Dicen los campesinos en muchas tierras de Castilla que, en los últimos años, se vienen viendo repetidamente extraños aviones. En los alrededores de Ólvega y de Ágreda, y en toda la zona cercana al Moncayo, los agricultores están cansados de que cuando los nubarrones envuelven la cumbre del monte –amenazando tormenta- aparezcan siempre las mismas naves misteriosas de gran tamaño: unos aviones que surgen de pronto haciendo rugir sus motores como si fueran a alguna guerra desconocida.
Algunos cuentan que se parecen de lejos a las cazas, a los aeroplanos o bombarderos de la segunda guerra mundial, y que nadie sabe de dónde vienen ni a qué, pero sí que llegan del norte o del nordeste, persiguiendo los algodonosos rebaños de masas nubosas. Estas naves piratas pasan y vuelven a pasar por dentro de las nubes hasta que las desbaratan, disipando en jirones blancos la esperanza de que descarguen las tormentas, para esfumarse luego como taimados y velocísimos fantasmas.
También añaden los labradores de esta zona que son aviones que vienen a robarles la lluvia para llevársela a otras zonas, pues seguramente los envían desde Aragón o La Rioja para garantizar allí las buenas cosechas y que no caiga ni una piedra de granizo en sus fértiles huertas.
Algunos creen que las primeras avionetas empezaron a aparecer cuando España entró en la Comunidad Europea y ésta decidió recortar la producción de cereal. Y otros afirman que son las compañías de seguros las que deshacen las tormentas para no tener que pagar así las indemnizaciones que los agricultores podrían cobrar a cuenta de los daños causados por el granizo. El caso es que ya no llegan a formarse las tormentas que, entre abril y junio, descargaban abundantemente su agua en tierras sorianas y que el oro de trigo no brilla como antaño en ellas. Dejaron de venir y descargar su agua las nubes del Moncayo.
No hace tanto tiempo que en los pueblos de Castilla y de otros muchos sitios había brujos, que solían ser también curanderos o sanadores, a los que se creía capaces de desbaratar las nubes y hacer llover.
Y Cristos a los que si se les metía en el río o el pilón también, según aseguraban los más viejos, traían lluvia. Si no llueve, habrá que volverlo a hacer.
Pero no sólo hay aeronaves que rompen las nubes: en la Tierra de Pinares vallisoletana se dice que, hace unos años, era frecuente ver avionetas que lanzaban topillos desde el cielo –algunos los vieron caer en bolsas que llevaban paracaídas- y ésta habría sido la causa de la plaga de esos animales que inquietó a muchos pueblos de la zona. Estaban en todas las casas, salían de debajo de las alfombras y hasta se los encontraba uno entre las sábanas de la cama cuando iba a acostarse. No sólo llovían topos: también culebras y víboras. Unos cuentan que era el Instituto de Conservación de la Naturaleza, el ya desaparecido organismo estatal ICONA, el que mandaba a sus aviones con estos molestos inquilinos a repoblar los parajes castellanos. Otros que eran ecologistas radicales, cuando se inicio la moda de salvar ciertas especies, pero en todo caso –fueran quienes fueran- parece que lo hacían para que las aves rapaces de todas estas tierras tuvieran alimento vivo del que nutrirse. Los más imaginativos suponen que primero lanzaban los ratones y luego las serpientes. Éstas devorarían a los roedores y las águilas reales se comerían a aquéllas. Extraña manera de restablecer el equilibrio de la naturaleza.
Esta leyenda que –como otras tantas- se localiza en puntos concretos, provocando consecuencias en el plano de la práctica, ha sido objeto de atención de la prensa escrita. Un reportaje titulado «Guerra en el cielo de Soria por el robo de las nubes» daba cuenta –en un periódico de tirada nacional- de la lucha que los agricultores de algunos pueblos sorianos mantienen contra las avionetas fantasmas que les roban las nubes para llevarse la lluvia a otras provincias (EL MUNDO/Año XVII, Número 574 Crónica Domingo 29 de octubre de 2006). Para ayudarse en su pugna celeste, estos campesinos han comprado mini-aviones espías los cuales detectan la presencia de las aeronaves que -según ellos- ahuyentan las tormentas derramando en las nubes yoduro de plata.
