domingo, 8 de abril de 2012

Jesús el nazareno, el crucificado, ha resucitado

Ecce Homo
JUEVES SANTO: El agua que viene del cielo comienza mojando la cabeza y, luego, descendiendo, termina su curso tomando tierra. Un vez el cielo seco y la tierra húmeda, los charcos calan los pies y no tocan la cabeza. Lo de arriba tiene más afinidad con lo de arriba, y lo de abajo con lo de abajo, pero no deja de ser nunca la misma agua la que moja a unos y otros. ¿Cómo conciliar cabeza y pies y hacerse cercanos al cielo y a la tierra? ¿Cómo sujetar los extremos y que se abracen? “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Quizás encontremos respuesta en aquel Jesús de extremos. Llegó de un extremo, del cielo, donde era la alegría eterna del Padre, e hizo morada en el otro extremo, el de los hombres, tomando la misma tierra humana como hogar. Acostumbrado a tanto extremo, no pudo amar de otra forma a los suyos, sino también extremamente, como había sido amado Él siempre por el Padre. El que llamaban Maestro, había tomado maestría de su Padre misericordioso y así daba lecciones, tal como Él las había aprendido desde siempre al modo trinitario. Sus discípulos, escogidos para convertirse en maestros, aprendían solo a medias; tenían aún lecciones para el repaso. Uno de ellos había entendido bien poco y lo que no colmó Dios en su cabeza y en su corazón, lo rellenó el diablo. Faltaba ya poco para que el Maestro estuviera con ellos y todavía había mucho que aprender. Ahora bastaba con escuchar, aunque no fuera más que para retenerlo en la memoria, el Espíritu enviado por Jesucristo ejercería la docencia y les haría ir entendiendo cada una de las lecciones de Jesús. Faltaba poco y, en el repaso, sólo quedaba tiempo para lo fundamental. Y había que comenzar por los pies. Todo cuanto enseñó el Maestro y Señor, mostraba el camino hacia el Padre. Él se nombró: “Camino, Verdad y Vida”. ¿No distraería del camino detenerse en cosa de pies? Quizás sea distracción, pero quien se salte los pies no llegará al Padre. ¿Qué tienen los pies que tanto encantaron a Cristo? El mismo que encontró en nuestro barro, para hacerlo suyo: su pobreza. Tan cercanos al suelo, el mismo polvo se pega en las plantas de los pies y recuerdan su origen: “Polvo eres”, y su destino a consecuencia del pecado: “Y al polvo volverás”. En esos pies que pisan tierra y se adhieren a ella se toca la humildad de la condición humana, también su pecado. Lavarlos significa verter amor para decir: “despegaos del suelo para elevaros, porque sois tierra, pero tierra amada por Dios”, “tomad limpieza de pecado, porque sois bellos a los ojos del Señor”, “recibid consuelo para andar camino y consolad para que otros caminen”. En los pies del discípulo Jesús amaba al discípulo entero. De haber entendido esto Judas habría ido directamente a besar los pies del Maestro y no su rostro; de haberlo hecho así no habría cabido la traición. Y así quedaron los apóstoles, por ser los primeros aprendices de amor en los pies, como los siguientes maestros de este arte. Luego legarían su ministerio a sus sucesores que, ministros como ellos, servidores o presbíteros o sacerdotes (en cada nombre van matices), enseñarían la destreza de las manos de Cristo sobre los pies de los hombres. Las mismas que siguieron sirviendo amarradas en la cruz y luego, libres de clavos, clamarían resurrección. 

 ¿Y cómo ser maestro de lo que uno mismo no ha aprendido? Misterios de Dios, que no escogió otra tierra para sus sacerdotes, sino la misma, como distraído a sus torpezas. Hacer memoria de la lección del Señor: memoria de amor, memoria de pies. ¿Habrá recuerdo perpetuo de alturas tan preciosas en nosotros que tanto tendemos a caer hacia lo bajo y el pecado? ¿Cómo hacer memoria de lo que merece la pena que nunca se olvide? No es suficiente el recuerdo; yendo más allá, como nuevo regalo del Padre, la Eucaristía es Memoria, pero hecha vida en nosotros y vivida en nuestra comunidad que es la Iglesia. Recuerdo de Dios que nos habla en la Palabra, recuerdo de Dios que nos alimenta en la Comunión, recuerdo del amor servicio de Cristo que nos invita, con exigencia vital, a llevar a nuestras vidas: porque Él nos ha amado primero, porque Él nos ha servido primero, porque pone palabra y alimento y vida en nuestra existencia. Tal vez así encontraremos en los pies el encanto que vio en ellos Cristo, y entendamos un poco más el ministerio de sus sacerdotes y vivamos la Eucaristía como vida, como servicio, como amor que se extiende en nuestras existencia. 

