Tráfico de órganos (Valladolid) |
Dicen que un grupo de estudiantes de un Instituto de Valladolid se fue de viaje de fin de curso a Nueva York en uno de esos vuelos baratos que organizan algunas agencias. Y se quedaron alojados en un hotelito bastante destartalado y siniestro de los que hay no lejos de la estación de autobuses de la calle 47.
Al llegar la noche y encenderse las luces de neón de aquella excitante jungla, los cuatro chicos más osados decidieron salir a dar una vuelta por eso de encontrarse al fin solos, libres de la tutela de sus padres y en medio de la ciudad de sus sueños más locos.
No sabían a dónde ir, así que caminaron dando tumbos unas manzanas más allá y se retaron unos a otros a entrar en primer garito abierto que hubiera. Un portero con librea ladraba más que gritaba las maravillas del antro, chicas desnudas y excitantes espectáculos. Ya en el sombrío interior, una mulata exuberante se aproximó al más alto y bien parecido de los muchachos, que intentó ocultar miedo y timidez lanzándose hacia delante, a la aventura que se le prometía. Bebió todo lo que la mujer le puso delante, la abrazó, la besó, probó drogas que no conocía.
Pronto perdió de vista a sus compañeros que, asustados por el ambiente o no queriendo estropearle la oportunidad que se le presentaba, se fueron sin él. Y, aturdido, volvió el chico al hotel apoyándose en la joven, que no dejaba de susurrarle palabras al oído y besarle el cuello. Conducido por ésta como un corderillo que va al matadero, cruzó el mugriento hall. Casi se desmayó en el ascensor, sórdido como un montacargas, y –con dificultad- consiguió abrir la cerradura de la puerta de su cuartucho. La mujer entró como una sombra que flotara detrás.
Al día siguiente, el chico se despertó totalmente desnudo metido en la bañera llena de agua y cubos de hielo. La chica no estaba, y era incapaz de recordar lo que había pasado. Casi sin fuerzas, se arrastró hasta el teléfono e intentó llamar a sus padres pero nadie descolgaba el aparato en la recepción del hotel. Al poco tiempo, llamaron a su puerta y, gateando hasta ella mientras dejaba tras de sí –en la ya sucia moqueta- un pringoso reguero de sangre, consiguió abrir. Eran sus compañeros con los dos profesores que les habían acompañado en el viaje. Le habían estado esperando abajo y, como no sabían nada de él desde la noche anterior, se decidieron a subir a la habitación para ver si ocurría algo. Al encontrar tan débil al muchacho, que se quejaba continuamente de un fortísimo dolor en la espalda, lo llevaron al hospital más próximo.
Allí, los médicos descubrieron unas largas incisiones aún supurantes en su costado que, por la forma en que estaban, indicaban que el joven podía haber sido objeto –recientemente- de una operación quirúrgica. Tras hacérsele una radiografía, ya no quedó ninguna duda: le había sido extirpado un riñón.
Esta leyenda se superpone, contamina y confunde –a veces- con la conocidísima narración del hombre o mujer que (casi siempre también en Nueva York-) vive una aventura sexual que acaba no menos mal. A la mañana siguiente de su maravillosa experiencia, descubre que su pareja ocasional de una noche le ha dejado un mensaje o un regalo que revela su condición de persona portadora del virus del SIDA. Aunque con frecuencia los protagonistas son adolescentes en uno y otro relato, en el segundo también pueden ser ejecutivos o ejecutivas en busca de sexo fácil. Para ambos casos, sirve perfectamente el lema bajo el que Brunvand reunió las versiones de este tipo de historias: «Nunca te enamores de un desconocido» (Brunvand 2006: 255-257).
Y ése parece ser, en efecto, el mensaje fundamental de las mismas.
El esquema básico de la leyenda sobre el SIDA aparece bien reflejado en la versión que encabeza el libro de Pujol titulado precisamente así: «Benvingut/da al club de la SIDA». Traducida al castellano, dice lo siguiente:
«Un ejecutivo que había ido de viaje de negocios a Nueva York liga con una desconocida y se van al hotel. Juntos pasan una noche fantástica. Al despertarse a la mañana siguiente, la joven ya no está. Cuando va al cuarto de baño encuentra una frase escrita con pintalabios en el espejo: `Bienvenido al club del SIDA’» (Pujol 2002: 71).
