lunes, 29 de agosto de 2011

La bruja de Soria

La Bruja de Soria
Una joven de la ciudad de Soria me contó - hace algunos años- que allí donde vivía, en las casas bajas que están junto al Instituto que entonces era sólo para chicas, había una vecina con una hija muy guapa que trabajaba como costurera en su propio hogar. Quizá porque la chica iba siempre muy bien vestida y provocara la envidia de las viejas zarrapastrosas que habitaban algunas de aquellas humildes casas, o por lo que fuera –que el mal no necesita razones para manifestarse-, había otra vecina del mismo barrio que sentía verdadero odio por la hija y la madre. Un día que la muchacha iba a comprar al mercado se encontró por la calle del Collado con ella, la anciana de pelo blanco.

-Buenos días, señora Valeria.
Dijo la chica cortésmente.

La joven la conocía desde pequeña y siempre le había dado un poco de miedo: era una vieja huraña que vivía sola, sin más compañía que la de dos gatazos negros, y cuando se asomaba a la ventana del patio que estaba al lado de la chica miraba mal y nunca saludaba. Alguna vez se le oía mascullar palabras ininteligibles y hacer gestos de desagrado. En esa ocasión, la señora, como de costumbre, no contestó al saludo, pero –después de dar unos pasos en dirección contraria a la joven- retrocedió sobre sí y encarándola le dijo:

-Tú en todos los sitios me tienes que ver.
Y añadió:
-Pero tu madre ya no me verá nunca.

La muchacha volvió a su hogar, pero no se atrevió a contarle nada a su madre, porque estaba delicada de salud y no quería asustarla. A los pocos meses, la madre murió y la modista se quedó sola en casa. Como la vieja le había anunciado empezó a verla en todas partes. Creía verla en el pasillo andando a pasos cortos y con la espalda encorvada, su pelo blanco meciéndose en la penumbra como una centella. La veía en las paredes cuando estaba cosiendo y levantaba la cabeza. La veía siempre.

Se encontraba la joven una noche terminando de recoser un vestido de lunares que había sido de su madre y se fue a la cocina a terminar de fregar los platos y beber un vaso de leche. A su vuelta, encontró el vestido pillado en la puerta. Esto le ocurrió varias veces, cada vez que se descuidaba y dejaba la labor por unos momentos.

La chica estaba tan desesperada ya que llegó a clavar las tijeras en la pared porque pensaba que la vieja de pelo blanco se le aparecía riéndose desde ella. Entonces, se lo contó al abuelo de la joven que me narró la historia, que era hombre de campo que sabía mucho de las hierbas y de su uso, pero también de hechizos y tretas de las brujas. Éste trajo una ruda, que es una planta de flores amarillas que huele muy raro, y le dijo a la aterrada muchacha que la colgara en la puerta de su casa. Y la odiosa bruja de pelo blanco no volvió a aparecer.

Este texto es versión apenas retocada en lo sustancial del relato que me contó, a principios de la década de los 80, una joven Soriana que –por aquel entonces- tenía 17 años y cuya trascripción fiel de las palabras de la informante fue ya publicada en una colección de cuentos (Díaz 1988: 60-61). Ella lo narraba como un suceso que había ocurrido al lado de su casa y que –sin duda- oiría contar a miembros de su familia. Uno de ellos –su abuelo- aparece, de hecho, como uno de los personajes de la historia y no de los menos importantes: gracias a él y a su sabiduría tradicional el argumento se resuelve felizmente con la expulsión de la bruja.

Todas estas circunstancias venían a mostrar que –a pesar de lo que parecen haber dado por supuesto algunos recopiladores de folklore- los adolescentes urbanos (y no sólo las ancianas del medio rural) venían ya siendo por aquellos años transmisores muy activos de tradiciones orales. Y lo que es más importante: creían –y creen- en lo que ellas dicen. Por ejemplo, en que hay brujas capaces de surgir en el aire, y –al rato- desvanecerse.

Pero es que, además, la misma muchacha contaba otras historias de aparecidos con absoluta credulidad. Así, ésta –no menos inquietante- que sigue:

«Era un señor que se suicidó en un pozo y como no lo pudieron enterrar en el Camposanto su alma estaba vagando por ahí. Los hijos empezaron, entonces, a oír ruidos por las noches. Una de las hijas notaba que alguien la pellizcaba y, luego, vieron que –en efecto- tenía todo el cuerpo cubierto de cardenales. Al hermano –que estaba impedido el pobrecito- le compraron un sillón de mimbre y, según estaba sentado, notó que algo o alguien rascaba el respaldo y los brazos del mismo: ras, ras, ras».

Tales aparecidos y brujas parecían ser, pues, al entender de la joven, más reales que «las brujas de Barahona», a las cuales nunca vio nadie. Ya explicaba Florentino Zamora Lucas en su obra sobre leyendas de Soria que, aunque en esa villa hay una llanura conocida como el «Campo de las brujas», no se sabe el origen de tal denominación ni por qué se le dice a Barahona «pueblo de las brujas»; para Zamora Lucas se trataría de un error de atribución debido a la confusión de Barahona de Soria con un pueblo de Navarra del mismo nombre –hace tiempo despoblado- en el que sí debió de haberlas (Zamora Lucas 1984: 268).

La bruja de Soria, sin embargo, con ser bruja de ciudad, responde a una receta o «defensa» de eficacia bien probada en el campo contra las hechicerías, lo que viene a demostrar que es una bruja como Dios manda, de las que hacen «aojamientos» con el maleficio de su mirada o entran mágicamente en las viviendas de los vecinos para causar daño; a veces, convertidas en gatos o alimañas. En muchos lugares las plantas que se ponían o quemaban para ahuyentar las brujerías eran aromáticas, «generalmente la ruda cantrosia (potente germicida), el orégano y otras, no faltando quien sustituía el azufre por cuernos de cabra» (Rúa Aller y Rubio Gago 1986: 178).

Pero entre todos los remedios, el de colocar y hacer arder la ruda –hierba vivaz del género rutáceas- en «fumazos» o sahumerios fue siempre uno de los preferidos. Se pensaba también que la sola presencia de esta planta a la puerta de la casa, como en nuestra leyenda, servía de protección contra el aojamiento o la maldición. Y de ahí el refrán:

«Allí donde haya ruda/ no morirá criatura» (Díaz 1986: 60).

Lejos de ceder la costumbre, si uno se fija bien, puede verse que las rudas vuelven a coronar el umbral de las casas de muchos pueblos castellanos y leoneses, pero también de otras zonas de España. De este modo, ningún mal ni encantamiento brujeril podrá entrar por sus puertas.