Se cuenta que en donde hoy está el Lago de Sanabria hubo un pueblo a la altura del lugar que se llamaba –y todavía llaman- Villa verde o Villa verde de la Lucerna. Y del que aún se dice:
Un día llegó un pobre andrajoso, que se apoyaba penosamente en un bastón, pidiendo limosna, pero la gente de aquel pueblo era muy dura de corazón y apresuraban el paso al verlo o cerraban las puertas según se acercaba. El pobre se dirigió a la única casa en la que todavía no había llamado, una que se encontraba algo apartada y en un alto del terreno. Era una panadería, y el panadero sí que abrió, le hizo sentarse junto al fuego y metió la última masa de pan que le quedaba al fuego. Cuando el panadero fue a sacar el bollo, la masa había aumentado tanto de tamaño que casi no cabía por la boca del horno. Y el pobre dijo:
-Guardé ese pan porque de él tendrán que comer usted y su familia hasta que alguna barca pueda venir a rescatarles.
El panadero y su mujer se miraron sin entender nada, porque sólo pasaba un riachuelo por allí que apenas llevaba agua ni aun en los inviernos más lluviosos. Al atardecer, el mendigo abandonó el pueblo, se sacudió de polvo los pies, cogió el cayado y gritó:
-Donde clavo este bastón
que salga un borbollón.
Y salió tanta agua del hoyo que pronto inundó todas las tierras circundantes como si fuera el mar. Pero, cuando las olas alcanzaban ya el cerro en que estaba el horno del panadero, las olas se detuvieron, convirtiéndose aquel promontorio en una pequeña isla. Fue lo único que no quedó sumergido bajo las aguas, porque hasta la torre de la iglesia resultó anegada, pero dicen que la noche de San Juan sus campanas voltean y pueden oírlas solamente los que no están en pecado mortal. Y es que otros explican que aquel mendigo era Jesucristo, que quiso probar la caridad de los habitantes del pueblo, y –al no ser bien recibido- decidió que todos menos la familia del panadero desaparecieran de la tierra.
Que es lo mismo que ocurrirá cuando llegue el fin del mundo.
Otros también cuentan que –algunas noches oscuras- se ven luces que parecen andar sobre las aguas y que son las almas de los desaparecidos que intentan salir de la profundidad del lago. Y de ahí que se le de el nombre de Villaverde de la Lucerna.
Entonces, cuando eso ocurre, hay que rezar un padrenuestro y hacer la señal de la cruz para que la luz deje de verse y las almas puedan encontrar su paz.
Hay una muy conocida canción narrativa, que suele ser catalogada como romance –aunque a veces no lo sea formalmente- con el título de «Jesucristo en traje de pobre», de la cual he podido oír versiones desde niño en las tierras de Castilla y León y que, como ya indica la denominación que se le da, trata un tema muy parecido a esta leyenda. Un tema que pretende potenciar la ejemplaridad moral de la limosna. El mensaje de tal composición y de los relatos sobre pueblos que desaparecieron por no haber tenido caridad de Cristo o de la Virgen –cuando iban mendigando para probar a los hombres- es el mismo, también, que el de otro difundidísimo canto que comienza:
Madre, a tu puerta hay un niño/ más hermoso que el sol bello y dice que tiene frío/ porque el pobre viene en cueros.
-Anda, dile que entre/ se calentará
porque en esta tierra/ ya no hay caridad,
bien poca que había/ se ha acabado ya.
(Díaz Viana 1983: 214).
Como señala García de Diego, «el tema más obvio de los supuestos pueblos, castillos o comunidades humanas sumergidos es el de castigo divino de un crimen o un pecado», de manera que los orígenes legendarios de lagos –como el de Sanabria- que se hallarían sobre poblaciones que no quisieron albergar a Jesús o a su madre (y a ambos al tiempo) resultan bastante comunes en España y fuera de ella. El propio García de Diego se refiere a algunos casos franceses –en este sentido- y a las leyendas españolas de dos lagos concretos: una, es la del de Enol, en Asturias, a la que también me refiero en esta Antología; y otra es la que gira en torno al lago de Maside, en Galicia, donde habría un pueblo sumergido.
«Los habitantes, duros de corazón, rechazaron a una que creyeron mendiga que, con un niño en brazos, pedía hospitalidad. La mendiga, despreciada de todos, era la Santísima Virgen, que con el Niño Jesús en brazos andaba fatigada por sus caminos. Dios, en castigo de tal dureza, dislocó las montañas, y el pueblo con sus habitantes quedó siempre bajo las aguas» (García de Diego 1958: 19).
A propósito de la leyenda del lago de Sanabria se han recogido y recreado un buen número de versiones. Para la mía, he seguido –sobre todo- mi propia memoria, pues en mi infancia tuvo oportunidad de pasar algunas temporadas en Sanabria y escuché la historia contada de diversas formas. Muchas de las que se han reescrito e incluso vuelto a oralizar recientemente creo que tienen su punto de partida en el «origen popular» del lago, tal como lo cuenta –por extenso- el padre Morán, ensartando en un mismo relato las distintas narraciones que tenían que ver con él.
Aquí, como ocurre en muchas ocasiones, no parece la versión más larga –ni tiene necesariamente por qué serlo- la más antigua o fiel, sino más bien una refundición (probablemente debida al propio Morán) a la que se han adherido sobre un núcleo originario fragmentos de diferente procedencia: por ejemplo, los bueyes –o el toro y el buey-, de nombre Bragao y Redondo, con los que se intenta sacar las campanas de la iglesia del lago; o las luces fantasmales que se ven flotar sobre las aguas y que habrían dado pie al topónimo de «Lucerna» que se añade al de Valverde para denominar el lugar (Morán Bardón 1986: 54-57).
Pero también se cuenta –según otras tradiciones- que la mítica Lucerna o Luiserna es el nombre que se daba a la misma ciudad sumergida y que ésta se hallaba situada en el lago Carucedo, de la comarca leonesa del Bierzo, habiendo servido de refugio al caballero bretón Anseis que acompañó a Carlomagno en sus correrías (Rúa Aller y Rubio Gago 1986: 62-63).
Lo que sí está claro es que estas historias piadosas nacen y se difunden para que los fieles de la Iglesia se lo piensen mucho antes de rehusarse a dar una limosna. Y para que el castigo local a los tacaños sea tomado como ejemplo y precedente de las penas que el Dios de los cristianos aplicará a los impíos el día del Juicio Final. Hasta entonces, el pueblo castigado por su poca compasión permanecerá sumergido bajo las aguas del Lago de Sanabria y esa campana que habla con la otra en algunas versiones de la leyenda, no podrá salir a la superficie:
Tú te vas, Verdosa,
yo me quedo, Bamba;
hasta el fin del mundo
no seré sacada.
Villa verde, Villa verde,
el que va no vuelve.
el que va no vuelve.
Un día llegó un pobre andrajoso, que se apoyaba penosamente en un bastón, pidiendo limosna, pero la gente de aquel pueblo era muy dura de corazón y apresuraban el paso al verlo o cerraban las puertas según se acercaba. El pobre se dirigió a la única casa en la que todavía no había llamado, una que se encontraba algo apartada y en un alto del terreno. Era una panadería, y el panadero sí que abrió, le hizo sentarse junto al fuego y metió la última masa de pan que le quedaba al fuego. Cuando el panadero fue a sacar el bollo, la masa había aumentado tanto de tamaño que casi no cabía por la boca del horno. Y el pobre dijo:
-Guardé ese pan porque de él tendrán que comer usted y su familia hasta que alguna barca pueda venir a rescatarles.
El panadero y su mujer se miraron sin entender nada, porque sólo pasaba un riachuelo por allí que apenas llevaba agua ni aun en los inviernos más lluviosos. Al atardecer, el mendigo abandonó el pueblo, se sacudió de polvo los pies, cogió el cayado y gritó:
-Donde clavo este bastón
que salga un borbollón.
Y salió tanta agua del hoyo que pronto inundó todas las tierras circundantes como si fuera el mar. Pero, cuando las olas alcanzaban ya el cerro en que estaba el horno del panadero, las olas se detuvieron, convirtiéndose aquel promontorio en una pequeña isla. Fue lo único que no quedó sumergido bajo las aguas, porque hasta la torre de la iglesia resultó anegada, pero dicen que la noche de San Juan sus campanas voltean y pueden oírlas solamente los que no están en pecado mortal. Y es que otros explican que aquel mendigo era Jesucristo, que quiso probar la caridad de los habitantes del pueblo, y –al no ser bien recibido- decidió que todos menos la familia del panadero desaparecieran de la tierra.
Que es lo mismo que ocurrirá cuando llegue el fin del mundo.
Otros también cuentan que –algunas noches oscuras- se ven luces que parecen andar sobre las aguas y que son las almas de los desaparecidos que intentan salir de la profundidad del lago. Y de ahí que se le de el nombre de Villaverde de la Lucerna.
