jueves, 23 de diciembre de 2010

Sentido trascendente del mito

Peregrinos bajo la niebla






Una vez esbozado el escenario histórico, intentaremos aproximarnos al significado primero, al trasfondo antropológico que fundamenta lo que las instituciones religiosas se encargaron de asumir y encasillar en los patrones del dogma ortodoxo. La peregrinación en sentido amplio es un hecho universal y definidor de todo culto, algo que, por conocido, tiende a olvidarse con frecuencia. Desde la prehistoria se constata la existencia de santuarios rocosos a donde se acudiría en busca de ritos propiciatorios (mágico-simpáticos), o, simplemente, de un contacto con la perennidad expresado en el arte parietal. Cavernas y abrigos, a veces de difícil acceso, llevan al hombre prehistórico de nuevo al seno materno, al útero primigenio, de donde se sale renovado, regenerado del gastarse cotidiano, o donde se gestan, en la penumbra, las luces cosmogónicas del bien y del mal, ocurridas in illo tempore y reactualizadas en cada ritual simbólico y mítico. El desplazamiento religioso a otros centros se verifica también en la protohistoria para lugares tan espectaculares como los cromlech o henges (Stonehenge en Inglaterra, es el más conocido y uno de los lugares sagrados más longevos de la humanidad), los alineamientos (como el de Carnal) o los sencillos menhires, todos ellos fruto del esfuerzo y las creencias de un grupo social durante siglos.

La genealogía del rito del desplazamiento hacia lugares donde se ha producido la manifestación divina, ya sea por una promesa, por la obligación o por simple esperanza de adquirir la liberación, tiene también correlato en Grecia. ¿Qué son los «juegos» de Olimpia, ¨Delfos, Corinto, Epidauro… sino una congregación ritual en un lugar sacro? Desplazamientos y concentraciones se documentan en el Lacio (Paestum, Calvi, Palestrina…), entre los iberos (los cerros con exvotos), los propios hebreos (templo de Jerusalén), los pueblos precolombinos y un interminable etcétera que únicamente refrenda la universalidad de este fenómeno.

Para todos ellos, y en particular para las peregrinaciones actuales extraeuropeas, la serie de preparativos y ritos a seguir durante la aproximación al lugar sagrado (un río –Ganges-, una montaña –Tibet-, etc) tienen rigurosa observancia, aunque nos interesa más este sentido último de contacto directo o vía despejada hacia el absoluto. Quizá uno de los casos más reveladores es el del Islam, que incluye entre sus preceptos básicos la peregrinación, al menos una vez en la vida, a La Meca (y a Medina, la casa del profeta). Lugar venerado por las tribus bereberes antes del nacimiento de Mahoma, la piedra negra o Ka’aba se concibe como el centro-pilar del mundo y el acercamiento a ésta supone la purificación y perfección del alma, que se expresa en gestos tanto internos (abstinencias, ascetismo, enmudecimiento, oración, etc.) como externos (abluciones, vestido talar de una sola pieza, no cortarse uñas ni pelo, ir descubierto, descalzo, etc.).

En todo caso, se trata de una práctica extensiva a todo grupo social y a todo individuo –como tal podríamos definir los modernos viajes para asistir a un espectáculo de los nuevos mitos sancionados por la televisión-, definitorio, por tanto, de la actitud propia del «homo religiosus».

Espacio sagrado y simbolismo del Centro. Las sociedades arcaicas o tradicionales conciben su mundo como un macrocosmos donde, por un lado, está el espacio organizado y habitado: el cosmos, su lugar, el mundo; y, por el otro, la región desconocida, la región de los demonios, el caos, la oscuridad y la muerte. El hombre está seguro, protegido por los dioses, mientras no salga de su espacio (no se trata de una salida tan sólo física) o el reino de las tinieblas no invada su mundo creando el desorden y la destrucción.

