Quienes, antiguamente, iban a estudiar a la universidad de Salamanca se topaban a menudo, como los estudiantes de ahora, con la dificultad y el desánimo. Aprender cualquier cosa no es sencillo, lleva mucho tiempo y esfuerzo y, por eso, muchos de estos bachilleres, que pronto se lanzaban a la juerga y distracciones que la ciudad les ofrecía, caían en una diabólica tentación: ser sabios en un día, licenciarse de golpe sin estudio. Y existía, según se contaba, una manera para conseguirlo: ir a una extraña escuela-diferente a todas- en donde el propio diablo enseñaba nigromancia. Pero para estudiar artes mágicas si no demasiada ciencia sí hacía falta gran valor.
A espaldas de la catedral, en la parroquia llamada de San Cebrián que otros decían de San Cipriano, había una secreta entrada a una especie de cueva. Era ésta en realidad un amplio subterráneo con varias criptas u oquedades. Tres jóvenes hidalgos vascos, audaces y decididos, que habían ido a estudiar teología en Salamanca –y entre los que estaba un tal Don Juan de Atarrabio, más valentón y arrojado que los otros-, oyeron hablar de la cueva demoníaca y les pareció bien averiguar si lo que de ella se contaba era verdad o superchería.
Con otros estudiantes –que los había de leyes y medicina en aquel grupo- se aprestaron a entrar una noche por el angosto arco que daba a las espaciosas estancias de aquella cueva, también llamada de Clemensín, siguiendo al sacristán de la iglesia que les servía de guía y era reconocido criado del mismo diablo. Según él les indicó, tenían que penetrar allí totalmente desnudos y resistir el pavor que les podrían causar los murciélagos, víboras, sapos y arañas que –a buen seguro- intentarían ponérseles encima. Una vez dentro, el sacristán les indicó que se colocaran en torno a un extraño personaje: tenía una broncínea cabeza de burro y estaba sentado sobre un magnífico sillón que presidía la sala. A este siniestro oráculo deberían decirle qué oficio querían aprender. Los vascos dijeron que pretendían ser sacerdotes y la cabeza, con una voz que parecía humana resonaba como golpes de ultratumba, contestó:
-Así sea. Pero uno de vosotros ha de quedarse conmigo, pues ése será sacerdote de mi iglesia.
Cuando el diablo hubo terminado sus lecciones, los estudiantes –haciéndose los distraídos respecto a lo que aquél les había hecho prometer- fueron saliendo en fila de a uno desde el fondo de la cueva, todos tras el sacristán que se daba más prisa que nadie. Pero el diablo, a la puerta de salida, les sujetaba por el brazo preguntándoles:
-¿Eres tú el que se quedará conmigo a aprender toda mi ciencia?
Y todos, muy asustados, le contestaban lo mismo:
-No, no soy yo: es el que viene detrás de mí.
El último en salir fue Atarrabio, que fiado en su fuerza y queriendo –como siempre- hacer ostentación de su valor, caminaba despacio y con todo el aplomo del que era capaz en aquellas terroríficas circunstancias.
El diablo le dijo:
-¿Eres tú el último?
Y él, al sentirse cogido por el diablo con una mano que le pareció garra –a causa de la fuerza con que se clavaba en su brazo-, contestó todo lo serenamente que pudo:
-No soy yo, señor, agarrad al que todavía queda por llegar.
Era el día de San Juan y el sol proyectaba sus rayos implacables contra la entrada de la satánica oquedad. Entonces el diablo, viendo una sombra que avanzaba hacia el arco de la puerta, la tomó por el último estudiante, y ¡zas! Le clavó su espada. La sombra de Atarrabio quedó allí, ensartada sobre una losa del zaguán de la cueva, mientras él escapaba a todo correr.
Al cabo de poco tiempo, Atarrabio recibió los hábitos de sacerdote y fue enviado como pastor de almas a la parroquia de Barcos, donde destacó por su sabiduría y buen hacer, pero –aunque nadie parecía darse cuenta de ello- seguía sin su sombra. Sólo cuando celebraba la santa misa y levantaba la hostia para la consagración la sombra volvía a su sitio.
Un día cuando se encontraba Atarrabio con la sagrada forma en alto, notó que la hostia que sostenía en sus manos cada vez le pesaba más sobre su cabeza; miró para arriba y vio que, en realidad, estaba alzando no la hostia sino la broncínea cabeza de burro que le había hablado en la cueva. Cabeza que volvió a interpelarle diciendo:
-Por mucho que reces a Dios, tu sombra ya es mía y tu alma mía será.
