Aunque nuestro objetivo en estas páginas es hablar de Castilla y León, cabe comenzar diciendo que el Camino de Santiago entra en la Península abrazado al mito. La tumba de Roldán y el descenso a la tierra que el Emperador había recuperado para la Cristiandad, según el relato legendario de eruditos y juglares se evoca en los montes que dominan Roncesvalles, pequeña localidad beneficiada con templos y hospitales por su carácter de puerta de las Españas, que parece preludiar la llegada a Pamplona, capital de Navarra, una de las regiones históricas más marcadas por el camino. Así lo confirman sus populosos barrios de francos, su catedral (modificada por el gótico), o sus numerosas iglesias y edificios asistenciales para el peregrino en las que no podemos detenernos aunque sí recomendamos al viajero que lo haga.
Cruz de los Peregrinos, en el alto de Roncesvalles
Mientras, el otro brazo del Camino que penetra por los Pirineos en la vertiente aragonesa, lo hace por Somport (el Summus portus) descendiendo hasta alcanzar Jaca, primera meta hispana del peregrino en este itinerario, cuna del románico europeo en la Península y ciudad hospitalaria y jacobea cabal. Ya en Navarra, el peregrino se encuentra a su paso con las huellas del reino de Sancho el Mayor y su vocación romera, monasterios como Leyre, poblaciones como Sangüesa y templos románicos tan originales como el octogonal de Eunate hacen de este trayecto uno de los más amenos de la ruta.
Iglesia románica y octogonal de Eunate, uno de los atractivos de este tramo de la ruta jacobea
Desde Puente la Reina, con su admirable puente de peregrinos sobre el Arga, la calzada francígena es sólo una y pronto arriba a Estella, o Lizarra, otro enclave de significación en la leyenda carolingia (es famoso el capitel de Roldán y Ferragur de su Palacio Real) y final de la tercera etapa calixtina. Tras pasar el monasterio de Irache, los peregrinos divisan el bastión de Viana y dejan tierras navarras para cruzar el Ebro y entrar en Logroño, orgullosa capital que debe al Camino y a este paso sobre el río que fijara Juan de Ortega, su importancia y su traza lineal y topografía romera. A la salida, el paraje de la batalla de Clavijo (del 844) nos pone, de nuevo, en situación de rememorar el origen del culto a Santiago en tiempos en que la ruta europea aún no se había consolidado.
Pasado Navarrete, arribamos al término de la cuarta etapa de Picaud, la que se cierra en Nájera, en los contornos de la cuna del castellano, de los monasterios antiquísimos de Suso y Yuso, las tierras de san Millán, protector de las huestes castellanas y espejo del san Isidoro leonés. El monasterio de Santa María la Real también se debe a los cluniacenses y su fama era tan buena que ya Künig a finales del XV afirmaba que aquí «tienes todo lo que quieras». Poco más lejos, Santo Domingo de la Calzada, ciudad principal de lo jacobeo, «Compostela riojana» se la ha llamado, por la actividad caminera del santo Domingo (1019-1109) que habilitó el puente sobre el Oja, desbrozó las calzadas y alzó templos y hospitales, razón por la cual el peregrino debe honrar su memoria. También es escenario del famoso milagro santiaguista de la gallina que cantó después de asada para demostrar la inocencia de uno de nuestros caminantes.
Santo Domingo de la Calzada, ciudad principal de lo jacobeo y considerada como la "Compostela riojana"
Pero, tras este preludio, entramos ya en nuestra región. El camino francés hacia Compostela recorre, en la actual demarcación de Castilla y León, cerca de la mitad de su trazado peninsular. Geográfica, pero también histórica y culturalmente, en lo extenso y en lo intenso, este trayecto se torna itinerario central, nuclear, para el peregrino, de manera que a través de las tierras de la cuenca del Duero y del Sil asiste a la escenificación de un espacio definitivamente marcado por el fenómeno jacobeo.
Así es en cuanto a la propia definición histórica del mismo. Pues el Camino es invención principal de clérigos y reyes astur-leoneses y castellanos, y su traza por la Meseta conformará durante la primera parte de la Edad Media, el ámbito preponderante de los reinos peninsulares, su cabeza demográfica, económica, política y social; la que permitió, una vez asentada esta retaguardia, el enorme giro estratégico que supuso la «Reconquista», una travesía de Norte a Sur donde antes fuera de oriente a poniente.
Las huellas de este fenómeno se revelan en la articulación urbana, compuesta a partir de los esqueletos reencarnados de vieja ciudades romanas, de poblados henchidos a la sombra de un castillo o un monasterio, en un emplazamiento más estratégico que otros, embocando un puente, en una encrucijada. Y, acaso, son poblaciones firmemente modeladas por el camino, de forma que se alinean a lo largo de las márgenes de éste, drenaje de la savia que les da vigor, en todos los casos. Pero esa importancia también incide en su caracterización monumental. Entendiendo como monumento la elaboración secular de una singularidad topográfica y cultural, la ruta santiaguesa explica y se explica a través de los hitos que, acaso aquí más que en ninguna parte, siembran las lindes de la ruta principal o pugnan por lograr un ramal alternativo con el que perpetuar un nuevo referente. Todo ello porque, para la Castilla y León de los siglos XI a XIII, que viene a coincidir básicamente con la situada al norte del Duero precisamente en la época de florecimiento de las peregrinaciones, el Camino constituye la espina dorsal de su vertebración, el cordón umbilical que gana Europa para la causa contra el Islam, para la causa de la repoblación, para una causa que definitivamente decantará su vividura histórica.
