Los fantasmas de la Guerra Civil (Valladolid) |
Cuando empezó la Guerra Civil en aquel pueblo de Valladolid, los falangistas que se habían levantado contra la República fueron con sus escopetas de caza a buscar al alcalde, el último alcalde socialista del lugar hasta que volvió la democracia. Como no le encontraron en el Ayuntamiento tuvieron que conformarse en un primer momento con sacar a los que estaban allí y les «dieron matarile» en las tapias del cementerio. Después, envalentonados y seguidos por la gente que les apoyaba –o simplemente les temía-, llegaron hasta la casa del alcalde y lo buscaron por todos los lados pero sin éxito. Entonces, no se sabe si por rabia o porque pensaran que podía estar oculto en la vivienda, prendieron fuego al edificio y se marcharon. Al alcalde, a su mujer y a sus hijas no se les volvió a ver jamás.
Hace unos pocos años, se vendió la casa y comenzaron en ella las obras de reconstrucción. Fue en ese momento cuando también empezaron a suceder cosas extrañas. Quienes se hallaban trabajando en el lugar decían que habían escuchado gritos y gemidos que venían de debajo de la tierra. Que una vieja mecedora que se encontraba en un rincón había empezado a moverse sola. Que en una pared recién reconstruida aparecieron, después de pintada, dos calaveras de color rojo que no estaban allí cuando los albañiles entraron por primera vez. Y un día vieron, sobre unas baldosas medio partidas, negruzcas manchas de sangre que parecían letras. Luego, leyendo lo que estaba escrito en ellas con más atención, comprobaron que eran nombres: Antonio, Benita, Marta, Luciana..
Al cabo de unas semanas de repetirse los mimos fenómenos, decidieron levantar el suelo que –en todo caso- habría que pavimentar de nuevo y descubrieron, en el mismo sitio donde habían aparecido los nombres, un hueco bastante profundo en el que podían caber de pie varias personas. Allí, en esa especie de sótano oscuro, encontraron huesos calcinados de varios esqueletos. Se dijo que tenían que ser los del alcalde y su familia –pues los más viejos aún recordaban lo que había sucedido aunque no solía hablarse de ello-, así que los socialistas que volvían a gobernar en el ayuntamiento mandaron que fueran enterrados en el cementerio con una lápida que pusiera sus nombres.
Desde entonces ya no volvieron a oírse voces ni a verse letras escritas con sangre en aquel lugar. Pero quienes ahora duermen en la casa, que fue dedicada al turismo rural, cuentan que –todas las noches- la vieja mecedora sigue en su mismo rincón, se mece sola levemente, como el cuerpo sin vida de un ahorcado.
Para este texto he combinado algunos testimonios orales que escuché desde niño en un pueblecito de la vallisoletana Tierra de Pinares con dos leyendas de apariciones recientes de fantasmas compiladas por José Manuel Pedrosa y Sebastián Moratalla: «Los fantasmas de la casa en obras» y «Los fantasmas de Cantolajas (Guadalajara)».
De los relatos primeros he tomado la referencia al alcalde socialista y su familia, quemados vivos en su propia casa al comenzar la guerra, y de los otros dos –pero sobre todo del segundo de ellos- la circunstancia de que los fantasmas de unas personas asesinadas durante la contienda civil pudieran empezar a manifestarse cuando son «molestados» por las obras de reconstrucción del edificio en que –supuestamente- moran (Pedrosa y Moratalla 2002: 153 y 163).
Ya he aludido en otro lugar a las abundantes historias sobre los desaparecidos en la guerra que escuché ya en mi infancia y, después, en mis primeras encuestas folklóricas por pagos castellanos a mediados de los años setenta, mucho antes de que la mal llamada «recuperación de la memoria histórica» cobrara el auge que tiene hoy. Mis informantes me hablaban de los huesos que aparecían –bajo una fina capa de tierra- junto a las tapias de las iglesias y los cementerios de muchos pueblos como abono inesperado u hortalizas de un huerto macabro. Había quien jugando de niño en aquellos parajes se había topado con ellos entre las verduras o las flores de los jardines; y quienes –más mayores en edad y, por ello, sabedores de los ocurrido- me hacían gestos muy expresivos explicando donde estaban las fosas en que los asesinos habían hecho desaparecer a los «paseados». España entera era un cementerio de odios y la Guerra Civil el territorio mítico del que –a pesar del silencio- no dejaban de brotar historias (Díaz Viana 1985).
Estas historias han llegado hasta hoy. Y quienes no vivieron la guerra ni casi han oído ya hablar de ella, todavía están dispuestos a creer en sus fantasmas. Es el caso de los adolescentes de un instituto madrileño que se transmiten la leyenda de unos monjes espectrales que se aparecen en el gimnasio de su centro:
«Cuando el instituto Enrique Tierno Galván era un convento o monasterio, en la guerra, las monjas y monjes estaban tocando el piano, leyendo, rezando, etc., y cayeron muertos. Esto ocurría donde hoy está el gimnasio. Dicen que todas las noches siguen tocando el piano y rezando vestidos de blanco» (Pedrosa y Moratalla 2002: 155).
Memoria e historia fueron, durante mucho tiempo, dos palabras que se contradecían, pues la memoria se obstinaba en mantener vivo el dolor que la historia oficial cuidadosamente había ocultado. Como las habladurías que aún corrían en algún pueblo de Madrid sobre personas que habían sido públicamente sacrificada a la manera de un toro bravo –con estoque y banderillas incluidas-, estas historias sobre asesinados de la guerra que retornan o no han dejado de estar ahí, cobran una dimensión mítica también: son la metáfora de un país convertido en plaza de toro y en casa de fantasmas.