Allí por donde el llamado camino «francés» a Santiago de Compostela desemboca en Castilla y León, en las estribaciones mismas de la Sierra de la Demanda, que une más que separa las tierras de Burgos y Soria con La Rioja, está la ciudad de Santo Domingo de la Calzada. Y en su gótica catedral, justo en frente del sepulcro de Santo Domingo, hay un extraño lugar: se trata de un arco de medio punto rematado en pináculos con una jaula dorada en su interior. Dentro de ella revolotean bien vivos un gallo y una gallina enormes. La razón de que se encuentren allí estos emplumados habitantes está -según se explica- en un milagro que el santo hizo después de muerto: corría el siglo XV cuando un matrimonio de alemanes muy creyentes se dirigían con su hijo que era buen mozo en peregrinaje al sepulcro de Santiago de Compostela. Iban ya cansados del camino y decidieron parar a descansar en una posada de dicha ciudad.
La hija de los posaderos quedó inmediatamente prendada del bello mozo, más rubio y alto –a pesar de ser muy joven- que cualquier otro muchacho que hubiera visto jamás. E intento conquistarle por todos los medios: le atendió obsequiosa durante la cena, se insinuó inclinándose sobre su hombro y se atravesó ante él cuando el muchacho subía por las escaleras hacia su habitación detrás de sus padres. Pero nada, El joven se hizo el distraído e incluso llegó a apartarla, cortés aunque firme, para que le dejara pasar. Entonces, toda la pasión de la chica se volvió odio al verse rechazada.
Despreciarla así, a ella, que era un buen partido a quien todos los mozos del lugar cortejaban. Y, ciega de despecho, cogió una copa de plata y la escondió en el zurrón del viajero, aprovechando que éste dormía como un tronco a causa del cansancio del peregrinaje. A la mañana siguiente, no habían salido aún de la villa los tres romeros cuando vieron que la posadera les perseguía gritando:
-¡Al ladrón, al ladrón, que se llevan nuestra copa más preciada!
La gente les rodeó, llamaron a la justicia y los tres fueron apresados con grilletes y conducidos al calabozo. Los padres permanecieron en el mismo varios días, pero al hijo se lo llevaron para el juicio sólo un par de jornadas después. Como a todos los que robaban en aquella época, le condenaron a la horca y –en el día que iba a ejecutarse la sentencia- los padres fueron liberados, pues el juez no encontró en ellos ninguna falta. Salieron aturdidos los alemanes, casi sin poder hacerse entender y menos comprendiendo lo que pasaba. Pero, al fin, consiguieron con gran esfuerzo que les indicaran dónde vivía el juez.
Cuando iban en su búsqueda, pasaron por la catedral y el padre sintió la necesidad de entrar a orar. Justo delante del sepulcro de Santo Domingo se arrodilló para rezar en silencio y, luego, prosiguieron el trayecto hacia la casa del juez que estaba en el barrio viejo. Cuando llegaron a verlo, éste estaba disponiéndose a comer unas gallinas en pepitoria, pero dado el gran desconsuelo de los padres les recibió, aunque de muy mala gana. El matrimonio le rogó y suplicó por Dios que su hijo era un irreprochable joven y que no podía haber cometido de ninguna manera el delito del que se le acusaba.
El juez, harto de que le interrumpieran la comida, les dijo con toda rudeza que su hijo había sido ya juzgado y condenado y que en esa misma mañana le habían colgado de la horca. El alemán aseguró que eso no podía ser, que él había estado rezando en la catedral por su vástago y Santo Domingo se había dignado a atender su plegaria asegurándole que su hijo estaba bien. Enojado por tan estúpida persistencia y la fe sin límites de los alemanes el juez les contestó:
-Yo vi con mis propios ojos cómo le colgaban de la horca, así que me cuelguen a mí una cuerda al cuello si vuestro hijo sigue vivo. Por Dios y santo Domingo que el muchacho está tan muerto como estas dos gallinas que me voy a comer ahora mismo.
En ese momento, brincaron los animales aún humeantes y sin plumas del plato. Y echaron a correr por la estancia con gran revoloteo y cacareando como si estuvieran en el corral. Ante el prodigio el juez se levantó de la mesa y se apresuró a llegar lo más deprisa que pudo ante el cadalso, seguido de los padres que lloraban y lloraban sin llegar a comprender lo que sucedía, pero siempre confiados en la promesa del santo.
Y allí pendía e cuerpo del cadalso, balanceándose de uno a otro lado. La madre se adelantó a la comitiva –que había ido creciendo mientras tanto- y todos pudieron oír que, de los labios del ahorcado, salía un hilillo de voz. En su propio idioma, el mancebo contó a su madre que se había encomendado a Santo Domingo antes de morir y que, sin duda, fue esto lo que le salvó la vida.
-¡Milagro! ¡Milagro!
Gritaron todos y se hincaron de rodillas ante la horca.