Y finalmente su vocación de acogida al peregrino, pues éste llegaron por añadidura, los demás frutos: comerciantes, guerreros, artesanos, clérigos, ritos y artes, músicas y palabras… Para ellos se rejuvenecen gastadas vías romanas, a las que se aprovisiona de hospitales, de puentes, de caminos (los mejores del país), de leyes y protecciones, de santos cuyo contacto y presencia no sólo justifican el detenimiento del caminante sino que recarga sus energías para nuevas empresas. Si el auténtico objetivo del viaje está en sí mismo, Castilla y León aportan no poca dosis de esta experiencia, de este fin.
La relativa homogeneidad que se prejuzga para los tópicos horizontes castellanos tiene, en el ritmo contemplativo del viandante otro correlato: al oriente y sobre todo a poniente de las zonas mesetarias amplios márgenes son ocasión para el verdor o la montuosidad. Pero instalados en las llanuras del cereal, diversos cursos fluviales y, sobre todo, las poblaciones y ciudades, vienen a redefinir ese lugar común. Ya la primera Guía del peregrino (la calixtina de Picaud) divide sumaria pero significativamente este trayecto: «…pasados los Montes de Oca, hacia Burgos, sigue la tierra de los españoles, con Castilla y Campos. Esta tierra está llena de tesoros, de oro y plata, produce tejidos y vigorosos caballos, abundan el pan y el vino, la carne y el pescado, la leche y la miel. Sin embargo carece de arbolado y está llena de hombres malos y viciosos. Pasada la tierra de León y los puertos de los montes Irago y Cebrero, se encuentra la tierra de los gallegos.». Tenemos, por tanto, Castilla, Campos y León, además del acotamiento entre Irago y Cebrero: El Bierzo. Prácticamente Burgos, Palencia y León, con su singular comarca occidental, las tres provincias actuales de este tramo del Camino.
Nuestra andadura en la región comienza sin distinciones orográficas ni de otro tipo, en la riojilla burgalesa aún deudora del Ebro, donde Redecilla del Camino ofrece la memoria de dos hospitales y un principio simbólico de excepción, pues los relieves de su pila bautismal románica (s. XII) representan la ciudad de Dios, ciudad a la que accede el iniciado por las aguas de tal ceremonia. Seguimos los 120 Km. del Camino en Burgos por Castildelgado, a poca distancia del lugar natal de Domingo de la Calzada (Viloria), el santo caminero más notorio cuya villa dejamos atrás, en La Rioja, Belorado, Belfuratus, tiene recuerdos notables de templos y hospederías (Nuestra Señora de Belén y San Lázaro) y cuando superamos el embarrancado río Tirón, nos encamina ya hacia territorio encrespado y asociado a los mitos genéticos del condado castellano: el fundador de Burgos, Diego Porcelos, tiene su sepultura en San Félix de Oca, un pequeño santuario de raigambre prerrománica, pasados Tosantos, Villambistia y Espinosa. Los Montes de Oca fueron el mojón oriental de Castilla respecto a Navarra, y a sus pies la Villafranca o «villa de los francos», que antes fuera sede del episcopado fundado por san Indalecio, discípulo de Santiago, luego trasladado a Burgos por Alfonso VI. Su hospital de Santiago, patrocinio de la reina Juana mujer de Enrique II, en 1380, tuvo merecida fama en los relatos de los viajeros (Hermann Künig, a finales del XV, o Domenico Laffi, dos centurias después). La inmediata ascensión a las frondosas cuestas del paso de Oca, Auca romana, y el alto de La Pedraja, fue ocasión de frecuentes extravíos (Laffi) o de saqueos a los peregrinos de otro tiempo, incluyendo la muerte y posterior resurrección de un muchacho francés que relata Picaud en el Codex. Aún hoy impresionan su retiro y espesura.
Nuestra andadura en la región comienza sin distinciones orográficas ni de otro tipo, en la riojilla burgalesa aún deudora del Ebro, donde Redecilla del Camino ofrece la memoria de dos hospitales y un principio simbólico de excepción, pues los relieves de su pila bautismal románica (s. XII) representan la ciudad de Dios, ciudad a la que accede el iniciado por las aguas de tal ceremonia. Seguimos los 120 Km. del Camino en Burgos por Castildelgado, a poca distancia del lugar natal de Domingo de la Calzada (Viloria), el santo caminero más notorio cuya villa dejamos atrás, en La Rioja, Belorado, Belfuratus, tiene recuerdos notables de templos y hospederías (Nuestra Señora de Belén y San Lázaro) y cuando superamos el embarrancado río Tirón, nos encamina ya hacia territorio encrespado y asociado a los mitos genéticos del condado castellano: el fundador de Burgos, Diego Porcelos, tiene su sepultura en San Félix de Oca, un pequeño santuario de raigambre prerrománica, pasados Tosantos, Villambistia y Espinosa. Los Montes de Oca fueron el mojón oriental de Castilla respecto a Navarra, y a sus pies la Villafranca o «villa de los francos», que antes fuera sede del episcopado fundado por san Indalecio, discípulo de Santiago, luego trasladado a Burgos por Alfonso VI. Su hospital de Santiago, patrocinio de la reina Juana mujer de Enrique II, en 1380, tuvo merecida fama en los relatos de los viajeros (Hermann Künig, a finales del XV, o Domenico Laffi, dos centurias después). La inmediata ascensión a las frondosas cuestas del paso de Oca, Auca romana, y el alto de La Pedraja, fue ocasión de frecuentes extravíos (Laffi) o de saqueos a los peregrinos de otro tiempo, incluyendo la muerte y posterior resurrección de un muchacho francés que relata Picaud en el Codex. Aún hoy impresionan su retiro y espesura.
