En los pueblos leoneses de más al norte ha existido secularmente un respeto casi reverencial a las lindes de unas y otras propiedades y a los mojones que las marcan. Y es que parece que, desde niños, se les contaba a los pobladores de esas tierras una historia acaecida hace ya mucho tiempo, pero que la mayoría tomaba por cierta y reciente: se dice que, habiendo muerto un vecino de aquellos pueblos, se reunieron por la noche –como solía hacerse- amigos y familiares del fallecido para velar el cadáver, rezar rosarios y encomendar a Dios el alma del difunto.
Dispusieron, como también era costumbre, algunas viandas en la mesa, un vaso de vino y un cazo de leche por el alma del muerto tenía hambre y necesitaba reponer fuerzas o sed y quería beber algo antes de partir definitivamente hacia el más allá. Cuando iba a llegar la madrugada, los presentes se habían ido durmiendo uno tras otro. Todos menos uno. El único concurrente que estaba despierto empezó a notar entonces como ciertos movimientos reflejos en las extremidades del cadáver, repentinas tensiones en los músculos de su cara y bruscos cambios de gesto en el rostro que parecían siniestras muecas.
Finalmente, el insomne vio –o quizá sólo creyó ver- que el muerto se levantaba del ataúd y se dirigía hacia él. De pronto, el aparecido giró hacia la mesa, comió y bebió de todo. El vivo, que lo estaba observando, gritó, pataleó, intentó desperezar a sus compañeros de reunión, pero todo lo que hizo resultó inútil: un profundísimo sueño se había apoderado de ellos, y mantenía sus mentes eclipsadas y los miembros atenazados. Cuando el hombre aún en vela se hallaba totalmente aterrorizado, hasta el punto de que el grito se le helaba en la garganta y no podía ni chillar, escuchó la voz de ultratumba del fallecido, que había sido gran amigo suyo en vida:
-Antonio, no te molestes llamándolos, que no te van a oír. Y tampoco tengas miedo, que nada malo te va a suceder. Al contrario. He vuelto para saldar una cuenta contigo: toma un azadón y póntelo al hombro. Después marcha al prado de los manzanos y cuando llegues me encontrarán allí.
Obró el vivo exactamente como el muerto le había indicado y, al aproximarse a dicho prado, vislumbró a su difunto amigo, alegre y despreocupado –casi con aire juvenil- sobre un mojón. Aunque, eso sí, terriblemente pálido. Cuando lo vio venir se puso serio y le habló de nuevo con sepulcral voz, que resonaba en el valle rasgando la niebla:
-Saca este mojón y colócalo en el punto exacto que ahora te estoy señalando. Cuando éramos jóvenes, y aprovechando tu ausencia poco después de morir tu padre, cometí el pecado de mover unos metros el mojón para incorporar un pequeño pico de vuestro prado al mío. Si no restituyo ahora ese trozo casi insignificante me amenazan con las penas del infierno o con hacerme vagar eternamente por estos montes.
El vivo volvió a hacer, pues, lo que el muerto le pedía y luego regresó a la casa, en donde encontró a los congregados rezando con gran devoción y al cadáver –como si nada hubiera pasado- otra vez acostado en su sitio.
El amigo del fallecido no contó nada en un principio, pero luego sí que lo comentaría con sus familiares y, desde luego, nunca olvidó tan inesperada visita.
He seguido casi paso a paso en este texto el relato que Elías López Morán recogió acerca del respeto a las lindes en tierras de León. Decía este autor en su introducción al mismo:
«Cuando (en el Norte de la provincia de León) las fincas particulares no están bien deslindadas, no recurren nunca los interesados al Juzgado para que practique el deslinde; nombran tantos amigables componedores cuantos son los interesados, pero sin otorgar escritura ninguna de compromiso. Nómbranse estos amigables componedores entre los vecinos más competentes, honrados y conocedores de las fincas que se han de deslindar, ya que se trata, según ellos piensan, de uno de los actos más delicados en relación con la conciencia, así moral como religiosa» (López Morán 1984: 47).