La experiencia de lo sagrado rompe la homogeneidad de ese espacio. Para nosotros, el espacio es geometría y exactitud descriptiva y positiva, somos capaces de conocer un espacio que no hemos visitado o no hemos medido con nuestros pasos, dominamos más allá de lo cotidiano, un lugar que habitamos, pero que no «vivimos», pero el hombre arcaico (preindustrial, precientífico…. como queramos llamarlo) concibe su espacio articulado en torno a un «centro», un lugar por excelencia donde se manifiesta lo sagrado en su forma total, bien por hierofantas elementales o por la forma más elevada de apariciones directas de los dioses. Este «centro» no es geométrico; las civilizaciones orientales tienen un número ilimitado de ellos, pero sin jerarquías.

Todos ellos son el «centro del mundo», pues son «espacios sagrados» otorgados por la divinidad, constituyendo una geografía sagrada y mítica, escasamente acorde con la geografía profana u «objetiva». Aquélla es la real, ésta es la abstracta. Si el espacio religioso es sagrado, el centro lo es por antonomasia, y acudir allí es «tocar» lo sagrado. Por ello su acceso tiene un valor iniciático que supone el tránsito de lo profano a lo sagrado, de lo efímero a lo duradero, de lo ilusorio a lo real. Se conquista así una nueva existencia.






En la protohistoria también se registraban desplazamientos religiosos a otros lugares tan espectaculares como este de Stonehenge, en Inglaterra

Dolmen de Axeitos, en Galicia






En las culturas que conocen las tres religiones cósmicas (cielo, tierra, infierno), el «Centro» es la intersección entre ella, lugar de fácil comunicación con el Cielo que en numerosas religiones recuerda a la antigua relación de proximidad entre dioses y hombres perdida por una falta grave que supuso un duro castigo y la necesidad de recurrir a intermediarios (sacerdote, chamán, etc.) para comunicarse con aquellos.

Varias tradiciones afirman esta encrucijada de lugares, auténtica «escala de Jacob» que es el «centro»: entre los romanos, el mundus es la unión entre las regiones infernales y el mundo terrestre. El templo itálico es la unión de tres niveles; Babilonia era Bab-ilam o «puerta de los dioses»; entre los hebreos, la roca y el templo de Jerusalén se asentaba y penetraba profundamente en las aguas subterráneas (tehom) toda ciudad oriental se asienta en el «centro del mundo», todo templo o palacio reconstruye una imagen arcaica: la Montaña cósmica, el Árbol del Mundo, el Pilar central que sostiene el orden estratificado del cosmos.

La construcción de un centro supone la recreación del mito cosmogónico sucedido en la época mítica, in illo tempore, aunque si este centro puede ser la propia casa (casa mogol, etcétera), la dificultad para acceder a él parece contradecirse, pues si peregrinar a los Santos Lugares es difícil, cualquier visita a una iglesia es una peregrinación, y si el itinerario del Centro está lleno de obstáculos, cada ciudad, templo o palacio se hallan en el Centro. Así se confirma la necesidad del hombre de vivir en el Centro, que agrupa dos tradiciones: las que sitúan su acceso fácil, pues nos hallaremos en él siempre, sin esfuerzo, y las que sitúan su logro con dificultades de tipo penitencial.






Peregrinos descansando en un campo de cereales ya segado







En este segundo caso se encuentra el Centro de peregrinación de Santiago. A pesar de que el simbolismo cristiano no remite al creyente a mitos y arquetipos, sino a la intervención histórica de la divinidad, éstos han sido recogidos por la tradición cultural de los pueblos donde se asentó, y fueron incorporados desde los primeros tiempos. Compostela constituye, con Jerusalén (centro primero) y Roma (tumba de san Pedro, cátedra del dogma) el trípode mediterráneo los «Centros» cristianos. Lugar cercano a las estrellas ( Campus stellae es una etimología propuesta algo a la ligera), a donde éstos se dirigen (pues la Vía Láctea señalaría ese camino al Oeste), este centro posee un sentido funerario que sacraliza su localización como tierra santa; esto es, que en-tierra a un personaje sagrado, y, también, como lugar de hierofanta o manifestación sagrada, como vimos en la leyenda de su retorno. A través de las reliquias que pautan el Camino, y en particular de ésta, su cuerpo, que es final y meta de las mismas, el creyente consigue acceso expedito a lo sagrado, logra participar del contacto con la divinidad que disfrutaba el difunto.