Entramos en la cuenca del Duero, en solar netamente castellano. Desde Valdefuentes podemos escoger ruta, por Zalduendo, Ibeas de Juarros, Arlanzón y San Medel o por San Juan de Ortega. Esta última opción nos llevará a conocer el santuario del discípulo de Domingo de la Calzada, reparador de estradas y benefactor del caminante a su descenso de los terribles montes, uno de los hitos de la vía compostelana. El monasterio, recuperada su función hospedera, ofrece una hermosa cabecera de iglesia en estilo tardorrománico, y un espléndido sepulcro historiado destinado al cuerpo del santo que, sin embargo, se guarda en otro sin decorar, en la cripta. Un capitel con el tema de la Anunciación que es tocado por los rayos del sol en los equinoccios (el de primavera sucede nueve meses antes de Navidad) nos recuerda que Juan de Ortega fue hijo tardío y se le considera patrono contra la esterilidad, motivo por el que Isabel la Católica acudió a él con éxito y protegió el monasterio. A la reina se deben distintas reformas del lugar, regido por monjes Jerónimos hasta la desamortización del siglo XIX. Desde aquí otras bifurcaciones nos esperan. Todas ellas, bien el paso por Olmos de Atapuerca o el más directo, por Ages, Atapuerca (nombrada en nuestros días por hallazgos fósiles humanos), Cardeñuela, Orbaneja, Villafría y Gamonal, nos conducen a una de las capitales del Camino, Burgos.
Capitel de la Anunciación en San Juan de Ortega, que es tocado por los rayos de sol tan sólo en los equinoccios
Caput castellae, la cabeza de Castilla, fin de etapa y nudo estratégico de las vías hacia los puertos del Norte y, por ello, confluencia de la ruta canónica y de la que gana Franca por País Vasco, es la capital del reino que a la postre dominará el panorama político peninsular desde su desgajamiento de la corona leonesa. Burgo nacido al amparo de su castillo, lo sobrepasará cuando el monarca Alfonso VI decida emplazar aquí el episcopado, cediendo su palacio para solar catedralicio. Varios barrios conectados por el camino se irán entonces conformando como ciudad básicamente en los siglos XII y XIII, cuando las obras del templo gótico sancionen definitivamente su hegemonía urbana en esta zona cristiana. Los siglos siguientes vieron transformarse su preeminencia, orientada hacia el comercio de telas y el intercambio ferial, aunque su más de treinta hospitales y su vocación jacobea trencen una característica de su rica topografía ciudadana. Hoy y aunque el dominio de la fábrica catedralicia puede eclipsar un patrimonio histórico principal, Burgos aún conserva numerosas huellas deudoras de nuestra senda: la entrada, en el conjunto ejemplar de puente, puerta y templo, dedicado aquí a otro personaje hecho santo a la vera del camino, Lesmes, que atendió el inmediato hospital de San Juan evangelista. La tumba de un franco dedicado a los peregrinos recibía así a los numerosos compatriotas que llegaban y, muchas veces, se asentaban definitivamente en la ciudad. La calle de san Juan, de sabor y traza medieval, conduce desde allí a la catedral, soberbia edificación gótica de aspecto plenamente europeo, pues a la traza francesa une los detalles nórdicos de sus torres con agujas. Es obra iniciada por el maestro Enrique, también artífice de planos para la de León, en significativa conexión caminera, que a lo largo de los siglos logró amalgamar distintos estilos en sabia síntesis. Descuella singularmente la sutileza de sus capillas funerarias, joyas del gótico final, o el completo repertorio de arte escultórico y pictórico en uno de los conjuntos artísticos más importantes del país, declarado Patrimonio Mundial por la Unesco. En ella, de nuevo, otra imagen, el «Cristo de Burgos», ofrece su tutela a los peregrinos con leyenda milagrera y prodigiosa.
Conjunto de San Lesmes
Con apenas tiempo para asimilar tal enormidad, salimos de Burgos por otro puente sobre el Arlanzón, el de Malatos, para arribar al poderoso Monasterio bernardo de Las Huelgas Reales, fundación de Alfonso VIII y Leonor de Plantagenet (finales del XII) y panteón regio, que custodia la imagen articulada de Santiago «del Espaldarazo», versión divergente del Matamoros, dispuesto a armar caballero a los reyes (como sucediera con Fernando III), aparte una singular colección de telas y otros objetos medievales. Muy cerca, el Hospital del Rey, otro flamante centro de acogida que en su día contó con traductores, enfermería, asistencia a todas horas, junto al cementerio de peregrinos de san Amaro: otro franco canonizado nos despide de Burgos… Hoy este lugar ha sido adaptado a funciones universitarias.
Monasterio de Las Huelgas, en Burgos, que impresiona por su aspecto de fortaleza
La sexta etapa del Calixtino, de Burgos a Frómista, discurre por llanuras antaño pantanosas donde diversos hospitales daban sentido a Rabé, Hornillos, Olmillos de Sasamón, Castellanos y Hontanas, ya a la vera de las ruinas góticas de la que fuera casa madre de la orden de los antoninianos, dedicada a tratar la enfermedad del «fuego sacro o de san Antón», gangrena producida por ingestión de cereal afectado por el hongo cornezuelo. La asistencia de los monjes, lógicamente, se extendió pronto a los caminantes. Divisamos Castrogeriz a un par de Kilómetros, dominada por el cerro que da asiento a las ruinas del castillo (el castrum Sigerici) y que defendiera la línea ganada a los musulmanes. Esta atalaya natural y humana obliga a rodear la Kilométrica calle en torno a la que se dispone la población así como la excolegiata de Santa María, cuya imagen se cita en diversas Cantigas de Alfonso X, o las iglesias de San Juan y Santo Domingo, especialmente.