Pero este tipo de narraciones –como puede suponerse- no es exclusivo de tierras leonesas, y –de hecho- Vicente García de Diego ofrece una versión del mismo tema (entre las que denomina Leyendas Vascongadas en su Antología) referente a un labrador, que cerca de Astigarraga, poseía un caserío y muchas tierras; en este caso, no hay comida funeraria ni difuntos que se levantan a probar un bocado, sino la insistente aparición fantasmal del rico labrador –una vez muere- a un viejo amigo suyo. Es aquí un sacerdote el que indica a éste que debe preguntar a la luz que se le aparece todas las noches en los campos del difunto qué es lo que quiere. Y entonces la aparición le contesta que no será admitido en el cielo hasta que sean restablecidas las lindes que él clandestinamente había cambiado: «Por las noches cuando salía y creían los vecinos que iba a trabajar, me dedicaba a cambiar las lindes de los campos para ganar tierras». El amigo, discretamente, se ocupa de arreglar los límites alterados y sólo así la luz deja de aparecer (García de Diego 1958: 355-356). No obstante, la pervivencia de esta leyenda en diversos lugares si demuestra –como López Morán sospechaba la importancia de tales relatos en el mantenimiento de un cierto orden de cosas y de un mundo tradicional no necesariamente tan armónico e idílico como a veces se nos ha pretendido contar: «Esta narración, oída por niños tímidos y mujeres sencillas, que al escucharla suspenden toda actividad, atraídos con enérgica impresión por lo curioso del relato, produce efectos inmediatos» (López Morán 1984: 47).
Por el contrario, puede imaginarse que la leyenda no va dirigida tanto a los «niños tímidos» y a las «mujeres sencillas» como a los hombres del jaez del casero vascongado que –precisamente- no son una cosa ni la otra, sino personajes capaces de engañar para apoderarse de lo que pertenece a los demás. En este sentido, queda claramente demostrado –una vez más- que el folklores no es únicamente expresión de una realidad, sino que –como los rituales festivos- contribuye en gran medida a conformarla y a perpetuar determinadas formas de organización de la vida social a través del tiempo. La leyenda no sólo refleja normativas de un derecho consuetudinario, también enseña a respetarlo y, mediante su narración amena, hace ley.
Dispusieron, como también era costumbre, algunas viandas en la mesa, un vaso de vino y un cazo de leche por el alma del muerto tenía hambre y necesitaba reponer fuerzas o sed y quería beber algo antes de partir definitivamente hacia el más allá. Cuando iba a llegar la madrugada, los presentes se habían ido durmiendo uno tras otro. Todos menos uno. El único concurrente que estaba despierto empezó a notar entonces como ciertos movimientos reflejos en las extremidades del cadáver, repentinas tensiones en los músculos de su cara y bruscos cambios de gesto en el rostro que parecían siniestras muecas.
Finalmente, el insomne vio –o quizá sólo creyó ver- que el muerto se levantaba del ataúd y se dirigía hacia él. De pronto, el aparecido giró hacia la mesa, comió y bebió de todo. El vivo, que lo estaba observando, gritó, pataleó, intentó desperezar a sus compañeros de reunión, pero todo lo que hizo resultó inútil: un profundísimo sueño se había apoderado de ellos, y mantenía sus mentes eclipsadas y los miembros atenazados. Cuando el hombre aún en vela se hallaba totalmente aterrorizado, hasta el punto de que el grito se le helaba en la garganta y no podía ni chillar, escuchó la voz de ultratumba del fallecido, que había sido gran amigo suyo en vida:
-Antonio, no te molestes llamándolos, que no te van a oír. Y tampoco tengas miedo, que nada malo te va a suceder. Al contrario. He vuelto para saldar una cuenta contigo: toma un azadón y póntelo al hombro. Después marcha al prado de los manzanos y cuando llegues me encontrarán allí.
