viernes, 3 de febrero de 2012

Atado a nuestras culpas

Cristo atado a la columna (Luis de Morales)
Tengo un especial interés por esta tabla cuyo encargo ha sido un enigma durante mucho tiempo, llegando a dudarse incluso de que fuera realizado por el gran pintor del siglo XVI. Esta tabla estuvo en el antiguo convento de las Descalzas y en la actualidad puede contemplarse en el oratorio del Palacio Episcopal. Impresiona la mirada de Cristo, con la cabeza girada suavemente hacia la derecha mientras sus manos vuelan hacia el lado opuesto. Impresiona la humilde expresión de dolor de su rostro sobre el que caen unos cabellos rizados y la firmeza de su espíritu, aunque esté siendo humillado con la atadura de las manos en la columna de mármol y con la soga en el cuello. Produce conmiseración verle con ese cuerpo macilento y dolorido. Conmueven las lágrimas que, de esos ojos grandes y semicerrados, caen por su rostro. Sobrecoge imaginarse qué estará meditando Cristo en este momento. Jesús está solo.

La negación de la verdad ha provocado sufrimiento. Todos los que le seguían, acobardados, han huido. A Jesús le han colocado las cadenas oprimentes y humillantes que le envilecen y le hacen parecer un esclavo, un ladrón o un banal delincuente.

Pero Jesús calla. Calla y reza. Es tan grande su capacidad de amar que, incluso en los momentos de mayor oprobio, es capaz de orar por la salvación de nuestras almas. En la columna es cruelmente azotado. Los soldados rormanos se burlan de Él y se ensañan con su espalda. Es el ultraje de la flagelación. Más congoja, más sufrimiento. Cada golpe que recibe es un golpe por nuestras ofendas. Pero a cada golpe, perdona. Perdona y reza.

El justo camina por la vía del dolor. Y cada golpe que recibe es una liberación. Nuestro propio tormento es el silencio mismo de Dios. Y de ese silencio doloroso y purificador brota la fe humilde y verdadera. Cuando uno contempla esta imagen se le viene a la mente esta pregunta: ¿Por qué Dios calla y acepta?

Y la respuesta es simple. Calla y acepta para que desaparezca de nuestro corazón el orgullo, la jactancia, el engreimiento, la envidia, el desaliento, la hipocresía, el rencor, la calumnia, la indiferencia, la pereza, la indolencia...









ORACIÓN:

Cristo, que aceptas una condena injusta, concédenos, a nosotros y a los hombres, la gracia de ser fieles a la verdad y no permitas que caiga sobre nosotros el peso de la responsabilidad por el sufrimiento de los inocentes.