viernes, 15 de julio de 2011

El perro que volvió a ser lobo (León)

Según cuenta la historia, Jeras vivía en una de las casas más antiguas que aún se pueden ver en el pueblo de Salientes, más allá de Palacios, en el Alto Bierzo. Es una construcción que está en la entrada que hay al pueblo por Poniente. Cuando Jeras vivía, las entradas a Salientes eran tres o cuatro, ninguna más importante que la otra, pues cada una procedía de las comarcas colindantes. La carretera que hoy llega hasta el pueblo y cuyo puente fue recientemente barrido por las aguas desbocadas de las últimas tormentas, es un invento del pasado siglo que vino a destruir –más que a incentivar- la comunicación con los pueblos de paso y de destino por las otras vías. Ahora, como tantas veces suele ocurrir con los adelantos del supuesto progreso, parecería que sólo se puede entrar o salir por un solo camino: que existe una única manera de hacer las cosas. Y no es verdad. No lo era, al menos, en los tiempos en que Jeras habitaba en esa primera o última casa de Poniente.

El caso es que Jeras se encontró –uno de los muchos días en que recorría el monte siguiendo a su ganado- con una cría de lobo. Puede ser que la madre hubiera muerto a manos de crueles cazadores o que, rezagado de la camada, quedara extraviado en la nieve. Fuera como fuese, se trataba de un lobezno que apenas se tenía sobre sus patas y que miró a Jeras como un cachorrillo abandonado, tocándole el alma. Y el hombre, que también sabía lo que era matar lobos (ya que había sufrido los ataques estas fieras en su propio ganado), en esos momentos no experimentó ninguna sensación de odio al verlo, sino una inmensa compasión.

Los vecinos no dejaban de advertirle, con cierto temor por la proximidad del animal, que cuando el cachorrito se hiciera mayor volvería a ser la fiera que todos conocían: el lobo que mataba a su ganado y que bajaba en las noches de invierno a husmear junto a sus puertas aullando de hambre. Le recordaban también casos parecidos de gente que había tenido en la comarca toros bravos, zorros u otras alimañas como animales domésticos y que siempre aquellas historias habían terminado mal. Pero Jeras pensaba que se preocupaban excesivamente por él y que no debían temer nada del animal, pues había alimentado y cuidado al cachorro como a cualquiera de los perros que ya tuvo en el pasado y su lobote respondía igual que aquellos mastines e incluso se diría que resultaba menos agresivo que algunos de ellos. El lobo hacía fiestas con el rabo cuando le veía llegar y carantoñas cuando lo acariciaba; venía arrastrándose por el suelo siempre que quería un pedazo de pan. Eso sí, Jeras nunca se decidió a ponerle un nombre que lo hiciera suyo, pues algo le decía que el lobo solo se pertenecía así mismo, que un día podía volver al monte y no volver más. Y no quería sufrir pensando que quizá llegara un momento en que aquel ser salvaje que se comportaba como si fuera de su propiedad acabara abandonándolo. «Mejor no forzar las cosas» -se dijo para sí.
-Si quiere quedarse, cuando sea adulto ya me lo hará saber de alguna manera. Hasta entonces será solo mi invitado.

Quizá por eso mismo Jeras no tomó muy en cuenta que –en cierta ocasión- el lobo arañara a las reses en sus patas traseras o reaccionara enseñando los dientes cuando algún niño del vecindario se le acercaba de improviso, gritando y dando saltos como suelen hacer las criaturas. Su animal era especial y caminar entre los de su pueblo con un perro que era más que un perro, con un ejemplar único y magnífico –al que no se dejaba de respetar- le daba como un cierto prestigio. Entre sus convecinos únicamente él había sido capaz de amaestrar a un ser verdaderamente salvaje. Un ser que le obedecía y agachaba la cabeza o se sentaba al instante toda vez que delante de sus paisanos, para hacer demostración de su poder, le alzaba la voz.