VIERNES SANTO: Andamos los hombres con necesidad de maestro. La vida se vive sola, improvisando cada día, pero siempre se nota la presencia necesaria de alguien que marque unas metas, unos objetivos, un sentido a esta existencia. Algún sentido profundo que se escape a los afanes diarios, que vivimos en rutina. El mundo presenta muchas maestrías todas victoriosas sobre una tarima de supuesta felicidad y ninguna de ellas le concede siquiera un grano de consistencia a esta vida nuestra. Cuando las atraemos para nuestras vidas caen tan deprisa como se levantaron y nosotros con ellas. El Maestro del hombre tiene forma de crucificado. El árbol tranquilo lo arrancaron con violencia de su suelo vital; lo serraron y lo pulieron con brutalidad. Árbol seco, imposible que diera fruto; árbol descuidado labrado toscamente, ni siquiera serviría para el adorno; árbol sin fin amable, concebido para la muerte. ¿Quién podría imaginar el fruto de aquel leño y su belleza y su fin? Maestro de maestros, Cristo hace nuevas todas las cosas. La violencia la volvió paz; el odio, amor; la muerte, vida. ¿Puede aprenderse en Alguien algo más humano y más divino? 

Cristo
DOMINGO DE RESURRECCIÓN: Tres segundos, sólo tres segundos para anunciar el gran acontecimiento: “Jesucristo ha resucitado de entre los muertos”. Acabaron los tres segundos, pero, como la muerte nos ha obligado a tanto silencio, aún sigue apeteciendo el anuncio. Pido ahora diez, no, quince, mejor quince segundos para decir que “Aquél que había engullido el Calvario y había sido arrojado a un sepulcro para el olvido; aquella Vida que suscitaba vida y fue asesinada, aquel Amor que brincaba las barreras del odio para amar, que fue apagado a ráfagas de envidia... ha sido devuelto a la Vida por el Padre”... Se ha dicho todo y no ha sido dicho nada. Aumentemos en medio minuto, treinta segundos más para exclamar que “el Hijo del Padre eterno, por el que existe todo lo creado, por el que fue llamado Abrahán a ser padre del Pueblo de Israel, por el que los israelitas fueron liberados de la esclavitud de Egipto por medio de Moisés; el Hijo de la Nueva Alianza anunciada por los profetas, luz que alumbra a los pueblos y Fuente que limpia los pecados, habiéndose hecho un hombre como nosotros, salvo en el pecado; habiendo aprendido, en el sufrimiento, a obedecer, dio la prueba de amor más grande entregando su vida a la muerte y una muerte de cruz, y el Padre lo resucitó al tercer día”. Se han terminado los segundos, y todavía apenas hemos rozado el misterio. Tregua, tregua al tiempo. Paso a la Palabra, la que existía desde el principio en comunicación de amor con el Padre, la que enmudeció en la Cruz sin dejar de decir. Ya no sufrirá interrupción, no tendrá dominio por la muerte. 

El amor ha triunfado, somos campeones
No podrán agotarse los segundos ni las horas ni los siglos para proclamar el acontecimiento, y poder hablar del encanto sencillo de una araña tejiendo su tela entre la hierba, y el relente cubriendo de gotas como perlas cada uno de sus hilos, o el afán de las golondrinas en sus nidos de adobe para darle de comer a sus crías, o la pureza del agua que cae de las nubes que estruja el cielo en gotas finísimas... Será todavía más deficiente el tiempo para la admiración ante el labrador que abre la tierra con el arado para que surja vida de cereal, o el albañil que coloca ladrillo sobre ladrillo y eleva casas llamadas a ser hogares y acoger la vida, o la costurera que, a puntadas de hilo, embellece el paño vacío con su arte... Porque Cristo ha resucitado, ¿no vamos a encontrar encanto en cada una de las realidades que nos rodean? En la madre que pare y aprende el lenguaje del hijo, en el padre que acumula paciencia y quiere hacerse niño con los niños; en el amigo que dice “te quiero”, en el compañero que dice “te ayudo”; en la familia que canta a la vida en sus quehaceres cotidianos; en la rutina del convento tras la reja que se desenvuelve en amores al Resucitado; en el sacerdote que intenta a su modo, ser pregonero de la gran noticia. Porque Cristo dijo a las mujeres: “No tengáis miedo”, (y el ángel: “no temáis”), ¿no quedará momento para decirle al enfermo: “habrá consuelo”; a los que ya ceden: “sed valientes”; a los que desesperan: “ánimo”; a los que sufren injusticia: “recibiréis justicia”; a los que piden venganza: “no añadáis mal”; a los que pecan: “convertíos y recibid el perdón de Dios”; a los que mueren: “Resucitaréis”? Si Cristo ha resucitado, ¿no faltará tiempo para alegrarse con tanta alegría? ¿No pide esta noticia, tan necesitada de tiempo, eternidad...? Mientras esperamos el cielo eterno, el momento de nuestra resurrección, acojamos la gracia del Resucitado para vivir cada momento con expectativas de infinito, dejando que Dios comience ya a resucitarnos, aquello que inició en nuestro bautismo. 

Luis Eduardo Molina Valverde



 






Canción "La noche más hermosa" para el Domingo de Pascua de Resurrección de 2012 -música de Juan Segura- para elcantarodesicar.com












Evangelio según San Juan 20,1-9.

El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada.
Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto".
Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro.
Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes.
Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró.
Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo,
y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte.
Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó.
Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos.