En los pueblos próximos a La Bañeza aún se tiene un gran temor a las tormentas rojas que proceden de la sierra de Carpurias. Se dice que en la más alta cima vivía un gigante de un solo ojo, un ojáncano u ojaranco que los llaman en las tierras cántabras y astures de más arriba, que habría sobrevivido a todos los de su especie.
Pues hubo un tiempo en que los ojáncanos casi se confundían con los hombres y vivían en paz junto a ellos. Los había malos y buenos como los propios humanos, hasta que éstos empezaron a perseguirlos para robarles el oro que guardaban en sus montañas. A partir de entonces ya sólo vivirían para hacer el mal: arrancaban los árboles, llenaban de grandes piedras las fuentes, quemaban las cosechas, mataban al ganado, raptaban a las mozas más bellas de las aldeas porque los ojáncanos son muy enamoradizos…
Aunque el ojáncano de Carpurias, al que allí llaman el gigante de la peña, era un ojáncano bueno que vivía tranquilo en su gruta y se conformaba con las ofrendas de leche que le hacían los lugareños. La encargada de llevársela era una hermosa pastora de la que el ojáncano se enamoró.
Pero no intentó raptarla, sino que la cortejaba a distancia. Hasta que la muchacha tuvo que irse con su familia lejos de allí y no faltaron malas lenguas que achacaron esta repentina partida a la persecución amorosa de que era objeto por parte del gigante. Unos decían que la chica le correspondía y que los padres decidieron poner tierra de por medio para impedir relación tan monstruosa. Otros que, a pesar de que jamás habían llegado a estar tan cerca como para tocarse, los padres prefirieron irse ante la vergüenza que les causaba el que la gente, con sorna, empezara a llamar a su hija la novia del ojáncano.
Sea como fuere, el ojáncano quedó desconsolado para siempre.
Y dicen que ese día bramó desde la más alta cima atronando la sierra y que cada vez que se vuelve a quejar el ojáncano –o su fantasma- provoca las terribles tormentas rojas que asolan aquellos parajes.
Me he valido para la elaboración de este texto tanto de los relatos populares sobre un lugar concreto como de la creencia, aún vigente especialmente en la mitad norte de España sobre el ojáncano u ojaranco, un ser fabuloso de un solo ojo que, de forma inevitable, recuerda a los cíclopes de la mitología clásica. Los ojáncanos, como las anjanas –de las que también recojo algunas leyendas cántabras en esta Antología- se caracterizan siempre por su tamaño anormal: o son personajes gigantescos o, por el contrario, son muy pequeños. Y, de ahí, que en algunas narraciones se dé a estos cíclopes nacionales de escasa talla y bastante traviesos el nombre de «ojaranquillos» (Díaz Viana 1985: 96-97).
Para las referencias a las tormentas rojas acompañadas de truenos que desencadenaría el gigante de un solo ojo que guarda fantásticos tesoros en la Sierra de Carpurias, he seguido algunas tradiciones locales al respecto que transcriben Francisco J. Rúa Aller y Manuel E. Rubio Gago en su libro sobre creencias populares leonesas. Lo curioso es que –como señalan estos autores- quizá tales tesoros no fueran sólo cosa de fantasía, pues en dicha zona y, más exactamente, en el término de Arrabalde, se descubrió en 1980 un importante yacimiento arqueológico, correspondiente a la segunda Edad de Hierro, que escondía abundantes joyas de oro y de plata (Rúa Aller y Rubio Gago 1986: 76).
Dice el escritor Antonio Colinas en alusión a este lugar conocido como Las Labradas y al tesoro en él encontrado de «torques, brazaletes, fíbulas, anillos, colgantes», que «aquel nido de águilas había sido un importante enclave de los astures, de la cultura castreña del noroeste, en el que lo celta y lo íbero, lo astur y lo vacceo se funden dando lugar a sugestivas señales arqueológicas». Y continúa afirmando que «este valle nuestro, el más situado al sur del territorio de los astures, es una tierra a la vez de límites y transición, de un fértil sincretismo, y el Castro de Las Labradas es el centro de una cultura peculiar, pero a la vez es lo que Eliade hubiera denominado un centro del mundo» (Colinas 2006: 131-132).