Más allá de Castrogeriz cambiamos de valle y de provincia. La moderna demarcación, empero, responde a una vieja disputa, pues si el anterior límite burgalés era imprecisa zona entre castellanos y navarros, la memoria de las disputas entre castellanos y leoneses está aquí marcada por dos mojones, Itero del Castillo e Itero de la Vega, hitos o fiteros a ambos lados del río Pisuerga, que salva un memorable y largo puente. Son aproximadamente 60 Km. palentinos oscilando entre el asombro hacia el románico y las desoladoras jornadas de las campiñas cerealistas, sólo aliviadas por los ríos que atraviesan transversalmente nuestro trayecto.
Ruinas del Monasterio de San Antón, en Castrojeriz, el primer monumento que se encuentran los peregrinos al llegar a esta villa burgalesa
En Bobadilla del Camino nos saluda uno de los mojones o señales más sofisticados de la ruta, el rollo jurisdiccional del siglo XV que se hinca en la plaza, signo de justicia. Poco después, Frómista (de frumentum, trigo) cierra la sexta etapa del calixtino con uno de los ejemplares canónicos y primeros del románico peninsular. La iglesia de San Martín, pese a que debe gran parte de su carácter modélico a una restauración de finales del XIX, supone con Jaca y San Isidoro de León los incunables del estilo en la vía que lo difundió. Un capitel, entre muchos, con figuraciones tomadas de la representación de Orestes en un sarcófago romano revela la vivificadora presencia de tiempos anteriores, lentamente sedimentados, a lo largo del trayecto.
Pero la villa pone otros templos mayores: Santa María del Castillo y San Pedro, la ermita de Santiago o las cercanas esclusas del Canal de Castilla (obra de ingeniería ilustrada navegable en barcazas) son atractivos de esta patria chica de san Telmo, patrono de los marinos.
Población de Campos, Villovieco, Revenga y Villarmentero nos encaminan a Villalcázar de Sirga o Villasirga (literalmente «la villa de la calzada») cuyo enorme templo de Santa María la Blanca parece varado desde el siglo XIII en medio de un caserío minimizado. El desmedido plan templario del edificio nunca llegó a concluirse, pero la cabecera y el crucero (de tres naves) pasman al caminante como lo hace también el majestuoso pórtico con esculturas de la Epifanía y el apostolado, o los sepulcros interiores, con relieves funerarios, de Felipe, hermano de Alfonso X, y su esposa Leonor, aquí enterrados. A escasa distancia, Carrión de los Condes confirma que nos hallamos en terrenos del más estricto feudalismo, alabados por el primer guía y mentor de la ruta, Picaud. Sobre una estación del itinerario romano de Antonino, que a veces coincide con el nuestro, los condes Banu Gómez fundaron el que habría de ser uno de los centros más importantes del Camino, al amparo de las reliquias de los mártires san Zoilo y san Félix, traídas desde Al-Andalus hasta el calor de los peregrinos. Pero antes de su monasterio, Carrión ofrece un convento franciscano (Santa Clara) y dos templos románicos: Santa María del Camino, con excepcional friso caballeresco sobre las arquivoltas de entrada, y Santiago, donde el estupor se hace piedra con el soberbio clasicismo del Pantócrator y su Apostolado, modélicos en la región, y su arco orlado de oficios y costumbres, todo un reportaje idealizado sobre la vida medieval. Al otro lado del río Carrión, San Zoilo ofrece otra lección (descubierta no muchos años ha) de plástica románica, aparte de sus sepulcros nobiliarios y las posteriores reformas, entre las que destaca la renacentista (s. XVI).
Peregrinos descansan en Villalcázar
Alrededor de 200 Km. leoneses hacen de esta provincia la más extensamente jacobea, y su intensidad no le va a la zaga. Efectivamente, al sobrepasar la Tierra de Campos topamos con Sahagún, «pródigo en toda suerte de bienes» según el tópico de Picaud, quizá exaltado por su encuentro con monasterio francés tan principal. Surgido al calor de un arquetípico cuto a los mártires Facundo y Primitivo, rescatados del río Cea tras horribles torturas y sepultados en el lugar que dio origen a sucesivas edificaciones altomedievales (VII-X), el cenobio fue escogido por Alfonso VI como puntal de la reforma cluniacense leonesa, que tenía su versión castellana en el citado de San Zoilo de Carrión de los Condes. Este bastión del cambio ritual y social, recibió en buena lógica la visita legendaria del Emperador Carlomagno. No podía ser menos. El campeón jacobeo librará en las riberas del Cea una de sus mayores batallas contra otro Ferragut legendario: el rey moro Aigolando. La víspera del combate un signo hierofánico, de belleza plástica y épica, enaltece la acción bélica: las lanzas de los caballeros destinados a morir en combate florecen y enraízan en la tierra, es el signo de su martirio y la antesala de las fragorosas arboledas que bordean el río, pértigas portadoras de memoria mítica para los peregrinos. Sahagún culmina un rosario de filiales a lo largo de la «ruta canónica», desde St. Gilles, Moissac, Vézelay, Angely, Saintes, San Juan de la Peña, Burgos, Carrión, entre otros. Pero del aquel enorme edificio hoy apenas quedan ruinas, una vez que el pueblo se desquitó de los monjes con ocasión de las leyes desamortizadoras. Obligados por la extensión del texto, sólo anotamos monumentos antaño ensombrecidos por el titán de Cluny, hoy islotes en un caserío desacorde: las iglesias precozmente mudéjares de San Tirso y San Lorenzo; el Santuario de La Peregrina, cuya devoción mariana caracteriza el gótico y se incorpora habitualmente a la vera del Camino (ya se anunciaba en la ermita de la Virgen del Puente por la que se entra a la villa); o el museo que las Mm. Benedictinas tienen al cobijo del arco desmembrado del Monasterio que diera fama a la población.
Pantócrator de Carrión de los Condes. Palencia
Salimos hacia Calzadilla de la Cueza (dejando atrás las ruinas y el recuerdo de la poderosa abadía de Benevívere), Ledigos (lugar placentero, laetificus), Terradillos de los Templarios, Moratinos y San Nicolás del Real Camino, que tuviera buen hospital para leprosos, en dirección a otro hito monástico, Sahún, ya en tierras leonesas, atravesando el Valderaduey.
Alrededor de 200 Km. leoneses hacen de esta provincia la más extensamente jacobea, y su intensidad no le va a la zaga. Efectivamente, al sobrepasar la Tierra de Campos topamos con Sahagún, «pródigo en toda suerte de bienes» según el tópico de Picaud, quizá exaltado por su encuentro con monasterio francés tan principal. Surgido al calor de un arquetípico cuto a los mártires Facundo y Primitivo, rescatados del río Cea tras horribles torturas y sepultados en el lugar que dio origen a sucesivas edificaciones altomedievales (VII-X), el cenobio fue escogido por Alfonso VI como puntal de la reforma cluniacense leonesa, que tenía su versión castellana en el citado de San Zoilo de Carrión de los Condes. Este bastión del cambio ritual y social, recibió en buena lógica la visita legendaria del Emperador Carlomagno. No podía ser menos. El campeón jacobeo librará en las riberas del Cea una de sus mayores batallas contra otro Ferragut legendario: el rey moro Aigolando. La víspera del combate un signo hierofánico, de belleza plástica y épica, enaltece la acción bélica: las lanzas de los caballeros destinados a morir en combate florecen y enraízan en la tierra, es el signo de su martirio y la antesala de las fragorosas arboledas que bordean el río, pértigas portadoras de memoria mítica para los peregrinos. Sahagún culmina un rosario de filiales a lo largo de la «ruta canónica», desde St. Gilles, Moissac, Vézelay, Angely, Saintes, San Juan de la Peña, Burgos, Carrión, entre otros. Pero del aquel enorme edificio hoy apenas quedan ruinas, una vez que el pueblo se desquitó de los monjes con ocasión de las leyes desamortizadoras. Obligados por la extensión del texto, sólo anotamos monumentos antaño ensombrecidos por el titán de Cluny, hoy islotes en un caserío desacorde: las iglesias precozmente mudéjares de San Tirso y San Lorenzo; el Santuario de La Peregrina, cuya devoción mariana caracteriza el gótico y se incorpora habitualmente a la vera del Camino (ya se anunciaba en la ermita de la Virgen del Puente por la que se entra a la villa); o el museo que las Mm. Benedictinas tienen al cobijo del arco desmembrado del Monasterio que diera fama a la población.
Nos alejamos de la patria de Fray Bernardino (americanista avant la lettre) por otro Puente, cercano al Hospital que hubo sobre el Cea, y nos adentramos en un desabrido páramo sin apenas auxilio en las menciones de los viajeros, que no sean delatoras de la penuria de estos Burgos que ligaron su suerte a la peregrinación y al monasterio ceiense, y como ellos, derivan en cierta atonía. Los nombres se hacen eco de nuestros pasos: Calzada del Coto y Calzadilla de los Hermanos –si es que optamos por la vieja Vía trajana, intransitable en días lluviosos-, o por el Camino Real Francés, cuyo apellido tiene Bercianos, y sigue en el Burgo Ranero, que antaño tal vez abasteciera de suculentas ancas a los paladares monacales, y donde Laffi ( a finales del XVII) viera el cadáver de un peregrino comido por las alimañas y le diera sepultura en cumplida solidaridad de caminante. Y, tras Reliegos, Mansilla de las Mulas, que si a Künig le pareciera «ciudad», a Manier se le ofrece como «villa de poca cosa con muros de tierra amarilla, altos», a veces incluso cubiertos por una plaga de langosta como la que testimonia, de nuevo, el boloñés Laffi.
Rumbo a León hemos dejado a un lado Sandoval, cuya fundación también rinde tributo a Santiago por el reencuentro de su patrono Ponce de Minerva con su mujer, regresado del cautiverio al modo de un renovado Ulises. Hoy, el monasterio ofrece su románica ruina a los herbazales y las restauraciones intermitentes. Y, a la otra mano, Lancia, orgullosa capital astur reducida a fuego por Roma, sobre la misma colina que cobija la arquitectura más cristalina del arte mozárabe: San Miguel de Escalada. Tras Villamoros del Camino Francés, el «enorme puente» (Picaud) de Villarente, Arcahueja y Valdelafuente, subimos al portillo de la aljama hebrea (Puente Castro) y divisamos, por fin, León, «ciudad sede de la corte real, llena de todo tipo de bienes», para nuestro guía más antiguo, que de nuevo recurre al topos verbal.
En León, como en Burgos, el camino toma anatomía urbana y su cirugía resulta casi imposible. Se ofrecen tal cantidad y calidad de señales y cicatrices que apenas cabe sino adentrarnos directamente en el corazón romero, adonde nos dirigen las venas enmarañadas de sus calles, convertidas en brocado dentro de la hectárea del campamento romano que dio origen a la ciudad.
Ninguna ciudad como León tan señalada por la abundancia de iglesias y monasterios en la época épica de las peregrinaciones, en la Alta Edad Media: leprosería de San Lázaro y monasterio de San Claudio apenas nos legaron sus nombres, pero desde Santa Ana, los distintos itinerarios posibles se trufan de hitos imprescindibles: Santa María del Camino, parroquia románica de los francos; el mercatum que abraza la cerca medieval agazapada bajo la rotunda presencia del recinto legionario que dio nombre y renombre a la ciudad (la Legio VII gemina); San Marcelo, del mártir centurión, parte de cuya numerosa descendencia hemos conocido ya en Sahagún; la Catedral, palimpsesto interminable compuesto de temas romanas, palacio de Ordoño II, catedral románica, gótica y hasta decimonónica. La archifamosa pulchra, sutil maqueta de catedral gala que conserva el efecto evanescente de sus vidrieras.