Obró el vivo exactamente como el muerto le había indicado y, al aproximarse a dicho prado, vislumbró a su difunto amigo, alegre y despreocupado –casi con aire juvenil- sobre un mojón. Aunque, eso sí, terriblemente pálido. Cuando lo vio venir se puso serio y le habló de nuevo con sepulcral voz, que resonaba en el valle rasgando la niebla:
-Saca este mojón y colócalo en el punto exacto que ahora te estoy señalando. Cuando éramos jóvenes, y aprovechando tu ausencia poco después de morir tu padre, cometí el pecado de mover unos metros el mojón para incorporar un pequeño pico de vuestro prado al mío. Si no restituyo ahora ese trozo casi insignificante me amenazan con las penas del infierno o con hacerme vagar eternamente por estos montes.
El vivo volvió a hacer, pues, lo que el muerto le pedía y luego regresó a la casa, en donde encontró a los congregados rezando con gran devoción y al cadáver –como si nada hubiera pasado- otra vez acostado en su sitio.
El amigo del fallecido no contó nada en un principio, pero luego sí que lo comentaría con sus familiares y, desde luego, nunca olvidó tan inesperada visita.
He seguido casi paso a paso en este texto el relato que Elías López Morán recogió acerca del respeto a las lindes en tierras de León. Decía este autor en su introducción al mismo:
«Cuando (en el Norte de la provincia de León) las fincas particulares no están bien deslindadas, no recurren nunca los interesados al Juzgado para que practique el deslinde; nombran tantos amigables componedores cuantos son los interesados, pero sin otorgar escritura ninguna de compromiso. Nómbranse estos amigables componedores entre los vecinos más competentes, honrados y conocedores de las fincas que se han de deslindar, ya que se trata, según ellos piensan, de uno de los actos más delicados en relación con la conciencia, así moral como religiosa» (López Morán 1984: 47).
Pero este tipo de narraciones –como puede suponerse- no es exclusivo de tierras leonesas, y –de hecho- Vicente García de Diego ofrece una versión del mismo tema (entre las que denomina Leyendas Vascongadas en su Antología) referente a un labrador, que cerca de Astigarraga, poseía un caserío y muchas tierras; en este caso, no hay comida funeraria ni difuntos que se levantan a probar un bocado, sino la insistente aparición fantasmal del rico labrador –una vez muere- a un viejo amigo suyo. Es aquí un sacerdote el que indica a éste que debe preguntar a la luz que se le aparece todas las noches en los campos del difunto qué es lo que quiere. Y entonces la aparición le contesta que no será admitido en el cielo hasta que sean restablecidas las lindes que él clandestinamente había cambiado: «Por las noches cuando salía y creían los vecinos que iba a trabajar, me dedicaba a cambiar las lindes de los campos para ganar tierras». El amigo, discretamente, se ocupa de arreglar los límites alterados y sólo así la luz deja de aparecer (García de Diego 1958: 355-356). No obstante, la pervivencia de esta leyenda en diversos lugares si demuestra –como López Morán sospechaba la importancia de tales relatos en el mantenimiento de un cierto orden de cosas y de un mundo tradicional no necesariamente tan armónico e idílico como a veces se nos ha pretendido contar: «Esta narración, oída por niños tímidos y mujeres sencillas, que al escucharla suspenden toda actividad, atraídos con enérgica impresión por lo curioso del relato, produce efectos inmediatos» (López Morán 1984: 47).
Por el contrario, puede imaginarse que la leyenda no va dirigida tanto a los «niños tímidos» y a las «mujeres sencillas» como a los hombres del jaez del casero vascongado que –precisamente- no son una cosa ni la otra, sino personajes capaces de engañar para apoderarse de lo que pertenece a los demás. En este sentido, queda claramente demostrado –una vez más- que el folklores no es únicamente expresión de una realidad, sino que –como los rituales festivos- contribuye en gran medida a conformarla y a perpetuar determinadas formas de organización de la vida social a través del tiempo. La leyenda no sólo refleja normativas de un derecho consuetudinario, también enseña a respetarlo y, mediante su narración amena, hace ley.