Estaba un labrador de Astudillo arando sus tierras una mañana calurosa de primavera y vio llegar a una mujer al arroyuelo que había cerca. Al hombre le entró la curiosidad de saber quién podía ser y se aproximó a la orilla pensando que quizá hubiera venido a refrescarse en las claras aguas. Pero sólo encontró un hatillo con la ropa de ella recogida entre unos juncos. Y no volvió a ver a la mujer ni a nadie en todo el día.
A la caída del sol, y cuando el labrador se preparaba para volver a su casa, apareció una galga blanca por la quebrada que lleva al arroyo. El animal andaba con una gran elegancia, casi como si no pisara el suelo, y atisbó y husmeó durante un buen rato alrededor del cañaveral en donde la mujer había dejado la ropa.
El labrador colgó el hatillo del yugo de uno de los mulos con los que araba y se encaminó hacia el pueblo.
-Así sabremos quién es la dueña de la ropa, cuando tenga que presentarse en cueros en Astudillo –barruntó para él.
Entonces, volvió a ver a la galga corriendo veloz en dirección a la yunta. Se arrimó al mulo y estuvo tirando del hatillo que colgaba en su costillar, pero por mucho que forcejeó no consiguió llevárselo porque estaba bien atado. El ganado sudaba más y más, cada pelo una gota, al sentir tan cercanos los colmillos de la galga, pero los mulos prosiguieron su camino. Al llegar a un término que llaman el Huerto Raso, se presentó ante el labrador una mujer desnuda a la que no había visto nunca. Junto a ella estaban una cabra y una vaca. Era morena y delgada, con una voz muy profunda. Y le dijo:
-Señor Silvestre, deme la ropa de una vez y no le haremos daño ni a usted ni a su familia.
-Eso, eso –corearon la cabra y la vaca que hablaban como personas-, o nosotras te lo haremos pagar.
El hombre se dio cuenta –en ese mismo momento- de que se trataba de brujas y temió por su seguridad y la de los suyos. No obstante, con el poco valor que le quedaba, el tío Silvestre encaró a la mujer y le contestó:
-Te daré el hatillo, pero antes tienes que decirme dónde habéis estado y que fechorías habéis hecho.
-Hemos estado chupando la sangre y los tuétanos a la hija más pequeña del médico.
-Pues si no hacéis que recobre al instante la salud no te devolveré la ropa.
-Sea –contestaron las tres brujas al unísono, cogieron la ropa y salieron volando por el cielo en dirección a Astudillo.
Cuando el tío Silvestre entró en el pueblo le contaron que la niña del médico, que era casi un bebé, había tenido unas extrañas fiebres, encontrándose a punto de morir. Pero que esa misma tarde acababa de salir de su extrema debilidad y reía y palmoteaba como si nada hubiera pasado.
-Parece cosa de brujas –sentenció la mujer del labrador cuando éste llegó finalmente a su casa.
Y el tío Silvestre sonrió para sí. No contó nada a su familia en los días siguientes, sino mucho más tarde, y sus hijos y nietos fueron quienes –a su vez- relataron después esta historia a otros de la manera que ha llegado hasta hoy.
Los relatos sobre personajes que, por un encantamiento debido a hechicerías de otros o por ser ellos mismos brujas y brujos, se transforman en distintos animales, resultan frecuentes en la tradición oral de muchas culturas. De hecho, son la expresión de una creencia extendidísima acerca de las facultades excepcionales que se les supone a todos aquellos que, en cualquier latitud, practican la magia. El tema aparece, así, en baladas, cuentos y leyendas de diferentes lenguas.
La versión escrita más famosa de este asunto en lengua española probablemente sea aquella debida a Gustavo Adolfo Bécker en su leyenda de «La corza blanca». El relato beckeriano, situado en Aragón durante la Edad Media, aún nos conmueve íntimamente, pues sólo pena podemos sentir ante el desgraciado amor del montero Garcés, que mata a lo que cree una corza y es, en realidad, la mujer de quien está enamorado: su señora Constanza (Bécker 1959: 233-252).
En su forma de cuento oral, estas narraciones han sido recogidas ampliamente en colecciones como la de Aurelio M. Espinosa, hijo, que ofrece muestras de metamorfosis de brujas y brujos en gatos, vacas, corderos y cabras (Espinosa, hijo, vol. I, 1987: 373-380).
De la versión recopilada por Espinosa en la localidad palentina de Astudillo, el 14 de mayo de 1936, tomo los elementos esenciales de mi texto. Aunque catalogado como cuento por el autor, este ejemplo reviste características que le acercan a la leyenda: el informante narra en primera persona su historia y atribuye el suceso a un bisabuelo suyo, de nombre Silvestre, que se habría encontrado con la galga –que es una bruja- cuando estaba arando en un paraje al que también se le aplica un topónimo concreto (Espinosa, hijo, vol I. 1987: 377-378).