Ninguna ciudad como León tan señalada por la abundancia de iglesias y monasterios en la época épica de las peregrinaciones, en la Alta Edad Media: leprosería de San Lázaro y monasterio de San Claudio apenas nos legaron sus nombres, pero desde Santa Ana, los distintos itinerarios posibles se trufan de hitos imprescindibles: Santa María del Camino, parroquia románica de los francos; el mercatum que abraza la cerca medieval agazapada bajo la rotunda presencia del recinto legionario que dio nombre y renombre a la ciudad (la Legio VII gemina); San Marcelo, del mártir centurión, parte de cuya numerosa descendencia hemos conocido ya en Sahagún; la Catedral, palimpsesto interminable compuesto de temas romanas, palacio de Ordoño II, catedral románica, gótica y hasta decimonónica. La archifamosa pulchra, sutil maqueta de catedral gala que conserva el efecto evanescente de sus vidrieras.
Nave central, cuyas bóvedas se alzan treinta metros
Límite y ligazón, los abundantes ríos que atraviesa el peregrino, esos costillares del camino, se funden con el pavimento en multiformes puentes que tienden auxilio a cambio de unos instantes concedidos a la meditación contemplativa. En uno de estos, sobre el río Órbigo, una desmedida longitud presta ambiente y casi obliga a la gesta caballeresca de una época que, pese a su lejanía respecto al momento mayor de la peregrinación, refleja los nuevos cauces del sentir jacobeo en la tardía Edad Media. Allí donde ya Alfonso el Magno venciera a la morisma, con ayuda de Bernardo del Carpio, en el puente que une los dos barrios, el del puente y el del hospital de San Juan, el leonés Suero de Quiñones plantó sus justas amorosas durante treinta días, en el verano de 1434. Las comentamos en otra parte de este texto, pero baste recordar aquí que la proeza del enamorado Suero puede interpretarse como parte del espectacular crepúsculo de la Edad Media, final, también, de la etapa de esplendor jacobeo, debido al trueque y difuminación de la intención primera del romero: la devocional. Suero debe hazaña y viaje a sus pasiones humanas, por mucho que las inscriba, aún, en el paisaje de nuestra ruta. Es un episodio vesperal de la peregrinación, antes de que esta sea duramente cuestionada por los reformistas (perdiendo así parte de su público más entregado, el noreuropeo) y finalmente abandonada a su suerte por Roma.
Como al llegar a la capital de la provincia, un ligero ascenso invita, después, desde el oportuno crucero, a vislumbrar Astorga antes de atravesar San Justo de la Vega y el río Tuerto. Otra historia y la misma a la vez: campamento legionario (efímero aquí), capital de convento jurídico latino, temprana diócesis cristiana, por tanto, y encrucijada de la Vía de la Plata, sendero morabito agregado a esta vía francígena desde este instante. Asturica Augusta fue legendaria sede apostólica (fundada por Pedro y Pablo), y tuvo como obispo al primer heterodoxo hispano según Menéndez Pidal: Basílides, capitalizó el monacato repoblador, y, tras ser arrasada por Almanzor, desplegó siempre su vitalidad entorno a ese carácter de encrucijada. Actualmente desentierra de cuando en cuando reliquias arqueológicas, mientras el Pero Mato, legendario guerrero de Clavijo, saluda desde otra de las catedrales del Camino, quizás la más ignorada pese a su hermosura, acompañada del extravagante palacio episcopal del arquitecto Gaudí. Por las restañadas murallas, salimos, rectivía, a carreteras de arrieros, aquellos maragatos novelados que desahució el ferrocarril, y recorremos la Somoza por tierras de murias rojas y solas (Murias de Rechivaldo, Santa Catalina de Somoza, El Ganso), hasta Rabanal del Camino, posta obligada en estas soledades premontañosas y final de la Novena etapa calixtina.
Finalmente, la Basílica de San Isidoro asoma ante el peregrino que siempre debió visitarla, tal y como recomienda vivamente nuestro guía poitevino entusiasta de las reliquias, y motivo por el que Fernando II en 1168 modificó y reguló un trazado que conectaba directamente al templo con el itinerario más frecuentado, derribando parte de la antigua muralla de cubos. El templo se cimentó sobre aguas salutíferas romanas, dedicadas al Bautista y, más tarde, al mozárabe cordobés Pelayo, y allí se produjo la más radical mutación ideológica y arquitectónica del León medieval. Fernando I y Sancha lo escogerían para traspasar su vecino palacio del barrio sur, convirtiendo el templo primero en nueva fábrica de un estilo asturiano arcaizante al modo del Valdediós de Alfonso III, y después en cementerio dinástico, cuyo traslado desde Palat de Rey y nueva vocación ecuménica favorecerá un siglo de arquitectura románica ejemplar, talleres de orfebres y eboraria sin parangón, pintores e iluminadores originalísimos, canteros y prodigios famosos que conforman el crisol artístico donde se acuñó la imagen del nuevo reino leonés. Para ello, Fernando había conseguido de Almotamid, taifa sevillano, las reliquias prestigiosas del docto Isidoro de Sevilla en 1063, compañero impagable de los sarcófagos regios que se agolpan a la entrada del templo, bajo las bóvedas en que se anuncia la llegada del Cordero apocalíptico y la Nueva Jerusalén. Un cordero y una intención que también subrayan, en la portada meridional, la legitimidad y éxito de la genealogía de Abraham e Isaac frente al fatalismo astrológico de los ismaelitas, en definitiva, de los infieles musulmanes, condenados a salir derrotados en la promocionada «Reconquista». San Isidoro rivaliza con el Matamoros y se alinea de igual manera en las huestes cristianas: en Valencia, Toledo o Baeza (pendón éste último que aún campea en la tribuna isidoriana). Y comparte otros atributos de la divinidad, en particular el poder taumatúrgico, que antaño se vinculó a los propios reyes hispanogodos, o el de la resurrección, o los numerosos prodigios que relata, ya en el siglo XIII, el apologético canónigo Lucas de Tuy.
