La Cofradía del Santísimo Cristo de las Injurias, popularmente conocida como la del Silencio, se funda el 13 de marzo de 1925.
Los antecedentes de esta Cofradía los encontramos a principios del s. XX, cuando en 1902, la Real Cofradía del Santo Entierro, muestra su deseo de que el Cristo de las Injurias desfile el Viernes Santo por la tarde en su desfile. Así, había que trasladar este crucificado desde la Catedral hasta San Esteban, y para hacerlo se decidió realizar una procesión popular en la tarde-noche del Miércoles Santo. La imagen titular de la Cofradía, propiedad del Cabildo de la Catedral, es una talla muy venerada por los zamoranos. Se supone que fue traído de Granada y depositado en el Monasterio de los Jerónimos, que ante la desamortización de siglos posteriores, fue llevado definitivamente a la Catedral, su sede actual, donde recibe veneración en la capilla de San Bernardo. Sobre su autoría hay un amplio debate entre los expertos, barajando nombres como Becerra, Jacobo Florentino, Diego de Siloé y Arnao de Palla. Desfila en la tarde-noche del Miércoles Santo, sobre una mesa con trono dorado, obra realizada por Butragueño y adornado con pequeñas imágenes de Rojo, todo ello en la década de los 40. La Cofradía se caracteriza por el acto del Juramento del Silencio, tomado por el obispo de la Diócesis y precedido por el ofrecimiento del Alcalde. También son muy personales, los clarines y los pebeteros con los que se desfila. Los hermanos visten túnica de estameña blanca con caperuz rojo, decenario y hachón.
Ofrenda de Silencio y Juramento.
La tarde del Miércoles guarda uno de esos instantes mágicos que te unen a la tierra por la costura del sentimiento. Es cuando los hermanos de la Cofradía del Cristo de las Injurias abandonan la Catedral y convierten la Plaza en una marea roja de caperuces de terciopelo, en una noche estrellada de cirios consumiéndose, en una promesa blanca como las túnicas. Y después, el silencio.
La liturgia del silencio. La presencia del silencio. En el atrio, majestuoso, aparecía el Cristo de las Injurias, el Señor de Zamora. El de los brazos abiertos siempre, el de la sangre aún caliente brotando del costado. Inmenso, eterno, rotundo. Dios hecho carne; la madera elevada a Dios. Sonó entonces la música del violoncello como un lamento de cuerda, como la ofrenda desde las partituras de Enrique, directa de las manos de Jaime a los mismos pies del Cristo, anclados a la Cruz por los clavos.
La alcaldesa de la ciudad, Rosa Valdeón, se hincó entonces de rodillas y, mirándole al rostro, realizó la ofrenda del silencio de la ciudad. Por los silencios de las que mueren a manos de sus compañeros; por los niños hijos de la violencia; por las guerras que olvidamos; por los que mueren surcando las aguas en busca de un futuro mejor, por los que viven bajo la ley del terror; por los que se tienen que marchar buscando un horizonte más próspero. Y así, mirando al Crucificado, se preguntó por qué las mujeres no pueden acompañarle bajo el caperuz. Quizá la mirada del Cristo, por el inmenso amor que emana de sus ojos, se posase en todas las mujeres que clavan sus miradas en Él. Porque en Él, que nos hizo iguales -sin imposiciones, sin enfrentamientos, en el respeto-, están todas las respuestas. Rosa Valdeón, ayer alcaldesa de todos, supo poner a los pies del Cristo el corazón de Zamora. Así, sí, alcaldesa. Así, sí.
Don Gregorio, nuestro Obispo bueno, se sumó a la oración y a la petición ante el Crucificado, instando a los zamoranos a buscar en su fe. Entonces, los miles de cofrades hincaron su rodilla en la tierra para asentir al juramento: ‘‘¿Juráis guardar silencio durante la procesión? Sí, juramos’’. Y ya entonces la noche fue sólo de los clarines y de los tambores, del sonido metálico de los incensarios y los cascos de los caballos que abrían la procesión, que inundó las calles céntricas y la vieja Rúa de incienso y llamas encendidas, como promesas de silencio.
Pasadas las once de la noche, el Crucificado llegaba a las puertas del Museo, donde fue recibido por una representación de la Real Cofradía del Santo Entierro, que será su custodia hasta que el Viernes Santo regrese, envuelto en la caricia del terciopelo negro, a su capilla catedralicia.
A sus pies, esos pies donde alguna vez posé mis labios; esos pies donde alguna vez susurramos los nombres que no pronunciamos, quedan los silencios de la ciudad del silencio, cuya voz se pierde en el viento.
Silencio, zamoranos. Callad en la tarde del Miércoles pero alzad la voz el resto del año. Por vosotros, por vuestros hijos. Por los que estuvieron antes, por los que tienen que venir. Por esta tierra que se ahoga en las palabras nunca dichas.
Si así lo cumplís, que Él os lo premie. Y si no, que no os lo demande.