A partir de entonces los jueces de la ciudad llevaron una cuerda alrededor del cuello hasta que fue sustituida por una cinta roja. Y de ahí viene también que se construyera tan precioso gallinero en la catedral, con un gallo y una gallina dentro de él que muchos creían eran los mismos que cantaron tras haber sido cocinados. Los romeros solían pararse delante del mismo y ofrecían a los animales comida con la punta de sus cayados. Si aceptaban el bocado se interpretaba como una señal de que todo iría bien en el camino hasta Santiago. Pero, para asegurarse de ello, tanto si las aves comían como si no, solían los peregrinos coger alguna pluma que caía de la jaula y colocarla en sus sombreros.
Todos los que han hecho el camino conocen esta historia y el dicho que los lugareños aún repiten haciendo mención a lo sucedido:
La hija de los posaderos quedó inmediatamente prendada del bello mozo, más rubio y alto –a pesar de ser muy joven- que cualquier otro muchacho que hubiera visto jamás. E intento conquistarle por todos los medios: le atendió obsequiosa durante la cena, se insinuó inclinándose sobre su hombro y se atravesó ante él cuando el muchacho subía por las escaleras hacia su habitación detrás de sus padres. Pero nada, El joven se hizo el distraído e incluso llegó a apartarla, cortés aunque firme, para que le dejara pasar. Entonces, toda la pasión de la chica se volvió odio al verse rechazada.
Despreciarla así, a ella, que era un buen partido a quien todos los mozos del lugar cortejaban. Y, ciega de despecho, cogió una copa de plata y la escondió en el zurrón del viajero, aprovechando que éste dormía como un tronco a causa del cansancio del peregrinaje. A la mañana siguiente, no habían salido aún de la villa los tres romeros cuando vieron que la posadera les perseguía gritando:
-¡Al ladrón, al ladrón, que se llevan nuestra copa más preciada!
La gente les rodeó, llamaron a la justicia y los tres fueron apresados con grilletes y conducidos al calabozo. Los padres permanecieron en el mismo varios días, pero al hijo se lo llevaron para el juicio sólo un par de jornadas después. Como a todos los que robaban en aquella época, le condenaron a la horca y –en el día que iba a ejecutarse la sentencia- los padres fueron liberados, pues el juez no encontró en ellos ninguna falta. Salieron aturdidos los alemanes, casi sin poder hacerse entender y menos comprendiendo lo que pasaba. Pero, al fin, consiguieron con gran esfuerzo que les indicaran dónde vivía el juez.
Cuando iban en su búsqueda, pasaron por la catedral y el padre sintió la necesidad de entrar a orar. Justo delante del sepulcro de Santo Domingo se arrodilló para rezar en silencio y, luego, prosiguieron el trayecto hacia la casa del juez que estaba en el barrio viejo. Cuando llegaron a verlo, éste estaba disponiéndose a comer unas gallinas en pepitoria, pero dado el gran desconsuelo de los padres les recibió, aunque de muy mala gana. El matrimonio le rogó y suplicó por Dios que su hijo era un irreprochable joven y que no podía haber cometido de ninguna manera el delito del que se le acusaba.
El juez, harto de que le interrumpieran la comida, les dijo con toda rudeza que su hijo había sido ya juzgado y condenado y que en esa misma mañana le habían colgado de la horca. El alemán aseguró que eso no podía ser, que él había estado rezando en la catedral por su vástago y Santo Domingo se había dignado a atender su plegaria asegurándole que su hijo estaba bien. Enojado por tan estúpida persistencia y la fe sin límites de los alemanes el juez les contestó:
-Yo vi con mis propios ojos cómo le colgaban de la horca, así que me cuelguen a mí una cuerda al cuello si vuestro hijo sigue vivo. Por Dios y santo Domingo que el muchacho está tan muerto como estas dos gallinas que me voy a comer ahora mismo.
En ese momento, brincaron los animales aún humeantes y sin plumas del plato. Y echaron a correr por la estancia con gran revoloteo y cacareando como si estuvieran en el corral. Ante el prodigio el juez se levantó de la mesa y se apresuró a llegar lo más deprisa que pudo ante el cadalso, seguido de los padres que lloraban y lloraban sin llegar a comprender lo que sucedía, pero siempre confiados en la promesa del santo.
Y allí pendía e cuerpo del cadalso, balanceándose de uno a otro lado. La madre se adelantó a la comitiva –que había ido creciendo mientras tanto- y todos pudieron oír que, de los labios del ahorcado, salía un hilillo de voz. En su propio idioma, el mancebo contó a su madre que se había encomendado a Santo Domingo antes de morir y que, sin duda, fue esto lo que le salvó la vida.
-¡Milagro! ¡Milagro!
Gritaron todos y se hincaron de rodillas ante la horca.
A partir de entonces los jueces de la ciudad llevaron una cuerda alrededor del cuello hasta que fue sustituida por una cinta roja. Y de ahí viene también que se construyera tan precioso gallinero en la catedral, con un gallo y una gallina dentro de él que muchos creían eran los mismos que cantaron tras haber sido cocinados. Los romeros solían pararse delante del mismo y ofrecían a los animales comida con la punta de sus cayados. Si aceptaban el bocado se interpretaba como una señal de que todo iría bien en el camino hasta Santiago. Pero, para asegurarse de ello, tanto si las aves comían como si no, solían los peregrinos coger alguna pluma que caía de la jaula y colocarla en sus sombreros.