Atarrabio vivía desde entonces angustiado, sin saber si la vida ejemplar que llevaba podría salvarle del infierno donde ya debía de estar su sombra, y no pudiendo soportar más tal desasosiego decidió pedir al sacristán de la parroquia que le ayudara a recuperarla. Así que le dijo que, cuando estuviera elevando al Santísimo en la misa, llegara con un hacha y golpeara a su sombra. Si quedaba como muerto sobre ella, no debía asustarse. Al contrario, le arrancaría el corazón y lo colocaría sobre un palo clavado a la puerta de la iglesia. Entonces, si se lo llevaban unos cuervos sería que se había condenado, y si lo cogía una paloma tal señal demostraría que conseguiría salvarse.
Todo lo hizo de esta manera el buen sacristán, y pronto empezaron a volar unos negros cuervos, graznando como enloquecidos, sobre el corazón ensangrentado. Cuando empezaban a picotearlo, surgió una paloma blanca y veloz que se abalanzó sobre él llevándoselo por los aires.
Fue todo muy rápido. Pero el sacristán todavía alcanzó a ver cómo paloma y corazón se remontaban hacia el cielo.
La creencia popular en que quienes hacían un pacto con el diablo perdían su sombra aparece ya en Gonzalo de Berceo (Milagros XXIV, v. 743), cuando se dice de Teófilo que había pactado con el demonio y que, por ello «siempre fo desombrado». Este motivo folklórico dio lugar –también- a varias leyendas dentro de la tradición vasco-navarra y vasco-francesa, en las que el protagonista es –a veces- un tal don Juan de Atarrabio que llegó a ser sacerdote. En alguna de ellas se relaciona al personaje –y a su satánico aprendizaje- con la Cueva de Salamanca, paraje real sobre el que circularon muchas historias desde antiguo (García de Diego 1958: 142).
El viajero alemán Münzer la visitó en 1494 y, tras compararla con la cueva de la Sibila de Cumas, da por cierto que «allí se pronunciaron oráculos», pero también afirma que «no hay nadie que sepa o crea haber oído que allí se practicara la magia»(1991: 217-219). No había inundado aún Europa la ola de histerismo que haría ver brujerías y artes diabólicas por todas partes, de modo que Münzer sólo encontró en la cripta un lugar semejante a aquellos otros que romanos y griegos dedicaban a practicas la adivinación. Pero, un siglo después, ya un catedrático de la universidad de Alcalá, Diego Pérez de Mesa, recogerá una tradición arraigada en el vulgo sobre la misma cueva, que incorpora a su leyenda al Marqués de Villena (Villar y Macías 1974: 72). En torno a la peripecia de este famoso nigromante en el antro donde el demonio enseñaba sus nada recomendables conocimientos van a girar los tratamientos literarios que, después, se harán del tema por parte de autores más y menos relevantes. No cabe citar aquí la larga lista de escritores –como Ruiz de Alarcón, Cervantes, Rojas Zorrilla, Botelho de Moraes o más tardíamente Walter Scout- que recrean o mencionan el asunto; ni la nómina no menos nutrida de tratadistas, desde Mesa y Torreblanca a Feijoo y, después, Villar y Macías ya en el siglo XIX. Casi todos inciden en la misma serie de motivos: la pérdida de la sombra por el marqués, los siete estudiantes –o más- que entraban a estudiar con el diablo en la cueva, la cabeza parlante que presidía la cripta…
El caso es que la fama de la cueva corrió tanto que, en varios países de América, como Argentina, Perú o Chile todavía se conoce con el nombre de «salamancas» a aquellas cuevas en que se aprenden saberes secretos. Curiosamente, la leyenda en cuestión no ha sido muy recogida por los antólogos del género, a pesar de su vitalidad escrita y oral. García de Diego ofrece una versión –entre los ejemplos navarros- con la historia de Atarrabio, en donde el tema de la cueva no se menciona (García de Diego 1958: 369-370).
Hubo una cueva, de la que aún se habla, y que Martín Del Río, experto perseguidor de magias demoníacas dice haber visto, si bien ya parcialmente tapiada -«a cal y canto»- por orden de Isabel la Católica (Del Río 1991: 109). Sobre el rumor inicial de que allí se enseñaban saberes que –con el tiempo- se tornarían sospechosos, fuéronse tejiendo novelescos relatos, como el que atañe al marqués de Villena, y adhiriendo otros que procedían de viajas leyendas, así la de «El hombre sin sombra».