Portada de San Isidoro. León
Salimos, pues, de León, por la trilogía clásica de San Marcos: monasterio, hospital y puente, aquí sede de la Orden de Caballería de Santiago en este Reino. Pudiéramos, en una alternativa de muchas, acudir, desde este punto, hasta Oviedo (a visitar al Señor y no al vasallo, dicen los vehementes asturianos), atravesaríamos así el Pajares de la colegiata de Arbas, en cuya construcción ayudó un oso ayuntado a los bueyes, según un arquetipo legendario que conocemos ya. Pero continuamos desde León al oeste por la Virgen del Camino, templo mariano prototípico en su leyenda originaria aunque atípico en la forma vibrante de sus esculturas y espacios modernos. Valverde de la Virgen, San Miguel del Camino, Villadangos, San Martín… árida extensión similar al preludio de llegada a León, donde pueblos y burgos tienen siempre un referente y vocación jacobea inequívocos.
Límite y ligazón, los abundantes ríos que atraviesa el peregrino, esos costillares del camino, se funden con el pavimento en multiformes puentes que tienden auxilio a cambio de unos instantes concedidos a la meditación contemplativa. En uno de estos, sobre el río Órbigo, una desmedida longitud presta ambiente y casi obliga a la gesta caballeresca de una época que, pese a su lejanía respecto al momento mayor de la peregrinación, refleja los nuevos cauces del sentir jacobeo en la tardía Edad Media. Allí donde ya Alfonso el Magno venciera a la morisma, con ayuda de Bernardo del Carpio, en el puente que une los dos barrios, el del puente y el del hospital de San Juan, el leonés Suero de Quiñones plantó sus justas amorosas durante treinta días, en el verano de 1434. Las comentamos en otra parte de este texto, pero baste recordar aquí que la proeza del enamorado Suero puede interpretarse como parte del espectacular crepúsculo de la Edad Media, final, también, de la etapa de esplendor jacobeo, debido al trueque y difuminación de la intención primera del romero: la devocional. Suero debe hazaña y viaje a sus pasiones humanas, por mucho que las inscriba, aún, en el paisaje de nuestra ruta. Es un episodio vesperal de la peregrinación, antes de que esta sea duramente cuestionada por los reformistas (perdiendo así parte de su público más entregado, el noreuropeo) y finalmente abandonada a su suerte por Roma.
Como al llegar a la capital de la provincia, un ligero ascenso invita, después, desde el oportuno crucero, a vislumbrar Astorga antes de atravesar San Justo de la Vega y el río Tuerto. Otra historia y la misma a la vez: campamento legionario (efímero aquí), capital de convento jurídico latino, temprana diócesis cristiana, por tanto, y encrucijada de la Vía de la Plata, sendero morabito agregado a esta vía francígena desde este instante. Asturica Augusta fue legendaria sede apostólica (fundada por Pedro y Pablo), y tuvo como obispo al primer heterodoxo hispano según Menéndez Pidal: Basílides, capitalizó el monacato repoblador, y, tras ser arrasada por Almanzor, desplegó siempre su vitalidad entorno a ese carácter de encrucijada. Actualmente desentierra de cuando en cuando reliquias arqueológicas, mientras el Pero Mato, legendario guerrero de Clavijo, saluda desde otra de las catedrales del Camino, quizás la más ignorada pese a su hermosura, acompañada del extravagante palacio episcopal del arquitecto Gaudí. Por las restañadas murallas, salimos, rectivía, a carreteras de arrieros, aquellos maragatos novelados que desahució el ferrocarril, y recorremos la Somoza por tierras de murias rojas y solas (Murias de Rechivaldo, Santa Catalina de Somoza, El Ganso), hasta Rabanal del Camino, posta obligada en estas soledades premontañosas y final de la Novena etapa calixtina.
Silueta de la Catedral de Astorga. León
Crucero de Santo Toribio, sobre San Justo de la Vega (León)
Astorga. Catedral y Palacio Gaudí
Catedral de Astorga
Refugio de Manjarín, con las distancias a distintos puntos del planeta indicadas en un cartel
Monte del Gozo, que resume el júbilo de los peregrinos al contemplar desde esta colina la ciudad y la Catedral de Santiago
Crucero de Santo Toribio, sobre San Justo de la Vega (León)
Astorga. Catedral y Palacio Gaudí
Catedral de Astorga
De la ribera a la montaña, serpenteando entre cumbres prestigiosas (el mítico Teleno nos abruma con sus 2.288 m.) y una desolación subyugadora, iniciamos el ascenso al monte Irago para llegar, en la culminación de la decrepitud, a Foncebadón. Seguimos subiendo, sin mirar hacia atrás, porque nos aguarda la llegada a una de las metas de todo peregrino: la cima del mons mercurii, señal y término, alternativa y tránsito entre dos regiones dispares, Somoza y Bierzo. En su cúspide yerma arrojamos una piedra al montón de guijarros y ofrendas que perfora un madero con una cruz en su ápice. Una piedra o un exvoto traído de lejos o recogido allí mismo, tanto monta, para señalar nuestro paso, para señalar a quienes nos sucedan, para ganarnos el derecho a seguir.