El culto a los santos encontró cierta oposición en los primeros siglos del cristianismo, pues recogía ritos funerarios paganos (banquetes de aniversario, etc.), pero pronto fue cristianizado (hacia el siglo II), adquiriendo una nueva dimensión cuando la sacralizad del ejemplo biográfico de los santos mártires pasó a depositarse en sus propios restos: era el nacimiento de las reliquias. Estas sirvieron muy bien para familiarizar al pueblo con el sentimiento paradójico de los misterios de la transubstanciación eucarística o de la Trinidad, los sacramentos, constituyéndose en un «paralelo fácil», accesible a los laicos, que además se acompañaba de la creación de centros religiosos (basílicas y martyriae sobre todo desde el siglo IV). En las reliquias había parte de Cristo, pues aquéllos habían llevado su vida según la imitatio Christi, y además toda inventio tenía consigo el anuncio de una amnistía divina. Los restos del Apóstol eran aún más cercanos físicamente a Cristo, y su historia proponía un exemplum de viaje como misión evangélica que el peregrino debía considerar cuando se aproximaba al lugar escogido cómo «Centro» del culto a los difuntos, naturalmente situado en el Occidente.






Urna del Apóstol en la Catedral de Santiago






A diferencia de la separación definitiva de los héroes clásicos respecto a los dioses en el momento de su muerte, los santos prolongaban esta unión y se convertían así en un puente, en una ruta hacia el Paraíso (acompañado de un difícil ascetismo físico durante el camino), sacralizando un lugar donde la divinidad se mostraba cercana, donde se abría la posibilidad de una ascensión mística, condición indispensable para la elaboración de un Centro.

«Centro de centros», etapa final de un rosario de reliquias, éste se sitúa, además, en el finis terrae, lugar peligroso donde el Espíritu del Mal habita y el caos está cercano; es la otra puerta, la del nivel inferior, que se ha cerrado gracias a la intervención histórica de Cristo, de su Apóstol. Pues en esto se diferencia el cristianismo del resto de las religiones, en que se renuncia a la reversibilidad del tiempo cíclico a favor de una irrepetibilidad de las hierofantas: Cristo vivió una sola vez, murió y resucitó en tiempo y lugar concretos, no en tiempo mítico. El tiempo se ontologiza, el instante se hace pleno y el suceso histórico sacraliza la victoria del bien que ha tenido lugar, pero debe ser convalidada por el comportamiento del creyente, cuya esperanza es la segunda venida de Cristo, destructora de la historia.






Faro de Finisterre, repleto de simbolismo






Tiempo sagrado y simbolismo del viaje. El tiempo tampoco es homogéneo en el mito, sino que se hace susceptible de volver sobre sí mismo mediante la fiesta. El illud tempus se inserta en el tiempo histórico y provoca varias rupturas periódicas, pues es superior y lo domina y pauta. En esencia, se trata de regenerar el desgastado Cosmos, de ahí que esta ruptura suela tener lugar en primavera (en relación con la cosecha) o Año Nuevo.

Los actos de celebración suponen una regresión al período mítico, con la consiguiente entrada en crisis del orden y el desvanecimiento de las barreras entre muertos y vivos, entre dioses y hombres. La forma, por el hecho de existir, se debilita, y para recuperar su vigor debe ser reabsorbida en lo amorfo, regenerada en la unidad primordial de donde salió, volver al caos (plano cósmico), a la orgía (plano social), a las tinieblas (simientes), al agua (bautismo cristiano, Atlántida histórica, etcétera). De ahí que muchas fiestas tengan implícito el carácter de muerte o desaparición del mundo (ekpirosis), que asume un plano de normalidad y carácter transitorio. En la fiesta el hombre es el depositario de la cosmografía, y como tal debe imitar los actos primordiales que originaron el orden.