Los supuestos magos que asistían a la cueva, probablemente eran –como ya he escrito en otro lugar- «no pícaros sacristanes ni traviesos Villenas, sino individuos que sabían de oráculos sibilinos» y buscaban enraizarse en una corriente de conocimientos que venía del mundo antiguo y que –con frecuencia- se convertía en perseguida por herética (Díaz Viana 2002: 59).
A espaldas de la catedral, en la parroquia llamada de San Cebrián que otros decían de San Cipriano, había una secreta entrada a una especie de cueva. Era ésta en realidad un amplio subterráneo con varias criptas u oquedades. Tres jóvenes hidalgos vascos, audaces y decididos, que habían ido a estudiar teología en Salamanca –y entre los que estaba un tal Don Juan de Atarrabio, más valentón y arrojado que los otros-, oyeron hablar de la cueva demoníaca y les pareció bien averiguar si lo que de ella se contaba era verdad o superchería.
Con otros estudiantes –que los había de leyes y medicina en aquel grupo- se aprestaron a entrar una noche por el angosto arco que daba a las espaciosas estancias de aquella cueva, también llamada de Clemensín, siguiendo al sacristán de la iglesia que les servía de guía y era reconocido criado del mismo diablo. Según él les indicó, tenían que penetrar allí totalmente desnudos y resistir el pavor que les podrían causar los murciélagos, víboras, sapos y arañas que –a buen seguro- intentarían ponérseles encima. Una vez dentro, el sacristán les indicó que se colocaran en torno a un extraño personaje: tenía una broncínea cabeza de burro y estaba sentado sobre un magnífico sillón que presidía la sala. A este siniestro oráculo deberían decirle qué oficio querían aprender. Los vascos dijeron que pretendían ser sacerdotes y la cabeza, con una voz que parecía humana resonaba como golpes de ultratumba, contestó:
-Así sea. Pero uno de vosotros ha de quedarse conmigo, pues ése será sacerdote de mi iglesia.
Cuando el diablo hubo terminado sus lecciones, los estudiantes –haciéndose los distraídos respecto a lo que aquél les había hecho prometer- fueron saliendo en fila de a uno desde el fondo de la cueva, todos tras el sacristán que se daba más prisa que nadie. Pero el diablo, a la puerta de salida, les sujetaba por el brazo preguntándoles:
-¿Eres tú el que se quedará conmigo a aprender toda mi ciencia?
Y todos, muy asustados, le contestaban lo mismo:
-No, no soy yo: es el que viene detrás de mí.
El último en salir fue Atarrabio, que fiado en su fuerza y queriendo –como siempre- hacer ostentación de su valor, caminaba despacio y con todo el aplomo del que era capaz en aquellas terroríficas circunstancias.
El diablo le dijo:
-¿Eres tú el último?
Y él, al sentirse cogido por el diablo con una mano que le pareció garra –a causa de la fuerza con que se clavaba en su brazo-, contestó todo lo serenamente que pudo:
-No soy yo, señor, agarrad al que todavía queda por llegar.
Era el día de San Juan y el sol proyectaba sus rayos implacables contra la entrada de la satánica oquedad. Entonces el diablo, viendo una sombra que avanzaba hacia el arco de la puerta, la tomó por el último estudiante, y ¡zas! Le clavó su espada. La sombra de Atarrabio quedó allí, ensartada sobre una losa del zaguán de la cueva, mientras él escapaba a todo correr.
Al cabo de poco tiempo, Atarrabio recibió los hábitos de sacerdote y fue enviado como pastor de almas a la parroquia de Barcos, donde destacó por su sabiduría y buen hacer, pero –aunque nadie parecía darse cuenta de ello- seguía sin su sombra. Sólo cuando celebraba la santa misa y levantaba la hostia para la consagración la sombra volvía a su sitio.
Un día cuando se encontraba Atarrabio con la sagrada forma en alto, notó que la hostia que sostenía en sus manos cada vez le pesaba más sobre su cabeza; miró para arriba y vio que, en realidad, estaba alzando no la hostia sino la broncínea cabeza de burro que le había hablado en la cueva. Cabeza que volvió a interpelarle diciendo:
-Por mucho que reces a Dios, tu sombra ya es mía y tu alma mía será.
