a dormir contigo.
Asiente el caballero en silencio y apaga el candil. La Gallarda se desnuda en la oscuridad acostándose después con él. Los cuerpos amantes se abrazan y la luna abre sus párpados blancos. Crece en la sombra la fiebre azul de las caricias…
A eso de la media noche la mujer se revuelve inquieta.
- ¿Qué buscas Gallarda?
- Busco mi rosario de oro con el que suelo rezas todas las noches; olvidé hacer mis oraciones y ahora no puedo dormir.
- Tu rosario de oro está en mis manos. Puta hija de puta, lo que tú buscas es mi vida.
Le dio siete puñaladas pero sólo con una de ellas hubiera bastado: la sangre de la Gallarda cubría toda la sala. Todavía con el puñal en la mano el caballero baja las escaleras. Encuentra el portón cerrado y, con voz decidida, grita:
- Abre las puertas, buen portero, no puedo abrirte.
- No temas ya a la Gallarda que está en un sueño del que no puede despertar.
- Bien hallado sea el caballero. De todos los hombres que aquí han entrado ninguno ha salido con vida.
- Muy buenos hombres aquí murieron, y entre ellos mi padre y mis hermanos a los que he venido a vengar.
Al alba, los juglares empezaron a cantar en las montañas que habitan los pastores de Soria y Ávila, en las plazas de Plasencia y otros pueblos de La Vera un raro romance…
La leyenda de «La matadora de hombres» se ha perpetuado principalmente en romances y como tal fue recogido de la tradición oral en diversos lugares a lo largo de los dos últimos siglos. Al romance de «La matadora», que también es denominado «La gallarda» en algunas recopilaciones, se la emparenta con el más famoso de «La serrana de la Vera», por lo que he refundido en mi texto ambas tradiciones que, sin embargo, parecen haberse desarrollado de manera independiente.
La Gallarda es una posadera de la muerte que, según los versos romancísticos que conocemos, se halla en su ventana o balcón floridos peinando su pelo o los cabellos de las cabezas de hombres que atesora en su morada. Su historia no aparece localizada en un lugar concreto, si bien las versiones del romance inicialmente recopiladas parecían indicar una preferente localización del mismo en Asturias y Galicia (Goyri 1907: 24-36). Son, no obstante, varias las muestras del romance recogidas en tierras castellanas y, entre ellas, la siguiente – que pude recopilar en Barcebalejo, el 27 de diciembre de 1981 – y en la que me he basado como fuente principal para mi reelaboración de la leyenda:
La Gallarda se pasea/ por unas salas arriba:
-Sube, sube, caballero/ sube, sube a la cocina.
-Y al subir las escaleras/ unas cabezas veía:
-Conozco a la de mi padre/ por las barbas que tenía;
conozco a la de mi hermano/ por lo bien que me quería;
conozco a la de mi abuelo/ por el rostro que tenía.
La Gallarda hace la cena/ y el caballero la mira.
-Cena, cena, caballero/ cena, cena en compañía.
-He cenado en «ca» mis padres/ lo poco que ellos tenían.
La Gallarda hace la cama/ y el caballero la mira,
y entre sábana y colchón/ su puñal de oro escondía.
Y a eso de la medianoche/ la Gallarda regullía:
-¿Qué te regulles, Gallarda,/ qué te regulles, indigna?
-A buscar mi puñal de oro/ que yo escondido tenía.
-Tu puñal de oro yo tengo/ para quitarte la vida.
(Díaz Viana 1983: 239).
La Serrana, a diferencia de la Gallarda, no es una posadera que acoge a los viajeros y, tras acostarse con ellos, los mata, sino –como escribiera Caro Baroja- «un numen folklórico de las alturas, de las cuevas», una especie de Diana de los bosques o Polifemo hembra que siempre «vive en paraje agreste» y que «después de competir en proezas con ellos –viajeros y pastores- o de seducirlos y gozarlos los destrozaba» (1974: 280 y 293).