Aunque no tan poético como el relato de Bécker, el cuento –leyenda de saber rústico y campesino recogido por Espinosa es de una índole no menos inquietante: aquí, las brujas –lejos de burlarse del perseguidor- acosan y amenazan a éste con todo el poder de su magia. Si bien el labrador consigue, no sin astucia, que el encuentro que podía haber resultado también trágico, alcance un desenlace más o menos feliz.
A la caída del sol, y cuando el labrador se preparaba para volver a su casa, apareció una galga blanca por la quebrada que lleva al arroyo. El animal andaba con una gran elegancia, casi como si no pisara el suelo, y atisbó y husmeó durante un buen rato alrededor del cañaveral en donde la mujer había dejado la ropa.
El labrador colgó el hatillo del yugo de uno de los mulos con los que araba y se encaminó hacia el pueblo.
-Así sabremos quién es la dueña de la ropa, cuando tenga que presentarse en cueros en Astudillo –barruntó para él.
Entonces, volvió a ver a la galga corriendo veloz en dirección a la yunta. Se arrimó al mulo y estuvo tirando del hatillo que colgaba en su costillar, pero por mucho que forcejeó no consiguió llevárselo porque estaba bien atado. El ganado sudaba más y más, cada pelo una gota, al sentir tan cercanos los colmillos de la galga, pero los mulos prosiguieron su camino. Al llegar a un término que llaman el Huerto Raso, se presentó ante el labrador una mujer desnuda a la que no había visto nunca. Junto a ella estaban una cabra y una vaca. Era morena y delgada, con una voz muy profunda. Y le dijo:
-Señor Silvestre, deme la ropa de una vez y no le haremos daño ni a usted ni a su familia.
-Eso, eso –corearon la cabra y la vaca que hablaban como personas-, o nosotras te lo haremos pagar.
El hombre se dio cuenta –en ese mismo momento- de que se trataba de brujas y temió por su seguridad y la de los suyos. No obstante, con el poco valor que le quedaba, el tío Silvestre encaró a la mujer y le contestó:
-Te daré el hatillo, pero antes tienes que decirme dónde habéis estado y que fechorías habéis hecho.
-Hemos estado chupando la sangre y los tuétanos a la hija más pequeña del médico.
-Pues si no hacéis que recobre al instante la salud no te devolveré la ropa.
-Sea –contestaron las tres brujas al unísono, cogieron la ropa y salieron volando por el cielo en dirección a Astudillo.
Cuando el tío Silvestre entró en el pueblo le contaron que la niña del médico, que era casi un bebé, había tenido unas extrañas fiebres, encontrándose a punto de morir. Pero que esa misma tarde acababa de salir de su extrema debilidad y reía y palmoteaba como si nada hubiera pasado.
-Parece cosa de brujas –sentenció la mujer del labrador cuando éste llegó finalmente a su casa.
Y el tío Silvestre sonrió para sí. No contó nada a su familia en los días siguientes, sino mucho más tarde, y sus hijos y nietos fueron quienes –a su vez- relataron después esta historia a otros de la manera que ha llegado hasta hoy.
Los relatos sobre personajes que, por un encantamiento debido a hechicerías de otros o por ser ellos mismos brujas y brujos, se transforman en distintos animales, resultan frecuentes en la tradición oral de muchas culturas. De hecho, son la expresión de una creencia extendidísima acerca de las facultades excepcionales que se les supone a todos aquellos que, en cualquier latitud, practican la magia. El tema aparece, así, en baladas, cuentos y leyendas de diferentes lenguas.
La versión escrita más famosa de este asunto en lengua española probablemente sea aquella debida a Gustavo Adolfo Bécker en su leyenda de «La corza blanca». El relato beckeriano, situado en Aragón durante la Edad Media, aún nos conmueve íntimamente, pues sólo pena podemos sentir ante el desgraciado amor del montero Garcés, que mata a lo que cree una corza y es, en realidad, la mujer de quien está enamorado: su señora Constanza (Bécker 1959: 233-252).
En su forma de cuento oral, estas narraciones han sido recogidas ampliamente en colecciones como la de Aurelio M. Espinosa, hijo, que ofrece muestras de metamorfosis de brujas y brujos en gatos, vacas, corderos y cabras (Espinosa, hijo, vol. I, 1987: 373-380).
De la versión recopilada por Espinosa en la localidad palentina de Astudillo, el 14 de mayo de 1936, tomo los elementos esenciales de mi texto. Aunque catalogado como cuento por el autor, este ejemplo reviste características que le acercan a la leyenda: el informante narra en primera persona su historia y atribuye el suceso a un bisabuelo suyo, de nombre Silvestre, que se habría encontrado con la galga –que es una bruja- cuando estaba arando en un paraje al que también se le aplica un topónimo concreto (Espinosa, hijo, vol I. 1987: 377-378).
Aunque no tan poético como el relato de Bécker, el cuento –leyenda de saber rústico y campesino recogido por Espinosa es de una índole no menos inquietante: aquí, las brujas –lejos de burlarse del perseguidor- acosan y amenazan a éste con todo el poder de su magia. Si bien el labrador consigue, no sin astucia, que el encuentro que podía haber resultado también trágico, alcance un desenlace más o menos feliz.