Atarrabio vivía desde entonces angustiado, sin saber si la vida ejemplar que llevaba podría salvarle del infierno donde ya debía de estar su sombra, y no pudiendo soportar más tal desasosiego decidió pedir al sacristán de la parroquia que le ayudara a recuperarla. Así que le dijo que, cuando estuviera elevando al Santísimo en la misa, llegara con un hacha y golpeara a su sombra. Si quedaba como muerto sobre ella, no debía asustarse. Al contrario, le arrancaría el corazón y lo colocaría sobre un palo clavado a la puerta de la iglesia. Entonces, si se lo llevaban unos cuervos sería que se había condenado, y si lo cogía una paloma tal señal demostraría que conseguiría salvarse.
Todo lo hizo de esta manera el buen sacristán, y pronto empezaron a volar unos negros cuervos, graznando como enloquecidos, sobre el corazón ensangrentado. Cuando empezaban a picotearlo, surgió una paloma blanca y veloz que se abalanzó sobre él llevándoselo por los aires.
Fue todo muy rápido. Pero el sacristán todavía alcanzó a ver cómo paloma y corazón se remontaban hacia el cielo.
La creencia popular en que quienes hacían un pacto con el diablo perdían su sombra aparece ya en Gonzalo de Berceo (Milagros XXIV, v. 743), cuando se dice de Teófilo que había pactado con el demonio y que, por ello «siempre fo desombrado». Este motivo folklórico dio lugar –también- a varias leyendas dentro de la tradición vasco-navarra y vasco-francesa, en las que el protagonista es –a veces- un tal don Juan de Atarrabio que llegó a ser sacerdote. En alguna de ellas se relaciona al personaje –y a su satánico aprendizaje- con la Cueva de Salamanca, paraje real sobre el que circularon muchas historias desde antiguo (García de Diego 1958: 142).
El viajero alemán Münzer la visitó en 1494 y, tras compararla con la cueva de la Sibila de Cumas, da por cierto que «allí se pronunciaron oráculos», pero también afirma que «no hay nadie que sepa o crea haber oído que allí se practicara la magia»(1991: 217-219). No había inundado aún Europa la ola de histerismo que haría ver brujerías y artes diabólicas por todas partes, de modo que Münzer sólo encontró en la cripta un lugar semejante a aquellos otros que romanos y griegos dedicaban a practicas la adivinación. Pero, un siglo después, ya un catedrático de la universidad de Alcalá, Diego Pérez de Mesa, recogerá una tradición arraigada en el vulgo sobre la misma cueva, que incorpora a su leyenda al Marqués de Villena (Villar y Macías 1974: 72). En torno a la peripecia de este famoso nigromante en el antro donde el demonio enseñaba sus nada recomendables conocimientos van a girar los tratamientos literarios que, después, se harán del tema por parte de autores más y menos relevantes. No cabe citar aquí la larga lista de escritores –como Ruiz de Alarcón, Cervantes, Rojas Zorrilla, Botelho de Moraes o más tardíamente Walter Scout- que recrean o mencionan el asunto; ni la nómina no menos nutrida de tratadistas, desde Mesa y Torreblanca a Feijoo y, después, Villar y Macías ya en el siglo XIX. Casi todos inciden en la misma serie de motivos: la pérdida de la sombra por el marqués, los siete estudiantes –o más- que entraban a estudiar con el diablo en la cueva, la cabeza parlante que presidía la cripta…
El caso es que la fama de la cueva corrió tanto que, en varios países de América, como Argentina, Perú o Chile todavía se conoce con el nombre de «salamancas» a aquellas cuevas en que se aprenden saberes secretos. Curiosamente, la leyenda en cuestión no ha sido muy recogida por los antólogos del género, a pesar de su vitalidad escrita y oral. García de Diego ofrece una versión –entre los ejemplos navarros- con la historia de Atarrabio, en donde el tema de la cueva no se menciona (García de Diego 1958: 369-370).
Hubo una cueva, de la que aún se habla, y que Martín Del Río, experto perseguidor de magias demoníacas dice haber visto, si bien ya parcialmente tapiada -«a cal y canto»- por orden de Isabel la Católica (Del Río 1991: 109). Sobre el rumor inicial de que allí se enseñaban saberes que –con el tiempo- se tornarían sospechosos, fuéronse tejiendo novelescos relatos, como el que atañe al marqués de Villena, y adhiriendo otros que procedían de viajas leyendas, así la de «El hombre sin sombra».
Los supuestos magos que asistían a la cueva, probablemente eran –como ya he escrito en otro lugar- «no pícaros sacristanes ni traviesos Villenas, sino individuos que sabían de oráculos sibilinos» y buscaban enraizarse en una corriente de conocimientos que venía del mundo antiguo y que –con frecuencia- se convertía en perseguida por herética (Díaz Viana 2002: 59).