Pero llegó un fatídico día de invierno en que Jeras tuvo que ir a Villablino a resolver unos asuntos de la herencia que sus abuelos le dejaron y, entonces, dudó: ¿llevaría al perro-lobo con él o lo dejaría en el pueblo? ¿Qué podía hacer aquel animal al verse solo y libre de la autoridad de su amo? Jeras decidió dejarlo en la parte de atrás de su casa, pues tampoco se atrevió a meterlo en el corral donde podía organizar una escabechina con las reses si le daba por volver a las andadas. Y emprendió el camino. Pero no había alcanzado aún la linde que separa Salientes de los otros pueblos, cuando vio venir desde la cima del monte a su amado lobo –que había huido del encierro- y corría velozmente hacia él, haciendo –como siempre que volvían a encontrarse- chanzas amistosas con su cola. Anduvo con el lobo tras sus pasos por las calles de Villablino cobrando el dinero que le debían, comprando provisiones para el invierno, apalabrando tratos venideros y, canto antes pudo, bastante antes de que se hiciera de noche, se apresuró para iniciar el regreso. Recordaba el diálogo inquietante, que en un cuento que le habían narrado repetidamente en la infancia, hablaba de la ferocidad nocturna de los lobos:

-Y ahora no me comerás?
-No, pero por si acaso anda de día
Que la noche es mía.

No había llegado Jeras al término de Salientes cuando la noche ya había caído sobre ellos. El lobo se iba quedando algo rezagado, andando en círculos amplios y mirando de medio lado –como suelen hacer estos animales cuando están en campo abierto y olisquean alguna posible presa-. Empezó a nevar y los copos se hicieron dueños de la tierra y el cielo.

Jeras escuchó el aullido de los lobos en lo alto del monte. El perro no ladraba porque no era un perro, seguía siendo un lobo y los lobos son incapaces de ladrar. Cuando la noche se hacía más oscura y Jeras comenzaba a tropezar con las piedras que había entre la nieve, el lobo lanzó el primer aullido de su vida con el que contestaba a los que no habían dejado de ser sus hermanos. Jeras se asustó, ya no le veía: sólo escuchaba sus aullidos, que –por el lugar donde sonaban- parecían cada vez más próximos a la manada y más distantes de él. Hasta que ya no distinguió unos de otros. El aullido de su perro se confundía con el de los lobos que lo seguían.

Al cabo de un rato de oscuro silencio, volvió a oírlos resonando más y más cerca. Sintió que uno de los lobos lo rozaba con la cola, cayó al suelo y otro se atrevió a saltar por delante de él; finalmente, distinguió entre las sombras amenazantes a su lobo-perro haciendo ademán de mordisquearle los tobillos. No lo dudó: cogió el zurrón en el que aún tenía algunos mendrugos del pan que había llevado para el viaje y empezó a tirar trozos tras de sí. La estratagema le dio resultado: los lobos se detenían a comer el pan desperdigado en el camino. Ya sin tan molesta compañía, apresuró el paso, casi corrió cuando iba viendo las primeras casas del pueblo y, entre ellas, la suya: la salvadora casa de Poniente.

Se deshizo del morral con lo que quedaba de pan y, libre del peso, se lanzó a tumba abierta hacia lugar seguro. Sin recato alguno, con el corazón en la boca y casi ahogada su respiración, abrió nervioso la puerta y se cerró con llave. Pasaron días, semanas. Una tarde tranquila de marzo, el lobo regresó como si nada hubiera pasado, meneando –con absoluta inconsciencia que a Jeras le pareció desfachatez- la corta y ancha cola cenicienta. Dejó de abanicarla y se tumbó delante de él, sumiso, poniendo luego la cabeza entre las patas, como cuando esperaba el agua o la comida.

Jeras ya no tuvo dudas esta vez. No podía permitirse dudar. El pueblo y él mismo no se lo hubieran perdonado. No se trataba –sólo- de no perder el respeto de los demás: tenía que seguir respetándose como hombre a sí mismo. El dolor del fracaso y la traición le quebró por dentro: ¿Quién traicionaba a quién? No dejaría de hacerse esta pregunta en toda su amarga existencia.

Se acercó al lobo que le lamió la mano casi tiernamente y –al tiempo- Jeras le puso la correa de su cinto al cuello. La misma correa con que lo arrastró hasta el árbol más próximo y, tirando por el otro lado de una rama que juzgó suficientemente fuerte, improvisó la horca ineludible. El cuerpo del lobo quedó colgando sin vida del árbol, recortándose su silueta siniestra de fiera contra la sangrienta despreocupación del crepúsculo.









