Iba el viajero con el tío Periquín, un vecino de Fuencaliente que sabía muchas historias del lugar y le hacía de guía, curioseando por aquellos parajes sorianos y tomando nota de todo lo que veía y le contaban sin bajar de su cabalgadura. De pronto, los mulos en que los dos iban montados se echaron para atrás presos de espanto y Periquín gritó:
-¡Cuidado, no vaya usted a rodar por el agujero!
-¿Qué agujero?
-Cuál va a ser, señor, La Torca
-Y ¿qué es la Torca?
-Un pozo tan profundo que nadie sabe donde termina, aunque si que fue un gigantesco monstruo el que lo creó y que allí abajo, en el fondo, debe de seguir todavía.
No pudieron extrañarle al viajero, que ya llevaba muchas leguas recorridas en tierras de Soria, historias de este tipo sobre cuevas y abismos insondables, creadas por gigantes o animales fabulosos con patas de cabra, uñas de águila y la frente llena de cuernos, como el que dio origen –según la leyenda- a la laguna de Urbión.
Pero este hoyo enorme no era ninguna leyenda. Caminaron ambos hasta el borde del negro agujero, de unos doce o dieciséis metros de diámetro, y el viajero arrojó una piedra en él para comprobar lo que Periquín decía. Al instante, surgieron del tenebroso abismo bandadas de murciélagos, grajos y mochuelos. Y el eco de la piedra resonó muy abajo: Toc, toc, toc…
Mientras el viajero contemplaba la profundidad del hoyo, Periquín le dijo:
-Tiene esta torca su mérito y su historia si es que quiere escucharla.
-¿Cuál es?
-Pues que hace muchos, muchos años, cuando la francesada, vino de Aranda un guerrillero a avisar a los del pueblo que –uno o dos días después- habría de pasar por aquí un gran ejército de soldados franceses con dirección a Madrid. Venían viajando por los caminos más apartados y de noche para evitar encontrarse con las tropas españolas y, así, poder pillarlas entre la espada y la pared cuando llegaran los refuerzos que esperaban desde el Sur. La orden de su jefe, al que decían El Empecinado, era que de cualquier forma les cortaran el paso. Pero los del pueblo no tenían armas ni les daría tiempo a hacer fosos y trincheras. Eran, además, muy pocos comparados con el número de soldados que, al decir del guerrillero, aquel ejército francés tenía.
Un mozo, fuerte y avispado, al que llamaban Juanón, dio un paso al frente para decir que él se encargaría de lograrlo. «Nadie –añadió- estará dispuesto a permitir que esos franchutes atraviesen por nuestro pueblo». A lo que todos contestaron que desde luego que no, que de ninguna manera. Y como tenía forma de hombre listo y decidido, que siempre conseguía lo que se proponía, se pusieron los vecinos incondicionalmente a sus órdenes. Todo el pueblo cortó troncos y ramas de los árboles que fueron poniendo de una parte a otra de la torca. Luego, colocaron encima unas finas tablas como haciendo de techumbre y, finalmente, cubrieron la trampa de tierra. Juanón montó en su mula y se marchó por el camino que –según el guerrillero- habrían de utilizar los franceses. No había andado una legua cuando les vio venir a lo lejos, levantando gran polvareda, y se hizo el encontradizo con ellos. El jefe ordenó que lo detuvieran y le preguntó quién era y a dónde iba, a lo que el mozo contestó que era labrador e iba a trabajar sus tierras. Al general de los franceses, un hombretón pelirrojo de impresionantes bigotes y brillantes galones, le valió la respuesta. Y le preguntó si sabría indicarles cómo llegar lo más rápidamente posible a la carretera de Somosierra. Le contrataron de guía y Juanón les llevó por la vía más directa a Fuencaliente. Anochecía cuando se acercaban ya al pueblo, el mozo delante y detrás los jefecillos de los gabachos en pleno. General y capitanes fueron derechitos a la trampa que habían preparado los del pueblo y allí perecieron los «mesiés» con Juanón a la cabeza, que también él murió, pues no había otra forma de que la treta funcionara.
Él arreó su mula cuando se vio sobre el tinglado de maderas de la Torca, las tablas se rompieron y nadie pudo salir de la profunda sima. Todos los franchutes se fueron al infierno, ya que eso se había dicho siempre que es la Torca, la boca del lugar en que vive el diablo. Y allí estarán bien. En su sitio.
Una vez el lugareño terminó su relato, el viajero se adelantó hasta la gigantesca hoya y rindió tributo a aquel héroe en silencio. Calló también Periquín por un momento y, luego, montados ambos en sus mulos siguieron su camino entre las peñas anaranjadas por el atardecer.
-Si vuelven los franceses –comentó el viajero- ya sabemos a dónde hay que traerlos. Y el diablo se encargará de ellos.
-Amén.
El relato que he seguido para reelaborar esta leyenda claramente local fue publicado por Manuel Ayuso Iglesias, recogiendo tradiciones de la zona y bajo el título de «La Torca de Fuencaliente» en Recuerdo de Soria (1900, Segunda época, núm. 7: 7-9).
