No iniciaremos el Camino sin una preparación, por sintética que esta sea, que nos permita entender por qué lo hicieron otros, y, en definitiva, por qué lo vamos a emprender nosotros. Veámoslo en, al menos, tres facetas: su origen y triunfo, tanto legendario como histórico pues ambas ramas se entrelazan y confunden en el relato santiagués; su sentido y significado en el contexto de los mitos y las creencias, y la carga simbólica y sígnica que ha dejado tras de sí y que permite reconocer al peregrino jacobeo entre la nómina de sus semejantes.
Leyenda e historia: Santiago en Hispania
La inventio. El término «invención» se emplea generalmente para el redescubrimiento de las reliquias cristianas, cuyo lugar de localización fue olvidado o era desconocido, que retornan al culto por medio, normalmente, de una manifestación de la divinidad, una hierofanta, o sea, un «milagro». El debate sobre la autenticidad de los restos sacralizados no interesa al caso, pues sean o no auténticos, su culto fue universalmente reconocido y las consecuencias del mismo son las que comentamos aquí. Para el cristiano, como para el creyente de otras confesiones, los gestos de la divinidad (y las reliquias constituyen uno más, pues tienden un camino de lo sagrado hacia él) nunca son puestos en duda; son ciertas desde una certeza más allá de la comprobación, desde la fe. Es así que las distintas leyendas sobre la vida de Santiago el Mayor, hijo de Zebedeo, constituyen un mito más acá de la historia y su formulación, con variantes, fue cimentándose en varios textos hasta que fue recogida por Santiago de la Vorágine en su compilación de las vidas de santos titulada la Leyenda Dorada (siglo XIII). Resumiremos: a la muerte de Jesús los apóstoles se dispersan por cuenca mediterránea en su labor misionera. Santiago predicaría en la península Ibérica, de Iria Flavia a Zaragoza, donde sucedió la famosa aparición mariana del pilar, aunque su escaso éxito le devolvió a Palestina, donde a la postre sería el primer apóstol en sufrir la pena de muerte (el protomártir). A partir de entonces se inicia su vínculo definitivo con la lejana tierra donde recibirá sepultura. Sus discípulos se apoderan del cuerpo clandestinamente, se embarcan y son llevados milagrosamente por el Mediterráneo en ¡siete días y con una pequeña barca!, hasta Iria (Padrón). Allí solicitan de la mítica reina Lupa un lugar donde depositar al difunto, pero la reina, cuyo nombre ya revela su malquerencia, les envía maliciosamente al prefecto romano, quien les encarcela. Liberados gracias a la intervención de un ángel, son perseguidos, pero el derrumbamiento oportuno de un puente les permite salir, de nuevo por intercesión divina, del apuro. La reina los acoge nuevamente con buenas palabras, pero vuelve a engañarles haciéndoles creer que les facilita unos mansos bueyes para trasladar el cadáver, cuando en realidad deben enfrentarse a un dragón y a unos toros bravos. Sin embargo, éstos se enganchan mansamente al carro del santo y le conducen hasta el palacio de la reina, lugar escogido para la tumba del apóstol por los animales guiados milagrosamente. La reina, ante tales prodigios, acaba convirtiéndose a la fe en el Apóstol y cede para la necrópolis santa su palacio y el Monte Ilicinus, desde entonces llamado «Pico Sacro».
Varios elementos de este relato legendario contienen numerosos puntos de conexión con tradiciones míticas paganas así como arquetipos frecuentes en la mayoría de las leyendas religiosas del cristianismo europeo. Pero quizás el viaje o peregrinatio del santo primero y de los propios acólitos después sea el más interesante de ellos, pues supone el precedente de los que habrán de venir, con su sensación de extrañeza, de foraneidad, de enfrentamiento a peligros y confabulaciones en tierra extraña, que al final son superados gracias a la altura de la misión a realizar y a los aliados de excepción que ayudan a superarlo.