Otras versiones nos presentan a chicas en busca de turismo sexual en Hawai o en Cuba que contraen la enfermedad satisfaciendo sus ansias de aventura. En ella, la terrible noticia reviste modalidades más truculentas. El amante infectado les manda una nota con flores marchitas diciéndoselo o –en las muestras más brutales- una caja con una rata muerta y frases de este estilo en su misiva: «Bienvenida al mundo de los muertos vivientes»; o «No deberías dormir con desconocidos». Esta variante aparece en ejemplos publicados por Pujol (2002: 72-73), Ortí y Sampere (2006: 361) o Pedrosa (2004: 273).
Las similitudes entre la historia del Sida y la del riñón extirpado son tantas que no ha desorprendernos que ciertos elementos de una pasen a la otra y al revés. Brunvand incluye varias versiones de «El riñón extirpado» junto a otras de «Mary SIDA» -reconociendo de este modo su proximidad temática- en alguna publicación suya, como El libro de las leyendas urbanas de terror (Brunvand 2006: 254-263). Las dos historias, eficaces por verosímiles, han sido tratadas –a menudo- literariamente por autores conocidos. Pujol recoge una recreación de la del SIDA hecha por Montserrat Roig y otra de la del riñón debida a Manuel Vicent, ambas publicadas en prensa escrita (Pujol 2002: 72 y 83). Pero hay otras muchas reelaboraciones literarias de los dos temas que se inspiraron e inspiran en un abundante folklore al respecto. Recordaré sólo, entre los precedentes más ilustres que tratan el asunto de la enfermedad contagiosa que se transmite deliberadamente, aquel cuento de Guy de Maupassant de la mujer que trasmitía la sífilis a los enemigos –durante la contienda francoprusiana de 1870- a manera de estrategia bélica (1885).
En cuanto al rumor de que la sangre, la grasa o miembros del cuerpo de los más pobres eran utilizados para devolver la salud a los ricos, cabe mencionar que goza de una densa tradición folklórica desde tres siglos atrás y que escritores como Ramón Gómez de la Serna, Gerald Brenan, Alfonso Sastre o Bernardo Atxaga han reflejado el eco de su vigencia (Ortí y Sampere 2006: 58-60).
Véronique Campion Vincent (1997) y Nancy Schepher-Hughes (2002), se han ocupado de lo que hay de leyenda y posible verdad –o, al menos, de expresión de una inquietud- en tales rumores sobre el robo de órganos. Como ocurre con otros relatos, piénsese en «La mascota engañosa» o «Perro extranjero», los relatos sobre el riñón estirpado han tomado un giro inesperado. Del tipo de versiones que nos presenta a adolescentes incautos de provincias que ceden a las tentaciones de la ciudad pecaminosa –New York o New Orleans son los destinos preferidos de los ejemplos norteamericanos- se pasará con el tiempo a lo que podríamos llamar una «contraversión» producida por el cambio de perspectiva. La leyenda ya no afecta a la credulidad de los jóvenes que son indirectamente sermoneados –a través de casos ofrecidos como verídicos- para que se reformen o rediman de su promiscuidad. Recordemos que, en tales historias, los amantes eran –con frecuencia- chicas marginales que hacían de gancho o exóticos chicos vengativos del Tercer Mundo. Son los inmigrantes y marginados de los países subdesarrollados –ahora- los que cuentan, pero sobre todo, creen que entrar en un hospital occidental es para ellos mucho más arriesgado que para otros. Quienes «viven en los márgenes de las economías globales postcoloniales» son los que están convencidos de que, el entrar en un centro hospitalario, les pueden robar una parte de su cuerpo y traficar con ella como si se tratara de una «pieza de recambio» con la que reparar los averiados motores del mundo neocapitalista y la fatigada salud de sus habitantes (Schepher-Hughes 2002: 36).
Joven desnudo en bañera con agua y cubos de hielo |