Entonces, cuando eso ocurre, hay que rezar un padrenuestro y hacer la señal de la cruz para que la luz deje de verse y las almas puedan encontrar su paz.
Hay una muy conocida canción narrativa, que suele ser catalogada como romance –aunque a veces no lo sea formalmente- con el título de «Jesucristo en traje de pobre», de la cual he podido oír versiones desde niño en las tierras de Castilla y León y que, como ya indica la denominación que se le da, trata un tema muy parecido a esta leyenda. Un tema que pretende potenciar la ejemplaridad moral de la limosna. El mensaje de tal composición y de los relatos sobre pueblos que desaparecieron por no haber tenido caridad de Cristo o de la Virgen –cuando iban mendigando para probar a los hombres- es el mismo, también, que el de otro difundidísimo canto que comienza:
Madre, a tu puerta hay un niño/ más hermoso que el sol bello y dice que tiene frío/ porque el pobre viene en cueros.
-Anda, dile que entre/ se calentará
porque en esta tierra/ ya no hay caridad,
bien poca que había/ se ha acabado ya.
(Díaz Viana 1983: 214).
Como señala García de Diego, «el tema más obvio de los supuestos pueblos, castillos o comunidades humanas sumergidos es el de castigo divino de un crimen o un pecado», de manera que los orígenes legendarios de lagos –como el de Sanabria- que se hallarían sobre poblaciones que no quisieron albergar a Jesús o a su madre (y a ambos al tiempo) resultan bastante comunes en España y fuera de ella. El propio García de Diego se refiere a algunos casos franceses –en este sentido- y a las leyendas españolas de dos lagos concretos: una, es la del de Enol, en Asturias, a la que también me refiero en esta Antología; y otra es la que gira en torno al lago de Maside, en Galicia, donde habría un pueblo sumergido.
«Los habitantes, duros de corazón, rechazaron a una que creyeron mendiga que, con un niño en brazos, pedía hospitalidad. La mendiga, despreciada de todos, era la Santísima Virgen, que con el Niño Jesús en brazos andaba fatigada por sus caminos. Dios, en castigo de tal dureza, dislocó las montañas, y el pueblo con sus habitantes quedó siempre bajo las aguas» (García de Diego 1958: 19).
A propósito de la leyenda del lago de Sanabria se han recogido y recreado un buen número de versiones. Para la mía, he seguido –sobre todo- mi propia memoria, pues en mi infancia tuvo oportunidad de pasar algunas temporadas en Sanabria y escuché la historia contada de diversas formas. Muchas de las que se han reescrito e incluso vuelto a oralizar recientemente creo que tienen su punto de partida en el «origen popular» del lago, tal como lo cuenta –por extenso- el padre Morán, ensartando en un mismo relato las distintas narraciones que tenían que ver con él.
Aquí, como ocurre en muchas ocasiones, no parece la versión más larga –ni tiene necesariamente por qué serlo- la más antigua o fiel, sino más bien una refundición (probablemente debida al propio Morán) a la que se han adherido sobre un núcleo originario fragmentos de diferente procedencia: por ejemplo, los bueyes –o el toro y el buey-, de nombre Bragao y Redondo, con los que se intenta sacar las campanas de la iglesia del lago; o las luces fantasmales que se ven flotar sobre las aguas y que habrían dado pie al topónimo de «Lucerna» que se añade al de Valverde para denominar el lugar (Morán Bardón 1986: 54-57).
Pero también se cuenta –según otras tradiciones- que la mítica Lucerna o Luiserna es el nombre que se daba a la misma ciudad sumergida y que ésta se hallaba situada en el lago Carucedo, de la comarca leonesa del Bierzo, habiendo servido de refugio al caballero bretón Anseis que acompañó a Carlomagno en sus correrías (Rúa Aller y Rubio Gago 1986: 62-63).
Lo que sí está claro es que estas historias piadosas nacen y se difunden para que los fieles de la Iglesia se lo piensen mucho antes de rehusarse a dar una limosna. Y para que el castigo local a los tacaños sea tomado como ejemplo y precedente de las penas que el Dios de los cristianos aplicará a los impíos el día del Juicio Final. Hasta entonces, el pueblo castigado por su poca compasión permanecerá sumergido bajo las aguas del Lago de Sanabria y esa campana que habla con la otra en algunas versiones de la leyenda, no podrá salir a la superficie:
Tú te vas, Verdosa,
yo me quedo, Bamba;
hasta el fin del mundo
no seré sacada.