Peregrino es, para el mundo romano, quien está fuera de su patria, que se encuentra per-agros, literalmente «por los campos». Pero, además, es este un viaje al Occidente, a las tierras remotas del finis terrae, al desconocido lugar de los muertos, donde se pone el sol. Es por ello que una vez fallecido, el santo es conducido milagrosamente (en barca, en un viaje fantástico y rapidísimo, y después, en carro) al lugar de inicio de su fallido cometido evangélico y al emplazamiento lógico de su sepultura desde un punto de vista de la geografía del mito. Como si, después de muerto, o en realidad superando esa barrera, recomenzara su misión ahora con la perspectiva de un triunfo irrevocable. Para evitarlo se conjugan fuerzas diabólicas o paganas, encarnadas en la reina-loba, en el dragón (fabuloso híbrido clásico) y en los toros (culto autóctono de raíz prerromana en Iberia) y, por supuesto, el auxilio divino que vence al mal en su propio terreno, sacralizando así el lugar. El triunfo postmortem de Santiago ante la reina y sus súbditos se convertirá así en el anticipo legendario de una victoria presagiada que dará sentido a la inventio o hallazgo del cuerpo sepultado en el arca marmórica, cuando las circunstancias históricas lo requieran, en plena «reconquista».
Esto ocurrió hacia principios del siglo IX, cuando el eremita Pelagio dio cuenta al obispo de Iria Flavia de unos sucesos prodigiosos que ocurrían en el monte donde él habitaba. El obispo acude, descubre el sepulcro y avisa al rey Alfonso II, quien decide construir allí mismo una basílica para el culto a Santiago, propagando la noticia por todo el occidente cristiano, hasta alcanzar al propio Carlomagno y al Papa León IV. Pronto la vieja basílica quedó pequeña, y, poco después, Alfonso III consagraba la nueva hacia el 899. Los peregrinos empezaban a fluir, y algunos ya dejaban testimonio escrito de su viaje: Godescalco, obispo de Puy, fue el primero en hacerlo en la temprana fecha de 951. Desde entonces hasta que Urbano VIII, en 1631, sancione definitivamente esta tradición legendaria que hemos resumido, transcurren los momentos más vigorosos de la peregrinación compostelana.
Pero esto no es más que un indicio de la coyuntura política nueva y favorable a los reinos cristianos de la Península que se inscribe en un conjunto de estructura beneficiosa a los Estados europeos y que conocemos como plena Edad Media. La Europa acosada de los «siglos de hierro» se ha vuelto expansiva, y en la Península la desintegración del todopoderoso Califato cordobés en los reinos de Taifas supone la oportunidad estratégica de volver las tornas a la relación entre la España musulmana y la cristiana. A ello se une pronto el crecimiento económico de las ciudades, el apogeo del modelo de sociedad feudal y la pujanza primero Navarra y luego castellana (en detrimento del viejo reino leonés), que se acompañan de un balón de oxígeno en forma de hombres –tan necesarios para repoblar-, dinero y oficios (los nuevos barrios artesanos de francos que surgen a lo largo del camino), que provienen del norte de los Pirineos, atraídos por motivos de oportunidad de progreso socio-económico pero también de índoles religiosa: la visita a la tumba del occidente cristiano y la cruzada contra el Islam andalusí.
La peregrinación en la historia. Suele atribuirse a Sancho III el Mayor de Navarra (1000-1035), la fijación y reglamentación definitiva del itinerario principal hacia Santiago, en perjuicio de la vía septentrional usada con anterioridad, lo que en estas fechas suponía la entrada por Francia y de una mayoría francesa, de ahí que se le denominase «camino francés».
