El abandono por vejez (León) |
En un pueblo de la provincia de León, ya casi en la raya con la de Orense, vivía hace muchos años un labrador con su mujer y su hijo que a duras penas podían comer, trabajando sin descanso su cacho de tierra y ocupándose de la vaca y las gallinas que allí tenían. Con ellos estaba también el padre del labrador, ya muy anciano, que se iba volviendo cada día más torpe, así que se les hacía más y más difícil mantenerlo. La mujer, a causa de esto, continuamente daba la matraca al marido quejándose de aquel «estorbo», porque –según ella- su padre se hacía más enfermo y mayor de lo que ya era y no ayudaba nada a mantener las tierras ni la casa.
-Bastante nos cuesta sobrevivir a nosotros como para que tengamos que cargar toda la vida con él. ¿No ves que nos enterrará a todos?
El marido se resistía, pero las discusiones entre el viejo y su esposa iban en aumento. Además, su esposa decía que no podía ocuparse al tiempo del hijo –que aún era pequeño- y de un viejo al que había que cuidar cada vez más porque veía mal, apenas andaba y refunfuñaba por todo.
Así que finalmente y a su pesar el labrador accedió a pedirle a su padre que, con los ahorros que había guardado, se marchara a algún asilo de la ciudad si no quería que su matrimonio saltara hecho añicos. El padre no dijo nada, cogió una bolsa con las escasas monedas y billetes que había podido guardar, una sola muda de ropa y, cuando ya estaba en el zaguán de la casa, le pidió a su hijo que le diera un capote o una manta con que abrigarse, porque era ya muy avanzado el otoño y –si no encontraba pronto acomodo- podría helarse de frío.
Entonces, el hombre ordenó a su hijo que subiera a la buhardilla a por una manta vieja que allí había y se la trajera al abuelo, pues tenía que partir para un largo viaje. El niño bajó con ella, pero cuando iba a dársela al anciano se detuvo e hizo algo en apariencia inexplicable: la partió en dos partes iguales ante los ojos asombrados del labrador.
Éste le preguntó que por qué la rompía de esa manera:
-¿Te has vuelto loco, rapaz? Te dije que trajeras la manta vieja, no que la partieras.
-Es que esta otra mitad –contestó el hijo con gesto serio y casi triste- la volveré a guardar en la buhardilla, padre, para el momento en que tenga que dársela a usted cuando sea ya demasiado viejo.
El hombre se conmovió y, abrazando a su padre, le hizo que entrara en la casa para no volver a irse ya jamás.
Es éste un tema que puede encontrarse como leyenda y como cuento dentro de la tradición oral. Dado que los ancianos pertenecen a uno de esos grupos o segmentos que, por no «productivos», parecen «sobrar» en la sociedad de hoy, tal asunto folklórico ha mantenido su vigencia como relato ejemplar hasta el presente. De hecho, algunos colegas me han remitido versiones del mismo que recogieron en sus trabajos de campo antropológicos en España y América, sospechando que lo que se les presentaba –por parte de sus informantes- como un suceso real o un «caso de familia» podía ser una narración popular mucho más extendida.
Vicente García de Diego recoge y menciona en su colección algunas versiones –de fuera y dentro de España- que tratan este tema del abandono de un anciano por sus parientes. Se refiere este autor, por ejemplo, a la leyenda portuguesa sobre O Picoto do Pai (El Peñasco del Padre), un lugar a donde los hijos llevaban en carro a sus viejos padres para dejarlos allí abandonados con una manta y un pan de borona:
«… Uno de estos viejos pidió a su hijo que no le dejase a él la manta entera, sino sólo la mitad, reservándose la otra media para cuando él fuera viejo y su hijo lo llevase para dejarlo morir en el peñasco. El hijo, aterrado, le preguntó si a él también lo abandonarían cuando tuviera hijos. El padre le explicó que él había llevado al peñasco a su padre, y que, lo mismo que a él le llevaba su hijo ahora, lo llevarían después los hijos que él tuviera. Conmovido el hijo, volvió a subir al carro a su anciano padre, e imitándole todos los demás, no volvieron a abandonar a los viejos en el Peñasco do Pai» (García de Diego 1958: 113).
También se hace eco García de Diego de versiones gallegas parecidas en que el hijo lleva al padre a un sitio que le parece «soleado y abrigado» para abandonarlo. El viejo le dice entonces que le deje en otro lugar; y cuando el hijo insiste en que «no había en el monte sitio mejor», el anciano replica: «No es por esto, hijo, sino porque aquí fue donde yo dejé abandonado a mi padre, tu abuelo» (García de Diego 1958: 114).
En otras de las muestras de Galicia comentadas por el mismo autor –como en muchos cuentos de la tradición española sobre igual asunto-, el objeto desencadenante de la moraleja no es el lugar del abandono, ni la manta partida, sino una escudilla o cazuela de madera. Los hijos dirán al padre que ellos también harán una escudilla como la que él ha hecho al abuelo, para darle de comer aparte cuando ya sea torpe y viejo. «La escudilla del viejo», que es el nombre con que se cataloga a este cuento, figura con el número 980B en la clasificación de Aarne- Thompson y Maxime Chevalier ofrece de él, en sus Cuentos folklóricos españoles del Siglo de Oro, un vetusto ejemplo de reelaboración tomado del Portacuentos de Juan de Timoneda:
«Un rústico labrador, estando haciendo una escudilla de madera para dar de beber a su padre, por asco que de él tenía por ser muy gargajoso, mirábale un hijo que tenía siete años, y díjole:
-Padre, ¿Para quién hacéis esa escudilla?
Respondió:
-Para dar de beber a tu agüelo.
-Dijo el niño de presto:
-Callad, padre, que yo os haré a vos otra cuando seáis viejo, porque bebáis aparte:
Viendo la aguda respuesta del muchacho, rompió la escudilla, diciendo:
-No harás, por cierto»
(Chevalier 1983: 133).
Muchacho rompiendo la escudilla |
El cuentecillo ha experimentado recreaciones literarias más recientes, como la decimonónica que recoge Montserrat Amores (1977: 203-204), figurando también en varias recolecciones de la tradición oral actual: así, entre los cuentos tradicionales de León publicados por Julio Camarena, que le da el título de «La escudiecha del abuelo» (Camarena 1991, Vol. I: nº 152, 453).
De la práctica de envenenar, despeñar o abandonar a los ancianos en distintos pueblos y culturas hay referencias bastante remotas –no se sabe si siempre fidedignas o debidas a una errónea interpretación- que empiezan a aparecer en Herodoto y Estrabón y llegan hasta hoy. Tampoco queda claro si esa costumbre, mantenida por ciertos pueblos africanos y americanos en épocas muy próximas, obedece a la intención de librarse de la carga de mantener a los viejos o a un deseo de aliviarles de las penalidades de la senectud. Pues también podría tratarse de una forma drástica de eutanasia. Algo que, con métodos algo más sofisticados, igualmente se plantean las sociedades occidentales en la actualidad.
En todo caso, la imagen que esta supuesta tradición de la antigüedad –que parecen reflejar algunas leyendas- nos está transmitiendo es muy elocuente como metáfora y tiene plena validez para nuestro tiempo: llevar al padre sobre los hombros a un lugar apartado, en el monte o en medio del campo, equivale a desprenderse del pasado cultural que llevamos –queriéndolo o no- a cuestas. Es lo contrario de lo que se decía que hizo Eneas cuando portó a su padre Anquises sobre sus espaldas al tener que abandonar la incendiada Troya. Hoy, muchos hay que tirarían a sus padres a la hoguera como entierran la herencia de su cultura bajo el asfalto.