Todos los que han hecho el camino conocen esta historia y el dicho que los lugareños aún repiten haciendo mención a lo sucedido:
«Santo Domingo de la Calzada
en donde la gallina cantó después de asada».
en donde la gallina cantó después de asada».
Un viajero reciente –y reincidente- por España, el errante escritor holandés Cees Noteboom, describe la jaula dentro de la que todavía cacarean las aves en la catedral de Santo Domingo de la Calzada y se hace eco de la leyenda, por lo que puede pensarse que ésta sigue bien viva y que seguirá estándolo mientras los pajarracos continúen allí y –no sin extrañeza- los visitantes del templo se pregunten qué hacen tales inquilinos en un templo consagrado.
«Vuelve a sonar ese primitivo grito de triunfo varonil por las altas bóvedas» -escribe Noteboom-. Y se acerca el forastero al lugar de donde sale el canto del gallo: «…sobre una repisa de chimenea, coronada con un medio arco con rosetones y pináculos góticos hay una jaula dorada y labrada, y en la suave luz detrás de las rejas los veo: la gallina sagrada y el gallo sagrado, dos ejemplares gigantescos en el más bello gallinero del mundo. La historia la oigo más tarde». Y la historia es, más o menos, la que acabo de contar; una historia que no ha dejado de contarse sobre un gallo y una gallina que tampoco han dejado de estar en el mismo sitio, de modo que como también constata Noteboom «hay gente que piensa incluso que todavía es la misma gallina y, por supuesto, es así»» (Noteboom 2006: 73).
Otros peregrinos jacobeos de hoy, toman nota –igualmente- del lugar y la leyenda: «En el interior del primer templo –dice Rafael Izquierdo Perrín- está el sepulcro de su fundador, Santo Domingo, que además da nombre a la ciudad». Y señala también que allí hay «un artístico gallinero que asombra y deja perplejo a cuantos lo ven y no conocen la historia» (Izquierdo Perrín 1999: 34).
En las diferentes versiones que se dan del tema, hay alguna –como la ofrecida por Izquierdo- en que al joven alemán se le da el nombre de Hugonell, otras en que los padres no proceden de Alemania, sino de Francia, y van a Santiago en cumplimiento de una promesa a la Virgen María, que es quien les ha concedido la alegría de un hijo –cuando ya no lo esperaban- y la que, finalmente, realizará el milagro de devolvérselo vivo (García Diego 1958: 227 – 228).
A veces la acción se sitúa en una posada del camino, entre Belorado y Nájera (Merino 2005: 188), otras –más en concreto- en esta última localidad (García de Diego 1945: 227), y la época en que acaece resulta aún un poco más imprecisa según los autores: Perrín habla de la Edad Media (1999: 34), García de Diego «de la época de la gloriosa Reconquista» (1945: 229), y a lo sumo hay quienes como Yravedra y Rubio se refieren a siglo XV (1980: 38).
Pero, salvo unas pocas excepciones, los elementos principales y la localización de la leyenda –en su pervivencia actual- coinciden: un devoto matrimonio de alemanes merece el milagro de Santo Domingo de que un ahorcado –hijo de aquéllos- resucite (o no llegue a morir) al tiempo que un gallo también lo hace, en la ciudad que lleva el mismo nombre del santo. Otra versión recogida por García de Diego confirma la relación de la narración con Santo Domingo de la Calzada aunque, en este caso, el suceso se desarrolle entre moros y cristianos. Porque, de acuerdo con lo que este autor explica, «los soldados fieles que tenían la desgracia de caer prisioneros de los moros invocaban en su cautiverio a Santo Domingo de la Calzada, abogado de los cautivos» (García de Diego 1945: 229).
No deja de ser interesante, sin embargo, esta última modalidad, pues las primeras formas en que aparece la leyenda –recogida en latín tempranamente- responden a este patrón de luchas entre moros y cristianos. O atribuyen el milagro a San Pedro y no a Santo Domingo. Una de las primeras fuentes latinas utilizadas, en este sentido, parece haber sido Petrus Damianus –o Pedro Damiano-, gran recolector de tradiciones religiosas de tipo legendario, que –curiosamente- todavía vivía en la segunda mitad del siglo XII, cuando Santo Domingo de Guzmán ya había muerto, y sitúa el milagro en la ciudad italiana de Bolonia. Quizá por ese débil rastro pudo entrar en la leyenda el matrimonio alemán que aludiría a la procedencia extranjera del relato más que a quienes lo protagonizaban; y puede que también la peregrina presencia del gallo que canta tenga que ver con la figura de Pedro, quien escuchó cómo este animal cantaba tres veces ante sus negaciones de Cristo (García de Diego 1945: 140).