Pero esto no es más que un indicio de la coyuntura política nueva y favorable a los reinos cristianos de la Península que se inscribe en un conjunto de estructura beneficiosa a los Estados europeos y que conocemos como plena Edad Media. La Europa acosada de los «siglos de hierro» se ha vuelto expansiva, y en la Península la desintegración del todopoderoso Califato cordobés en los reinos de Taifas supone la oportunidad estratégica de volver las tornas a la relación entre la España musulmana y la cristiana. A ello se une pronto el crecimiento económico de las ciudades, el apogeo del modelo de sociedad feudal y la pujanza primero Navarra y luego castellana (en detrimento del viejo reino leonés), que se acompañan de un balón de oxígeno en forma de hombres –tan necesarios para repoblar-, dinero y oficios (los nuevos barrios artesanos de francos que surgen a lo largo del camino), que provienen del norte de los Pirineos, atraídos por motivos de oportunidad de progreso socio-económico pero también de índoles religiosa: la visita a la tumba del occidente cristiano y la cruzada contra el Islam andalusí.
La ruta francígena se constituye así durante los siglos XI-XIII, en un cordón umbilical con Europa que trae beneficios de todo tipo, a la vez que impone su marca cultural: Cluny como agente centralizador de la reforma gregoriana en contra del vernáculo rito mozárabe, el nuevo tipo artístico de edificio religioso complementado con esculturas de nuevo «naturalistas», y otras manifestaciones artísticas que llamamos románico, etc. En definitiva, una apertura a Europa de los reinos ibéricos fraguada en torno al itinerario que conduce hacia Compostela, por aquel entonces el eje viario vertebrador del espacio cristiano peninsular.
Y esto es también así porque en aquel momento, ocupada hasta 1085 la sede primada peninsular (Toledo), se entendió que Santiago podía ser la contrapartida religiosa necesaria para la lucha de conquista y ocupación de las tierras musulmanas: un nuevo centro espiritual, un santuario bajo la égida de un Apóstol, y un nuevo adalid protector de la lucha (el Santiago matamoros, que se acuña entonces), tradición cultural que se convirtió en el catalizador de los nuevos tiempos de prosperidad y riqueza.
El viejo palimpsesto viario de Roma fue remozado de Este a Oeste, pues interesados como estaban los reyes y señores en estos sístole y diástole transpirenaicos, pronto protegieron a los caminantes de las rigurosas legislaciones privadas (privilegios) con salvoconductos y cartas, o les ampararon de las dificultades de la ruta mediante la construcción de puentes que llevaron a cabo santos «pontífices» en sentido estricto (como santo Domingo de la Calzada o san Juan de Ortega), con rehabilitaciones viarias que reaprovechan los firmes de las calzadas latinas, habilitación de fuentes y posadas, hospitales, iglesias y cementerios, códigos y autoridades para evitar abusos y arbitrariedades… Pocos territorios en la edad Media ofrecieron tanta seguridad, amparo y facilidades, y aún así, no se evitaron las «galloferías» o los malandrines agazapados tras la venera, ni las atrocidades y humillaciones infligidas al viajero, que se decían castigadas por las frecuentes intervenciones del Santo cuando la ley fallaba.
Y esto es también así porque en aquel momento, ocupada hasta 1085 la sede primada peninsular (Toledo), se entendió que Santiago podía ser la contrapartida religiosa necesaria para la lucha de conquista y ocupación de las tierras musulmanas: un nuevo centro espiritual, un santuario bajo la égida de un Apóstol, y un nuevo adalid protector de la lucha (el Santiago matamoros, que se acuña entonces), tradición cultural que se convirtió en el catalizador de los nuevos tiempos de prosperidad y riqueza.
El viejo palimpsesto viario de Roma fue remozado de Este a Oeste, pues interesados como estaban los reyes y señores en estos sístole y diástole transpirenaicos, pronto protegieron a los caminantes de las rigurosas legislaciones privadas (privilegios) con salvoconductos y cartas, o les ampararon de las dificultades de la ruta mediante la construcción de puentes que llevaron a cabo santos «pontífices» en sentido estricto (como santo Domingo de la Calzada o san Juan de Ortega), con rehabilitaciones viarias que reaprovechan los firmes de las calzadas latinas, habilitación de fuentes y posadas, hospitales, iglesias y cementerios, códigos y autoridades para evitar abusos y arbitrariedades… Pocos territorios en la edad Media ofrecieron tanta seguridad, amparo y facilidades, y aún así, no se evitaron las «galloferías» o los malandrines agazapados tras la venera, ni las atrocidades y humillaciones infligidas al viajero, que se decían castigadas por las frecuentes intervenciones del Santo cuando la ley fallaba.