Florentino Zamora Lucas recopila en su colección de leyendas sorianas este texto, junto a otros de carácter más fantástico que hacen también referencia a lugares misteriosos y emblemáticos de la provincia; es el caso de las narraciones denominadas «La laguna del Urbión» y «Leyenda y realidad de la Laguna negra», que firman –respectivamente- Fernando Muñoz de Torroba y Quiliano Blanco (Zamora Lucas 1984: 195-197 y 284-288).
Aunque los relatos sobre la Torca y sobre la Laguna son –sin duda- de diferente índole, los dos apuntan a orígenes sobrenaturales y míticos: se trata de oscuras simas en donde –según algunos- podría hallarse (como en la leyenda sobre la Cueva de Salamanca) la boca o entrada del infierno. Y de ahí que, en mi recreación, mencione las tradiciones populares que existen al respecto. Dice –por ejemplo- el texto de Fernando Muñoz Torroba acerca del supuesto monstruo que bramaría –según lo que contaban los lugareños- desde el fondo de la laguna:
«No habría andado 200 pasos (el jinete protagonista de la historia) cuando resonó un espantoso trueno y se abrió la tierra cerca del sitio donde el animal se encontraba; fuertes temblores de tierra conmovieron aquellos alrededores y por la hendidura asomó un horrible monstruo con la frente llena de cuernos; echando chispas por los ojos y espuma por la boca y con las patas de cabra y uñas de águila cubierto todo de asqueroso pelo.
Por otro lado, y volviendo al relato que constituye el núcleo narrativo de nuestro texto, cabe decir que de «la francesada», es decir, de la invasión de España por los franceses, quedan en nuestro país abundantes ecos legendarios No son pocos los que se refieren en Castilla a Juan Martín Díaz, de renombre «El Empecinado», que siquiera tangencialmente aparece en la leyenda de Fuencaliente. Pero hay narraciones populares que, aun contándose de lugares bien distantes, coinciden con la misma en la época histórica y en el ardid preparado por los lugareños para atacar a los franceses. Tal sucede con la leyenda de «La toma de Ureña», que cuenta cómo algunos vecinos de esta villa urdieron la estratagema de azuzar a un rebaño de carneros con estopas y astillas encendidas en los cuernos para que, como si se tratara del más imparable de los ejércitos, arremetiera contra el enemigo. Y dicen las crónicas que dio resultado (Díaz 1996: 81-84).
No era ésta, sin duda, una táctica muy original, pues su uso es atribuido a varios héroes de la antigüedad, pero refleja a las claras tanto la validez simbólica como -en ocasiones- la más práctica de ciertos mitos.
-¡Cuidado, no vaya usted a rodar por el agujero!
-¿Qué agujero?
-Cuál va a ser, señor, La Torca
-Y ¿qué es la Torca?
-Un pozo tan profundo que nadie sabe donde termina, aunque si que fue un gigantesco monstruo el que lo creó y que allí abajo, en el fondo, debe de seguir todavía.
No pudieron extrañarle al viajero, que ya llevaba muchas leguas recorridas en tierras de Soria, historias de este tipo sobre cuevas y abismos insondables, creadas por gigantes o animales fabulosos con patas de cabra, uñas de águila y la frente llena de cuernos, como el que dio origen –según la leyenda- a la laguna de Urbión.
Pero este hoyo enorme no era ninguna leyenda. Caminaron ambos hasta el borde del negro agujero, de unos doce o dieciséis metros de diámetro, y el viajero arrojó una piedra en él para comprobar lo que Periquín decía. Al instante, surgieron del tenebroso abismo bandadas de murciélagos, grajos y mochuelos. Y el eco de la piedra resonó muy abajo: Toc, toc, toc…
Mientras el viajero contemplaba la profundidad del hoyo, Periquín le dijo:
-Tiene esta torca su mérito y su historia si es que quiere escucharla.
-¿Cuál es?
-Pues que hace muchos, muchos años, cuando la francesada, vino de Aranda un guerrillero a avisar a los del pueblo que –uno o dos días después- habría de pasar por aquí un gran ejército de soldados franceses con dirección a Madrid. Venían viajando por los caminos más apartados y de noche para evitar encontrarse con las tropas españolas y, así, poder pillarlas entre la espada y la pared cuando llegaran los refuerzos que esperaban desde el Sur. La orden de su jefe, al que decían El Empecinado, era que de cualquier forma les cortaran el paso. Pero los del pueblo no tenían armas ni les daría tiempo a hacer fosos y trincheras. Eran, además, muy pocos comparados con el número de soldados que, al decir del guerrillero, aquel ejército francés tenía.