El descenso a la comarca berciana resulta mucho más esforzado que su vislumbramiento y de ello dan testimonio el desamparo de Manjarín o la inverosímil ruina de Labor de Rey. Sin embargo, nos recompensa la llegada, poco a poco, al hondón berciano, dotado de una frondosidad que sabe a Galicia. Aunque pasemos de puntillas, El Bierzo se orla de eremitismo añejo y castizo (Complugo, Peñalba, Montes…) y su espina dorsal es devota de la Virgen, la «Preciosa» sobre el galano puente de Molinaseca, o la patrona de La Encina en su basílica de Ponferrada (la «pons ferrata» del XI), aledaña de la fortaleza que fue alguna vez templaria, ambas asfixiadas en un urbanismo indigno de tal denominación. A través de un fértil y singular país pasamos Camponaraya y Cacauelos, a un lado el castro de la Ventosa y al otro el monasterio de Carracedo, para alcanzar el jubileo anticipado a quienes no pudieron continuar que ofrece la portada del Perdón en la iglesia de Santiago de una nueva Villa-franca, al otro extremo de la región, también al pie de los montes. Si tal cosa nos sucediera perderíamos el apetecible encarcelamiento en ese tajo de verdor con el que el río Valcárcel nos une a Galicia. Castillos amenazantes (Auctares, el viejo Utaris del itinerario romano de Antonino, o Sarracín, preparado al asalto del caminante) bordean nuestro paso por aldeas angostas y longilíneas donde hasta las herrerías estremecían al viajero boloñés, antes de emprender la pavorosa subida de La Faba y Laguna de Castilla, paradójico nombre del último pueblo leonés. Desde la cumbre plena terrible del Mons Februarii, el Cebreiro, a casi 1300 metros de altitud, esta cima, la más abrupta y esforzada del camino francés, fue evitada por numerosos peregrinos que, como Herman Künig, aconsejan tomar la otra vía romana que sube a Piedrahita tal y como lo hace, hoy día, la Nacional VI. Sin embargo, esta alternativa impide una de las más envolventes, duras y fértiles vivencias del camino y, también, conocer en la propia extenuación el sentido de uno de los más renombrados milagros sucedidos a la vera de nuestra ruta. No estamos aún en Santiago, pero hemos ganado el Grial.
El descenso a la comarca berciana resulta mucho más esforzado que su vislumbramiento y de ello dan testimonio el desamparo de Manjarín o la inverosímil ruina de Labor de Rey. Sin embargo, nos recompensa la llegada, poco a poco, al hondón berciano, dotado de una frondosidad que sabe a Galicia. Aunque pasemos de puntillas, El Bierzo se orla de eremitismo añejo y castizo (Complugo, Peñalba, Montes…) y su espina dorsal es devota de la Virgen, la «Preciosa» sobre el galano puente de Molinaseca, o la patrona de La Encina en su basílica de Ponferrada (la «pons ferrata» del XI), aledaña de la fortaleza que fue alguna vez templaria, ambas asfixiadas en un urbanismo indigno de tal denominación. A través de un fértil y singular país pasamos Camponaraya y Cacauelos, a un lado el castro de la Ventosa y al otro el monasterio de Carracedo, para alcanzar el jubileo anticipado a quienes no pudieron continuar que ofrece la portada del Perdón en la iglesia de Santiago de una nueva Villa-franca, al otro extremo de la región, también al pie de los montes. Si tal cosa nos sucediera perderíamos el apetecible encarcelamiento en ese tajo de verdor con el que el río Valcárcel nos une a Galicia. Castillos amenazantes (Auctares, el viejo Utaris del itinerario romano de Antonino, o Sarracín, preparado al asalto del caminante) bordean nuestro paso por aldeas angostas y longilíneas donde hasta las herrerías estremecían al viajero boloñés, antes de emprender la pavorosa subida de La Faba y Laguna de Castilla, paradójico nombre del último pueblo leonés. Desde la cumbre plena terrible del Mons Februarii, el Cebreiro, a casi 1300 metros de altitud, esta cima, la más abrupta y esforzada del camino francés, fue evitada por numerosos peregrinos que, como Herman Künig, aconsejan tomar la otra vía romana que sube a Piedrahita tal y como lo hace, hoy día, la Nacional VI. Sin embargo, esta alternativa impide una de las más envolventes, duras y fértiles vivencias del camino y, también, conocer en la propia extenuación el sentido de uno de los más renombrados milagros sucedidos a la vera de nuestra ruta. No estamos aún en Santiago, pero hemos ganado el Grial.
Refugio de Manjarín, con las distancias a distintos puntos del planeta indicadas en un cartel
El resto de la ruta jacobea no necesita mayor presentación, pues Galicia está marcada de parte a parte por este Camino como lo está su enseña por el curso diagonal y azul del río Miño. Sin embargo, y aunque nuestra región motive este texto, debemos concluir, siquiera abreviadamente. El descenso del Cebreiro es engañoso, pues hasta Sarria el peregrino debe afrontar sucesivas ascensiones y bajadas a los diferentes montes y cerros que le ofrece, cada vez menos arduos, la ruta. Antes, hemos dejado Triacastela o el monasterio de Samos (una de las alternativas o desvíos más gustosos de la ruta), entre otras infinitas aldeas y parroquias que siempre prenden una impresión jacobea a nuestro paso. En Portomarín, su iglesia románica almenada antaño de la Orden hospitalaria de Jerusalén, fue rescatada de las aguas embalsadas como el propio pueblo, y domina el paso por el río mayor de Galicia, el Miño. Desde Palas do Rei arranca la decimotercera etapa calixtina, que culmina en Compostela tras atravesar Melide o Arzúa como poblaciones mayores, y debe detenerse en el Monte del Gozo, Monxoi (o Mons Gaudii), primer lugar desde el que se divisa la meta de nuestro viaje, un recorrido que termina y comienza a la vez en el Pórtico de la Gloria de la catedral, donde el peregrino no puede sino callar.
Monte del Gozo, que resume el júbilo de los peregrinos al contemplar desde esta colina la ciudad y la Catedral de Santiago