Desde entonces, desde que el camino es camino, muchos son los nombres propios que han avalado con su reputación personal el ansia de esta aventura. Algunos lo han hecho sólo desde las páginas inverosímiles de los libros destinados a la propaganda y el reclamo, como es el caso de Carlomagno y sus huestes, pero otros muchos sancionaron la importancia de la ruta midiéndola con sus pasos.
Nimbos de santidad como los de Francisco de Asís, Isabel de Portugal, Vicente Ferrer, Luis de Francia o Toribio de Mogrovejo, entre otros canonizados, algunos de ellos por haber permanecido ligados al camino para siempre (como Lesmes, Amaro, Juan de Ortega, Domingo de la Calzada…); cetros reales como los citados y muchos de los reyes leoneses, Felipe y Juan de Castilla, los Católicos Isabel y Fernando, el emperador Carlos, Felipe II… y muchos otros nobles, clérigos y personajes (de Jan van Eyck a Cosme de Médicis) con más o menos fama pero igualados en un mismo afán.
Aunque, sin duda, el más notorio de los fenómenos derivados de la peregrinación compostelana ha acabado por ser el de los innumerables testimonios escritos por los propios caminantes, relatos de sus experiencias y consejos destinados al que ha de seguirlos, que conforman uno de los conjuntos de literatura de viaje más compacto y original de Europa. Iniciado con Aymeric Picaud, el guía del Códice calixtino que a fuerza de proponer y pautar la ruta acaba siendo compañía inevitable del peregrino desde entonces, este tipo de crónicas testificales desgrana la biografía del Camino a lo largo de los siglos.
De tal manera que el monje servita Hermann Künig y el noble renano Arnold von Harff, ambos a finales del XV, el clérigo boloñés Domenico Laffi, a mediados del XVII, o el sastre picardo Guillermo Manier en 1726 son tan sólo nombres destacados de un catálogo que hoy día se incrementa con rapidez en los estantes de nuestras librerías a causa de las fascinación renovada por una senda literaria en apariencia más ilimitada que la real, el camino escrito.
Nimbos de santidad como los de Francisco de Asís, Isabel de Portugal, Vicente Ferrer, Luis de Francia o Toribio de Mogrovejo, entre otros canonizados, algunos de ellos por haber permanecido ligados al camino para siempre (como Lesmes, Amaro, Juan de Ortega, Domingo de la Calzada…); cetros reales como los citados y muchos de los reyes leoneses, Felipe y Juan de Castilla, los Católicos Isabel y Fernando, el emperador Carlos, Felipe II… y muchos otros nobles, clérigos y personajes (de Jan van Eyck a Cosme de Médicis) con más o menos fama pero igualados en un mismo afán.
Aunque, sin duda, el más notorio de los fenómenos derivados de la peregrinación compostelana ha acabado por ser el de los innumerables testimonios escritos por los propios caminantes, relatos de sus experiencias y consejos destinados al que ha de seguirlos, que conforman uno de los conjuntos de literatura de viaje más compacto y original de Europa. Iniciado con Aymeric Picaud, el guía del Códice calixtino que a fuerza de proponer y pautar la ruta acaba siendo compañía inevitable del peregrino desde entonces, este tipo de crónicas testificales desgrana la biografía del Camino a lo largo de los siglos.
De tal manera que el monje servita Hermann Künig y el noble renano Arnold von Harff, ambos a finales del XV, el clérigo boloñés Domenico Laffi, a mediados del XVII, o el sastre picardo Guillermo Manier en 1726 son tan sólo nombres destacados de un catálogo que hoy día se incrementa con rapidez en los estantes de nuestras librerías a causa de las fascinación renovada por una senda literaria en apariencia más ilimitada que la real, el camino escrito.
Página del Codex Calixtinus, manuscrito de mediados del siglo XII que contiene la primera guía de viaje para los peregrinos