Seguramente no es casual que el relato en que está basado mi texto, tan significativo del tiempo y las «culturas híbridas» en que vivimos, me llegara en forma de e-mail a mi buzón de correo electrónico (y de ahí que lo reproduzca exactamente como pude imprimirlo, con los espacios entre párrafo y párrafo, entre unas líneas y otras, entre una y otra palabra que sugieren, curiosamente, las pausas y el ritmo de una conversación o casi la cercana respiración de quien habla). La persona que lo envió ya me había contado oralmente, con anterioridad, lo que aquí se denomina «historia» y, de hecho, hay una referencia inicial –muy reveladora- a esas vías de la oralidad en que la narración ha vivido y se ha venido transmitiendo antes de llegar hasta ella dentro del ámbito familiar, como una verdadera «historia de familia». Por ejemplo, esa alusión a la casa –que es, a un tiempo, solar natal- confiere no sólo una veracidad, sino –sobre todo- una continuidad a lo que se cuenta. «Cuento lo que se me ha contado» -parecía estar diciéndome la «voz» que hablaba a través del e-mail- «y damos fe de ello todos los que hemos nacido y vivido en esa casa por generaciones».

El relato, pues, sí que nos sitúa la «historia» en un «pasado etnográfico», en un «no tiempo» en el que los cambios más importantes de los últimos años no habrían acaecido aún. Se presupone –o parece presuponerse- también que las cosas siempre habían sido igual antes, de la misma manera equilibrada y armoniosa, lo que –evidentemente- no es cierto. Pero conviene que parezca así para que identifiquemos convenientemente la carretera con la transformación brusca y a Jeras con el personaje mítico que va a hacer algo peligroso y no permitido –o, por lo menos, no recomendado-, para que personifiquemos en Jeras a la fuerza que va a traer (o puede introducir) en el pueblo la desgracia.

Jeras no es un «trasgresor» de cuento que introduce lo ignoto, lo que está por llegar, los cambios hacia el futuro. Es, más bien, un trasgresor hacia el pasado, que vuelve a la naturaleza encarnada en el lobo, a lo natural no domesticado ni esculturado. Jeras regresa a un pre-tiempo salvaje con la acción –aparentemente algo irresponsable- que va a cometer. Jeras podía permitirse la compasión, lo que no era tan difícil en aquel entonces como hoy en día. Y se llevó al lobezno a su hogar. Aunque los vecinos le advirtieran del peligro aún se podía llevar alguien un lobo a casa y, de hecho a mí mismo me han contado otras historias de cazadores o alimañeros que, como Jeras, se habían apiadado de algún cachorro y lo habían convertido en su animal de compañía. Actualmente, el control cada vez mayor sobre los cánidos, las vacunas y la amenaza de multas, hacen prácticamente imposible que se repita una historia como ésta, salvo que se trate de naturalistas que mantengan a los lobos en parques apropiados como parte de su trabajo. Ahí está –precisamente- el meollo de la historia, la incógnita, el problema que todo relato mítico –y éste lo es- plantea desde el plano de las realidades y soluciona en el terreno poético. El caso del perro de Jeras –de un animal salvaje que hemos acostumbrado a vivir como mascota, como doméstico- puede darse en más de una ocasión de forma igual o parecida. El acierto de esta leyenda radica en llevar la situación al límite : ¿qué haría un lobo que ha sido convertido en perro si se ve en la noche entre los suyos, entre sus hermanos «naturales» -los otros lobos-, en la circunstancia de atacar a un hombre que era su amo hasta ese momento? ¿Qué voz tenderá a escuchar, qué mundo le llamará con más fuerza, el de los hombres que han hecho de él un perro obediente o el de los lobos que reclaman la sangre de una presa? Naturaleza o cultura, ése parece ser el debate. Sin embargo, la cuestión, -vuelvo a repetir- se resuelve en un nivel propio de la poesía, más que de la zoología, de manera poética y filosófica.

Pues probablemente un lobo –en concreto-, como animal que se identifica con su manada y para el cual la jerarquía es muy importante, se inclinaría más –en una situación límite como ésa- a agruparse con la mandad humana en que ha sido criado y con el jefe de la misma que con otros congéneres, que con los miembros de su propia especie. Siempre –claro- que la domesticación se haya llevado a cabo correctamente. Y ése es el auténtico dilema que el texto nos plantea: si la domesticación de un animal salvaje, incluido el hombre, llega a ser completa o en una coyuntura que favorezca la reaparición de la naturaleza ésta puede vencer al «acostumbramiento», a lo que ha sido enseñado y transmitido, a la cultura en suma. Y la leyenda intenta apuntalar la idea, bastante extendida popularmente y que no ha dejado de ser objeto de discusión científica, de que la naturaleza vence a la cultura, de que el lobo –en cuanto a animal fiero y asesino- nunca dejará de ser lobo, que lo salvaje predominará en él (y en nosotros), en la medida que el lobo funciona en estos relatos como metáfora del propio hombre sobre lo civilizado.

