En el paraje llamado de la Peña Hueca, cerca de Toro, en Zamora, una guapa pastora que no hacía mucho que había parido una niña –tan hermosa como ella- se adentró en una especie de gruta, oculta entre viejas ruinas, siguiendo a un corderito que se le había extraviado. El suelo que pisaba cedió bajo sus pies y cayó por una especie de túnel: allí había amplias estancias con mesas y sillas labradas en la piedra que titilaban bajo la débil luz de grandes candelabros de plata.
Unos caballos negros pasaron delante de ella como perdidos, asustándola, y –luego- le pareció escuchar el llanto de un niño cada vez más cerca de donde se encontraba. Entonces, por uno de los arcos vio aparecer a un hombre alto, de tez oscura, que le pareció que vestía como un moro. La muchacha había escuchado muchas veces, de labios de otros pastores, historias de moros y moras que vivían aún en palacios subterráneos, guardando grandes tesoros. Había que hacer lo que ellos dijeran, pues si no su maldición podía ocasionar la muerte o la desgracia para siempre.
Así que, cuando el hombre le tendió al niño, que era muy blanco y rubio, para que lo amamantara, ella se sentó en una especie de trono y sin rechistar estuvo dándole la leche de sus pechos toda la noche. A la mañana siguiente, volvió a aparecer el moro y le indicó que pusiera su mandil en forma de cesto; y el hombre le echó en su regazo un puñado de piezas oscuras que la pastora no tuvo tiempo de ver bien. En un español que apenas se entendía, como arcaico y con un raro acento, el moro le dio a entender que no debía mirar aquella mercancía hasta que llegara a su casa.
Muy asustada, la chica se fue, pero cuando se hallaba a mitad del camino, notó que el hatillo le pesaba cada vez más y no pudo evitar mirar lo que llevaba en su mandil: entonces descubrió que eran unos carbones negros que le habían tiznado la ropa.
-¿Para qué quiero yo esto que además pesa tanto? Se me hará más largo el recorrido hasta mi casa.
Pensándose engañada, los tiró y se limpió como pudo la saya. Al llegar a su choza, el marido estaba todavía dormido con la niñita al lado, de modo que no tuvo que explicarle dónde había estado ni qué había hecho. Aliviada, se quitó las vestiduras y fue en ese momento cuando vio, entre los pliegues de su cintura, que todavía quedaba algo pequeño y duro guardado allí. Creyó que era algún trozo de carbón que habría permanecido oculto en la ropa e iba a tirarlo a la lumbre cuando –con gran sorpresa- pudo ver que se trataba de una reluciente moneda de oro. La escondió sin decir nada al marido, siguió su vida –como si nada- y, al atardecer, se dirigió a la Peña Hueca para pedir al moro el resto de su paga. Pensó que podría decirle que se le había extraviado en el camino y que quizá el moro la creyera, dándole más monedas de oro como la que se había quedado enrollada en su falda. Anochecía cuando llegó al agujero por donde había entrado la vez anterior, pero se encontró con una robusta puerta de hierro forjado totalmente cerrada.
Llamó. Se cansó de llamar. Gritó. Se hartó de dar voces. Hasta que, de cansancio y de rabia, quedó exhausta y medio dormida, tumbada a la entrada de la gruta. Al día siguiente, los pastores la encontraron en el mismo lugar: tenía el mandil lleno de monedas de oro que resplandecían. La tocaron en el hombro y el rostro, mas no contestaba. Llamaron al marido que la besó, la zarandeó, chilló y blasfemó para acabar llorando sobre el pálido cuerpo inmóvil. La bella pastora no volvió a despertar.
El padre César Morán Bardón, incansable viajero –y etnógrafo curioso- por tierras zamoranas y salmantinas, se refiere al paraje de la Peña Hueca, en Toro, como lugar del que se contaba esta leyenda. Apunta que se trata de una «conseja enlazada frecuentemente con lugares en que aparecen ruinas de antiguos poblados» (Morán Bardón 1986: 101).
Y habría que añadir, generalmente poblados muy anteriores a la conquista de España por los árabes. Pero la asimilación de «los moros» con paganos anteriores y más remotos resulta muy frecuente en las «consejas» que se cuentan sobre tales lugares, en que –por cierto- si suelen haberse encontrado restos arqueológicos romanos o prerromanos.
También alude Morán a otros parajes a los que aplicaba la misma historia: uno, al pie de La Garandilla, en la orilla derecha del río Omaña, donde –indica el autor- hubo una antigua población de la que quedan fosos a modo de murallas, en el término conocido por ello como Los Vallados; un segundo –quince Kilómetros más arriba-, en La Puebla, que es término de Santibáñez de Atienza; y un tercer sitio en Benavides, denominado por los lugareños como de Las Derroñadas. No todos relatos –a juzgar por lo que Morán dice al respecto- terminan tan trágicamente como el que he elegido aquí, pero sí coinciden en el hecho, sin duda relevante, de que la muchacha no llega a recuperar el tesoro del moro (Morán 1986: 101).
Sobre las cuevas con tesoros que guardan moras, moros o hadas, abundan las leyendas den toda España. De una versión que me narró al respecto cierta anciana, procedente de Olías del Rey, como si fuera una experiencia perfectamente normal vivida por su marido, me ha valido para terminar de ambientar mi texto en lo que atañe a las características de la cueva, así como a los caballos que corrían por ella.
Manuel Llano refiere una historia cántabra muy semejante a la de Morán, situada en un lugar reveladoramente llamado de Los Castros, y en la cual la protagonista es una joven a la que la gente llamaba la Arrastrá, porque era «una probe moza amarillucia de color y con un cuerpu flacu que daba compasión el mirala». Esta chica se habría encontrado con una «anjana» (hada o hechicera), que –compadeciéndose de ella- le muestra una cueva llena de tesoros. La ambición, como en nuestro primer relato, va a causar el desgraciado fin de la joven, pues una tarde en que iba con la anjana por el monte abandona a ésta, bajo una ventisca de nieve, con la intención de apoderarse de sus riquezas. Y cuenta Llano:
«Mitió la mano en la resquicia de la peñona, pero el joracu no se abría, porque no conocía el secreto de la anjana. Afirma que te afirma, llegó la noche y el joracu sin abrirse, y cansá y desesperá, viendo que no podía robar los caudales de la hechicera, comprindió la maldá que había jechu. y diz que al otru día unos albarqueros achaos del monte por el mal tiempo, alcontraron, un pocu más debajo de los Castros, unos huesos y pedazos mordiscaos de carne y de vestíu. Dios, por la boca de los lobos que la cumieron, castigó a la Arrastrá indina» (Llano 1934: 129-133).