Vidriera que representa a unos peregrinos ante el Apóstol. Catedral de León






El peregrino, por su parte, sale del tiempo histórico y penetra en lo sagrado, en la eternidad, pues, además de que abandona toda forma habitual de «contar» el tiempo y debe remitirse siempre a la naturaleza que le rodea y, más allá, al cometido que posee, ese tiempo es sacralizado porque permite hallar la pureza original: el perdón de los pecados y la renovación interior le otorgan un auténtico renacimiento espiritual. El peregrino es alguien implicado en un rito de paso de tipo liminar, pues éste se disgrega del tiempo y lugar paganos para ejercer una devotio temporal que se expresa a base de signos (amuleto, rosarios, conchas…) con tabúes de comportamiento (ascetismo de diverso tipo…). Antes de emprender el camino hay que purificarse: es la penitencia, un decoro del alma comparable al decoro corporal cuando se visita al señor territorial. Así, varios ritos segregan al peregrino de su comunidad (aun manteniendo lazos e incluso pudiendo aquél representar a ésta) y le preparan para una prueba en la que deberá superar su muerte ritual (separación de la comunidad) con la resurrección espiritual (purificación total y regreso). Las propias dificultades del camino son prácticas ascéticas, «la moneda del peregrino son sus pasos», como afirman Barret y Gurgand, pero muchas veces hay penitencia añadida: a pie y descalzo, de rodillas, cargando cruces y cadenas, disciplinándose, ayuno, silencio, petición de limosna, vigilia, hábito peculiar…

La ejecución material se transforma en una purificación por la vía de la ascesis y las pruebas que supone un «lavado del alma» paralelo al que debe realizarse al llegar a Santiago en Lavacolla. El premio es, por tanto, interior; pero también se logran las indulgencias, y más si acude en año jubilar. El jubileo compostelano (año santo) se celebra cuando la sacralizad del día del santo (25 de julio) se une a la sacralizad del domingo y fue concedido a partir de 1434. El año jubilar es una práctica antiquísima (primeras civilizaciones agrarias) que en los hebreos se celebraba cada 50 años, liberando a esclavos y perdonando a deudores. Su sentido recoge el carácter regenerativo aun el caso cristiano y el ritual que se acompaña en la catedral compostelana se aviene con lo que sabemos de esta tradición: apertura de una puerta (la Puerta Santa), un umbral que actúa de límite entre el mundo sagrado y el profano, rito de traspasarlo que equivale a agregarse a un nuevo mundo, al igual que reentraban a la Urbs los generales romanos victoriosos tras pasar por el arco triunfal.






Tres peregrinos caminan a lo largo de la senda jacobea






El valor simbólico de este tiempo marginal se ha usado en todas las filosofías. Para Platón, Plutarco o Marco Aurelio, la vida moral se explica con la metáfora de una peregrinatio cuyo recorrido debe precisarse y establecer las normas, las vías y las metas a seguir. Para Plotino, como los Padres de la Iglesia (que tanto le deben), la vida se orienta en un ascenso o vuelta a Dios, la perpetua peregrinatio era un perpetuo exilio, fuera de la ciudad (de la Jerusalén celeste), o sea que el cristiano es un peregrino por definición, pues se halla en la vida terrena, en el exilio de su verdadera patria: el Paraíso. Lo que afirma San Pablo: «Nosotros somos ciudadanos del cielo», o Cayetano de Thiene (1480-1547): «No somos sino peregrinos de viaje; nuestra patria es el cielo». Y el mismo Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida».






Imagen de la Cruz de Ferro






El término de la peregrinación es una ceremonia de agregación al grupo social por medio de una fiesta que compensa las penas y las celebra como la vuelta al mundo profano, el renacimiento del neófito, ahora iniciado. La consecución de una nueva vida, de un lugar en el centro del universo.






Una peregrina descansa