Un mozo, fuerte y avispado, al que llamaban Juanón, dio un paso al frente para decir que él se encargaría de lograrlo. «Nadie –añadió- estará dispuesto a permitir que esos franchutes atraviesen por nuestro pueblo». A lo que todos contestaron que desde luego que no, que de ninguna manera. Y como tenía forma de hombre listo y decidido, que siempre conseguía lo que se proponía, se pusieron los vecinos incondicionalmente a sus órdenes. Todo el pueblo cortó troncos y ramas de los árboles que fueron poniendo de una parte a otra de la torca. Luego, colocaron encima unas finas tablas como haciendo de techumbre y, finalmente, cubrieron la trampa de tierra. Juanón montó en su mula y se marchó por el camino que –según el guerrillero- habrían de utilizar los franceses. No había andado una legua cuando les vio venir a lo lejos, levantando gran polvareda, y se hizo el encontradizo con ellos. El jefe ordenó que lo detuvieran y le preguntó quién era y a dónde iba, a lo que el mozo contestó que era labrador e iba a trabajar sus tierras. Al general de los franceses, un hombretón pelirrojo de impresionantes bigotes y brillantes galones, le valió la respuesta. Y le preguntó si sabría indicarles cómo llegar lo más rápidamente posible a la carretera de Somosierra. Le contrataron de guía y Juanón les llevó por la vía más directa a Fuencaliente. Anochecía cuando se acercaban ya al pueblo, el mozo delante y detrás los jefecillos de los gabachos en pleno. General y capitanes fueron derechitos a la trampa que habían preparado los del pueblo y allí perecieron los «mesiés» con Juanón a la cabeza, que también él murió, pues no había otra forma de que la treta funcionara.
Él arreó su mula cuando se vio sobre el tinglado de maderas de la Torca, las tablas se rompieron y nadie pudo salir de la profunda sima. Todos los franchutes se fueron al infierno, ya que eso se había dicho siempre que es la Torca, la boca del lugar en que vive el diablo. Y allí estarán bien. En su sitio.
Una vez el lugareño terminó su relato, el viajero se adelantó hasta la gigantesca hoya y rindió tributo a aquel héroe en silencio. Calló también Periquín por un momento y, luego, montados ambos en sus mulos siguieron su camino entre las peñas anaranjadas por el atardecer.
-Si vuelven los franceses –comentó el viajero- ya sabemos a dónde hay que traerlos. Y el diablo se encargará de ellos.
-Amén.
El relato que he seguido para reelaborar esta leyenda claramente local fue publicado por Manuel Ayuso Iglesias, recogiendo tradiciones de la zona y bajo el título de «La Torca de Fuencaliente» en Recuerdo de Soria (1900, Segunda época, núm. 7: 7-9).
Florentino Zamora Lucas recopila en su colección de leyendas sorianas este texto, junto a otros de carácter más fantástico que hacen también referencia a lugares misteriosos y emblemáticos de la provincia; es el caso de las narraciones denominadas «La laguna del Urbión» y «Leyenda y realidad de la Laguna negra», que firman –respectivamente- Fernando Muñoz de Torroba y Quiliano Blanco (Zamora Lucas 1984: 195-197 y 284-288).
Aunque los relatos sobre la Torca y sobre la Laguna son –sin duda- de diferente índole, los dos apuntan a orígenes sobrenaturales y míticos: se trata de oscuras simas en donde –según algunos- podría hallarse (como en la leyenda sobre la Cueva de Salamanca) la boca o entrada del infierno. Y de ahí que, en mi recreación, mencione las tradiciones populares que existen al respecto. Dice –por ejemplo- el texto de Fernando Muñoz Torroba acerca del supuesto monstruo que bramaría –según lo que contaban los lugareños- desde el fondo de la laguna:
«No habría andado 200 pasos (el jinete protagonista de la historia) cuando resonó un espantoso trueno y se abrió la tierra cerca del sitio donde el animal se encontraba; fuertes temblores de tierra conmovieron aquellos alrededores y por la hendidura asomó un horrible monstruo con la frente llena de cuernos; echando chispas por los ojos y espuma por la boca y con las patas de cabra y uñas de águila cubierto todo de asqueroso pelo.
Por otro lado, y volviendo al relato que constituye el núcleo narrativo de nuestro texto, cabe decir que de «la francesada», es decir, de la invasión de España por los franceses, quedan en nuestro país abundantes ecos legendarios No son pocos los que se refieren en Castilla a Juan Martín Díaz, de renombre «El Empecinado», que siquiera tangencialmente aparece en la leyenda de Fuencaliente. Pero hay narraciones populares que, aun contándose de lugares bien distantes, coinciden con la misma en la época histórica y en el ardid preparado por los lugareños para atacar a los franceses. Tal sucede con la leyenda de «La toma de Ureña», que cuenta cómo algunos vecinos de esta villa urdieron la estratagema de azuzar a un rebaño de carneros con estopas y astillas encendidas en los cuernos para que, como si se tratara del más imparable de los ejércitos, arremetiera contra el enemigo. Y dicen las crónicas que dio resultado (Díaz 1996: 81-84).
No era ésta, sin duda, una táctica muy original, pues su uso es atribuido a varios héroes de la antigüedad, pero refleja a las claras tanto la validez simbólica como -en ocasiones- la más práctica de ciertos mitos.