Independientemente de la verdad que pueda haber en esta versión de los hechos, pues es cierto que técnicas de ese tipo (denominadas «siembra de nubes» o «lluvia artificial») se han ensayado en algunos países como Israel y –al parecer- en determinadas zonas de España, la creencia en que las nubes pueden ser desbaratadas de uno u otro modo viene de antiguo. Nuberos, reñuberos o regulares se ha venido llamando en pagos de León y Zamora a los hechiceros que «mangoneaban el tinglado de las nubes, principalmente los truenos, relámpagos, granizo y trombas de agua: todo lo que puede hacer daño» (Morán Bardón 1986: 99). Los tempestarios o brujos causantes de tempestades y granizo con sus procedimientos mágicos eran descendientes directos de los tempestarii romanos y personajes muy temidos en muchos lugares de Europa a lo largo de toda la Edad Media.
En el Liber Iudiciorum o Fuero Juzgo, que los reyes leoneses hacían cumplir y contra el que los castellanos se rebelaron, se coloca a estos hacedores de tormentas que «hacen caer piedras en las viñas y las mieses» junto a otros hombres y mujeres que practicaban artes diabólicas, como los «agoreros» o augures y los condena a sufrir la pena de «recibir doscientos azotes, siendo señalados afrentosamente en la frente, y llevados por diez villas circunvecinas a la ciudad, para escarmiento de los demás» (1868-1873: 152).
Este texto, heredero del código visigodo –y, por lo tanto, romano- de justicia se mantuvo vigente en León hasta época tan tardía como el siglo XV y de forma parcial y consuetudinaria prácticamente hasta el XIX. Pero no sólo los seres humanos podían provocar estos males del cielo, trayendo y llevando la lluvia a su antojo: todavía en tierras leonesas se cree en que las animas errantes tienen esa facultad, como también los «reñuberos», genios maléficos o benéficos –según se los trate- a los que «se puede ver entre las figuras caprichosas que forman las nubes; pues en ocasiones toman forma humana» (Rúa Aller y Rubio Gago 1986: 79).
Una forma de conjurar la amenaza de estos provocadores de tormentas consistía –como cuentan Rúa Aller y Rubio Gago- «en lanzar un zapato al aire con todas las fuerzas por parte del conjurador de nubes, que solía ser el sacerdote» De este modo, «el zapato acababa por caer en algún sitio, y esta era la señal para que el nubero descargara su temido pedrisco sólo en un lugar donde el zapato había caído». Y añaden estos autores que en un caso de este tipo, que les fue relatado en Sahelices de Sayazo, «el lugar donde se tiró el zapato y descargó la truena fue el río» (Rúa Aller y Rubio Gago 1986: 83).
Un suceso muy parecido aparece en «La leyenda del nuberu», que recoge García de Diego. Según esta narración, en Asturias se piensa que el Nuberu vive muy lejos, en tierras de Egipto, en lo alto de una cumbre:
«Allí tiene su palacio, que comparte con su mujer y sus hijos. Todos los días, el Nuberu inicia su viaje en una nube. Su nombre es Juan Cabrito; es muy alto y muy feo. Viste pieles sobre su cuerpo y se toca con un viejo sombrerón de anchas alas. Un cura de Meguyines se encaró con él, después de tocar la campana sin conseguir que la tormenta se fuera, y le dijo que descargara el granizo en su zapato. De esta manera todo el pedrisco cayó en medio de la huerta del sacerdote que es donde éste había tirado su calzado» (García de Diego 1958: 318).
Este nuberu egipciaco –en el que, de acuerdo con García de Diego, aún creían muchos asturianos- se muestra, sin embargo, benéfico con un joven labrador que lo acoge en su casa cuando pierde su nube y se le hace de noche en Asturias. Más adelante, el Nuberu le devolverá el favor llevándolo velozmente sobre las nubes a su patria, pues el labrador había ido a servir al rey de Palestina, y convirtiéndole en un hombre muy rico, ya que mientras vivió «no dejó de regarle sus tierras suavemente» (García de Diego 1958: 319)
De los nuberos, humanos o sobrenaturales, se ha pasado a creer en aviones misteriosos que –al igual que aquéllos- administran las nubes. Quizá porque –como apuntan Ortí y Sampere- «los antiguos seres sobrenaturales que nos visitaban se han vuelto ‘sobre tecnológicos’» (Ortí y Sampere 2006: 94). Pero, más que nada, porque la tecnología resulta para muchos tan mágica e incomprensible como los genios mitológicos y, en ocasiones, no menos amenazadora.