En lo que atañe a la caracterización del ojáncano y a la historia de su enamoramiento, he seguido el relato popular que Manuel Llano ofrece en su libro de leyendas Rabel bajo el título de «La novia del ojáncano». En él narra cómo la desesperación del cíclope ante la partida de la moza a la que ama hacia otro pueblo –por mandato de los padres de ésta- ocasionará que de ojáncano bueno y tierno se torne en monstruo perverso y encolerizado. Y cómo su comportamiento enloquecido repercutirá hasta tal punto en la aldea objeto de su furia que la gente que en ella habitaba se verá obligada a abandonarla y marcharse a otros lugares:
«Los vecinos arreglaban las parés por el día y el ojáncanu las tiraba por la noche. Así llegó el invierno. La gente estaba sin cosecha, los soberaos estaban vacíos, los pajares sin yerba. Tos los vecinos estaban entristecíos, sin tener una pizca de harina pa llevr al molinu. Una mañana, al poco de manecer, toda la gente se jué a un pueblu y otru, porque el ojáncanu enamorau no paraba de hacer mal. El pueblu se quedó solu y as casas se fueron caendo pocu a pocu, hasta que tó jué como un matorral…» (Llano 1934: 181-189).
Las innumerables leyendas sobre tesoros escondidos que custodia algún ser mitológico puede responder –como señalaba García de Diego- al «denominador común de la codicia humana» que haría soñar a los hombres con riquezas enterradas hace siglos (García de Diego 1958: 51).
Pero la correspondencia de la localización de muchos de estos relatos legendarios con antiguas poblaciones realmente ocultas bajo tierra tras su abandono y con verdaderos tesoros en su interior, parece indicar –según también comentaba el mismo autor- que no todo lo que se nos cuenta en las leyendas debe ser tomado exactamente como mentira. No tanto porque –como él apunta- apenas se pueda dudar de que algunas leyendas son «una deformación de un hecho real» (García de Diego 1958: 27); sino más bien porque hablan, a su manera, de ciertas realidades históricas que sólo seremos capaces de descubrir si aprendemos a leer en los «renglones torcidos» de su poética.
No miente la leyenda ni todo es ficción en ella, cuando nos dice que hay un gigante oculto bajo el monte, el ojáncano de la peña, quien –como los dioses Teleno o Marte, Candamio o Júpiter- reina en los picos de Cantabria, Asturias y León sobre los rayos y las tormentas..
Pues hubo un tiempo en que los ojáncanos casi se confundían con los hombres y vivían en paz junto a ellos. Los había malos y buenos como los propios humanos, hasta que éstos empezaron a perseguirlos para robarles el oro que guardaban en sus montañas. A partir de entonces ya sólo vivirían para hacer el mal: arrancaban los árboles, llenaban de grandes piedras las fuentes, quemaban las cosechas, mataban al ganado, raptaban a las mozas más bellas de las aldeas porque los ojáncanos son muy enamoradizos…
Aunque el ojáncano de Carpurias, al que allí llaman el gigante de la peña, era un ojáncano bueno que vivía tranquilo en su gruta y se conformaba con las ofrendas de leche que le hacían los lugareños. La encargada de llevársela era una hermosa pastora de la que el ojáncano se enamoró.
Pero no intentó raptarla, sino que la cortejaba a distancia. Hasta que la muchacha tuvo que irse con su familia lejos de allí y no faltaron malas lenguas que achacaron esta repentina partida a la persecución amorosa de que era objeto por parte del gigante. Unos decían que la chica le correspondía y que los padres decidieron poner tierra de por medio para impedir relación tan monstruosa. Otros que, a pesar de que jamás habían llegado a estar tan cerca como para tocarse, los padres prefirieron irse ante la vergüenza que les causaba el que la gente, con sorna, empezara a llamar a su hija la novia del ojáncano.
Sea como fuere, el ojáncano quedó desconsolado para siempre.
Y dicen que ese día bramó desde la más alta cima atronando la sierra y que cada vez que se vuelve a quejar el ojáncano –o su fantasma- provoca las terribles tormentas rojas que asolan aquellos parajes.