En la leyenda, el perro de Jeras se va despojando de sus caracteres de perro, de animal domesticado y –en cierto modo- «humanizado» (construido culturalmente por los humanos) hasta que impone su «voz» sobre la del hombre. Hace unos primeros ensayos de aullido lobuno. Y el destino, el desenlace fatal –supuestamente marcado por la naturaleza- se cumple. El lobo finalmente aúlla, con fuerza, ya que está tan bien alimentado como un perro. Separado de los hombres, vuelve a portarse como el lobo que es. Incluso, el texto nos hace notar que el antes «perro de Jeras» -como dicen que ocurre con los lobos que han tenido algún contacto con los humanos- no muestra el temor o precaución que tales animales suelen experimentar hacia los hombres y se distingue de todos por ser «el más atrevido», el que más se acerca para morder a su antiguo amo. Este fragmento del texto nos recuerda otras leyendas sobre ataques –nunca del todo bien comprobados- de lobos a hombres y, más en concreto, el suspense de algún romance de ciego sobre una familia que es atacada, tras una gran nevada, por una manada de ellos.

Hay un cuento popular también, recogido entre otros por Aurelio M. Espinosa, hijo (1987), de «El lobo malo» o «El lobo madrugador» (núms. 30 y 31), en que éste, «un lobo muy malo que siempre mataba a los animales que encontraba», cede ante las peticiones que le hacen distintos animales (todos doméstico, como la yegua, la cerda o los carneros) antes de que vaya a matarlos y, en realidad, para escapar a su muerte. El mismo tema (Aarne-Thompson, núm. 122A) aparece en el Calila e Dymna, las Fábulas de Esopo, Libro de buen amor y Fábulas de Samaniego. La versión de Aurelio Espinosa hijo, que a continuación reproduzco, fue recogida de labios de una persona nacida en Morgovejo, Riaño (León), y esa es la información que el recopilador dará, pero la recopilación en sí tuvo lugar –en realidad- el 19 de mayo de 1936 en un pueblo de Palencia. En ese mismo año –como todo el mundo sabe- empezó la guerra civil española: los «malos hombres» estaban a punto de convertirse en «buenos lobos» por aquellas fechas en esas tierras.

Al final del relato el lobo se lamenta de haber desempañado, por compasión, una serie de actos impropios de su especie (cosas sí realizadas por los hombres) que le han acarreado la desgracia. Pero todavía puede llegarle un mal mayor, de la mano directa del propio hombre:

«-¿Quién me haría a mí bautizador de gochos, si mis padres y abuelos nunca lo fueron? ¿Quién me haría a mí sacador de espinas si mis padres y abuelos nunca lo fueron? ¿Quién me haría a mí partidor de praos, si mis padres y abuelos nunca lo fueron? ¡Si caese un rayo de cielo y me matara!

Y el hombre que estaba arriba en el roble, el leñador, suelta el hacha y le dice:

-¡Mal lobo, allá te va!
Y dejando caer el hacha encima de la cabeza del lobo le mató» (Espinosa 1987, pp. 65-66).

Como Jeras, que pretende que un lobo «haga de perro», este lobo es castigado –trae la fuerza del destino sobre sí- por «hacer de hombre», por demorar su «cometido natural» de depredador de animales domésticos, entreteniéndose en realizar actividades que están reservadas a los humanos. Ambos, por piedad o descuido, desafían y transgreden unas supuestas e inexorables «leyes de la naturaleza» que aconsejan mantener separados los elementos salvajes de los civilizados, la naturaleza de la cultura. Jeras y el lobo del cuento se atreven a hacer y ser «lo que sus padres y abuelos nunca fueron», uno «partidor de prados» y el otro amaestrador de lobos. Sin embargo, el lobo muere por ello, por ser «un mal lobo» -como dice el leñador- más que «un lobo malo» y Jeras no, aunque también esté a punto de fenecer…