Las historias sobre posaderas o posaderos que asesinan a sus huéspedes no son raras y, a veces, han tenido una base real, pero en el caso de la Gallarda –como en el de la Serrana- no parece que éste sea el móvil de los crímenes. Ahí, en el motivo del asesinato de aquellos con quienes han gozado, reside precisamente el misterio de tales narraciones y el secreto más íntimo de estos personajes. Su atracción como seres legendarios dimana del deseo insaciable de ambas mujeres. ¿Mataban para seguir manteniendo oculta su existencia o para que nadie descubriera su irremediable afán de goce? Pues un psicoanalista experto en conductas criminales no dudaría en atribuir a la Gallarda y a la Serrana el denominado «complejo de Judith», que impulsa a quien lo sufre a eliminar su objeto de deseo.
Por último, la historia de la Serrana, a pesar de que como romance de tradición oral esté extendida por amplias zonas de la península, sí tiene una localización concreta: en Garganta de la Olla, en La Vera de Plasencia. Caro Baroja, que dedicó un interesante estudio a la leyenda y al pueblo, menciona que cuando él pregunto en Garganta de la Olla por el personaje, los vecinos del lugar no lo llamaban «la serrana de la Vera», sino «la serrana de la cueva», y que incluso le indicaron que «subiendo a las alturas del término, por uno de los caminos que arrancan del puente situado al Norte del núcleo urbano, se llega a unos llanos y vaguadas, familiares a los pastores, y, antes de las cimas, está la cueva donde se dice que se albergaba `la Serrana’ en cuestión y donde hacía sus fechorías» (Caro Baroja 1974: 280).
La leyenda, como vemos, va más allá del romance, pero no por estos datos aparentemente realistas, por rastrear las huellas de sus pies, adjudicarle una morada exacta y precisar el sitio -» Tiro de la Serrana«-, desde donde arrojaba enormes piedras con su honda de pastora a los viandantes; sino, justamente, por su dimensión mítica: se la supone así hija de un hombre y de una yegua, además de capaz de dar pasos que la llevaban de un lado al otro del valle.
Sin embargo, ha habido autores que –a partir de las interpretaciones dramáticas que Lope de Vega o Vélez de Vergara hicieron de la leyenda en el siglo XVII- intentaron identificar a la Serrana con mujeres reales de una u otra época –ya fuera la de los Reyes Católicos, en Vélez, o la de Carlos I, en Lope-; tales son los casos de Vicente Barrantes (1871) y Vicente Paredes (1915) que buscan en referencias históricas algo traídas de los pelos damas de carne y hueso a quienes endosar el mito. Vélez en su obra hacía decir a un caminante que dialoga con la propia serrana que los romances sobre el personaje eran ya muy conocidos «no solamente en la Vera, sino en Castilla» (Vélez de Guevara 1916: 81-82). Y así debía de ser a juzgar por su persistencia hasta el presente.
El dilema que Caro Baroja se plantea al respecto tiene su importancia no sólo para ésta, sino también para otras muchas leyendas: ¿hay tras todo mito una existencia histórica transfigurada por el tiempo o puede encarnarse un mito preexistente en una realidad concreta? Sin llegar a negar por completo la primera hipótesis cabe reconocer, con Caro, que la segunda opción resulta, en lo tocante a la materia legendaria, muy común: «Y así –dice este autor- se van localizando leyendas, de suerte que lo que en un tiempo se cuenta como sucedido en Atenas a comienzos de la era cristiana se da luego como sucedido en Bolonia en el siglo XVI, casi punto por punto». Para seguir puntualizando: «Localización topográfica e individualización personal. He aquí los hechos que interesa subrayar» (Caro Baroja 1974: 282).
La matadora de hombres o Gallarda no ha dejado, de cualquier modo, tantas pistas como la Serrana: sigue siendo enigmática. No se dan apenas con su narración los casos de «personificación» y contextualización histórica que abundan en el devenir de la Serrana. Lo que no quiere decir que no hayan podido producirse: en Soria me contaron algún ejemplo, supuestamente sucedido durante la Guerra Civil, que recordaba sospechosamente en lo narrativo la leyenda de la matadora de hombres.
El relato de la Gallarda nos presenta una clase de pasión amorosa que conduce a la destrucción, que nos sitúa ante el placer como aniquilamiento. Siempre puede haber un puñal entre dos cuerpos y el abismo aguardando bajo los goces humanos. Sólo aquel que no se confía, que se mantiene alerta, habrá de salir vencedor de la atracción irresistible, el Eros que todo lo devora, sólo aquél que no cede al ensueño del deseo conseguirá engañar a la muerte.