Me he valido para la elaboración de este texto tanto de los relatos populares sobre un lugar concreto como de la creencia, aún vigente especialmente en la mitad norte de España sobre el ojáncano u ojaranco, un ser fabuloso de un solo ojo que, de forma inevitable, recuerda a los cíclopes de la mitología clásica. Los ojáncanos, como las anjanas –de las que también recojo algunas leyendas cántabras en esta Antología- se caracterizan siempre por su tamaño anormal: o son personajes gigantescos o, por el contrario, son muy pequeños. Y, de ahí, que en algunas narraciones se dé a estos cíclopes nacionales de escasa talla y bastante traviesos el nombre de «ojaranquillos» (Díaz Viana 1985: 96-97).
Para las referencias a las tormentas rojas acompañadas de truenos que desencadenaría el gigante de un solo ojo que guarda fantásticos tesoros en la Sierra de Carpurias, he seguido algunas tradiciones locales al respecto que transcriben Francisco J. Rúa Aller y Manuel E. Rubio Gago en su libro sobre creencias populares leonesas. Lo curioso es que –como señalan estos autores- quizá tales tesoros no fueran sólo cosa de fantasía, pues en dicha zona y, más exactamente, en el término de Arrabalde, se descubrió en 1980 un importante yacimiento arqueológico, correspondiente a la segunda Edad de Hierro, que escondía abundantes joyas de oro y de plata (Rúa Aller y Rubio Gago 1986: 76).
Dice el escritor Antonio Colinas en alusión a este lugar conocido como Las Labradas y al tesoro en él encontrado de «torques, brazaletes, fíbulas, anillos, colgantes», que «aquel nido de águilas había sido un importante enclave de los astures, de la cultura castreña del noroeste, en el que lo celta y lo íbero, lo astur y lo vacceo se funden dando lugar a sugestivas señales arqueológicas». Y continúa afirmando que «este valle nuestro, el más situado al sur del territorio de los astures, es una tierra a la vez de límites y transición, de un fértil sincretismo, y el Castro de Las Labradas es el centro de una cultura peculiar, pero a la vez es lo que Eliade hubiera denominado un centro del mundo» (Colinas 2006: 131-132).
En lo que atañe a la caracterización del ojáncano y a la historia de su enamoramiento, he seguido el relato popular que Manuel Llano ofrece en su libro de leyendas Rabel bajo el título de «La novia del ojáncano». En él narra cómo la desesperación del cíclope ante la partida de la moza a la que ama hacia otro pueblo –por mandato de los padres de ésta- ocasionará que de ojáncano bueno y tierno se torne en monstruo perverso y encolerizado. Y cómo su comportamiento enloquecido repercutirá hasta tal punto en la aldea objeto de su furia que la gente que en ella habitaba se verá obligada a abandonarla y marcharse a otros lugares:
«Los vecinos arreglaban las parés por el día y el ojáncanu las tiraba por la noche. Así llegó el invierno. La gente estaba sin cosecha, los soberaos estaban vacíos, los pajares sin yerba. Tos los vecinos estaban entristecíos, sin tener una pizca de harina pa llevr al molinu. Una mañana, al poco de manecer, toda la gente se jué a un pueblu y otru, porque el ojáncanu enamorau no paraba de hacer mal. El pueblu se quedó solu y as casas se fueron caendo pocu a pocu, hasta que tó jué como un matorral…» (Llano 1934: 181-189).
Las innumerables leyendas sobre tesoros escondidos que custodia algún ser mitológico puede responder –como señalaba García de Diego- al «denominador común de la codicia humana» que haría soñar a los hombres con riquezas enterradas hace siglos (García de Diego 1958: 51).
Pero la correspondencia de la localización de muchos de estos relatos legendarios con antiguas poblaciones realmente ocultas bajo tierra tras su abandono y con verdaderos tesoros en su interior, parece indicar –según también comentaba el mismo autor- que no todo lo que se nos cuenta en las leyendas debe ser tomado exactamente como mentira. No tanto porque –como él apunta- apenas se pueda dudar de que algunas leyendas son «una deformación de un hecho real» (García de Diego 1958: 27); sino más bien porque hablan, a su manera, de ciertas realidades históricas que sólo seremos capaces de descubrir si aprendemos a leer en los «renglones torcidos» de su poética.
No miente la leyenda ni todo es ficción en ella, cuando nos dice que hay un gigante oculto bajo el monte, el ojáncano de la peña, quien –como los dioses Teleno o Marte, Candamio o Júpiter- reina en los picos de Cantabria, Asturias y León sobre los rayos y las tormentas..