miércoles, 29 de septiembre de 2010

El convidado de piedra y la leyenda de don Juan (Valladolid y León)

Por las calles de León, un caballero iba –muy de mañana- a la iglesia. Entró en la de San Francisco, no por oír la misa, sino por ver a las damas guapas, ricas y desenvueltas que solían ir a allí. Dicen que, como era bebedor y calavera, había estado de juerga toda la noche anterior y que –al entrar en el templo- se encaró con la primera estatua que vio. Era una que representaba a un noble guerrero de largas barbas, con su espada y armadura, delante de un magnífico sepulcro. El caballero le cogió de la mano y comenzó a hablarle como si se tratara de alguien de carne y hueso:
-¿Se acuerda usted, gran señor, cuando mandaba a grandes ejércitos y los conducía a la batalla? ¿Qué pasa que ahora no me responde, ha perdido toda su valentía?
Y le tiraba de la barba soltando grandes carcajadas.
-Yo le invito a que venga a cenar a mi casa esta noche para que hablemos como viejos compañeros de armas. Y para que, si tiene alguna diferencia que dirimir conmigo, lo hagamos con la espada en la mano, como caballeros que somos.
A eso de la media noche, llaman a la puerta de su palacio. Y sale un criado a abrir.
-Dile a tu amo que si se acuerda de la invitación que me hizo esta mañana en la iglesia de San Francisco para venir a cenar con él esta noche.
-Señor, señor, hay abajo una armadura que habla y pregunta por vos.
Yo no abriría, no se le ve cuerpo ni rostro…parece alguien del otro mundo.
-Dile que pase.
Le ponen una silla de oro y la estatua se sienta en silencio. Los criados disponen sobre la mesa comidas de varias clases, pero el convidado no como nada. Sirven el vino y levanta su copa, pero no bebe.
Por fin se levanta y le dice al caballero:
-No he venido a cenar sino a devolverle su invitación. Mañana tiene usted que venir a cenar a medianoche a mi casa.
Eran las doce en punto de la noche y cantaban los gallos cuando, al día siguiente, el caballero entró en la iglesia. Vio dos velas encendidas y, en medio de ellas, una sepultura abierta. La estatua esperaba allí, sosteniendo una calavera en una mano y la espada con la otra.
-Acérquese, el caballero, hoy comerá conmigo de mi cena y se quedará a dormir aquí.
-Dios no me da licencia para hacerlo.
Contestó el caballero y apretó con sus dedos temblorosos un relicario que colgaba sobre su pecho.
-Si no fuera porque, aunque tarde, invocas el nombre de Dios y, sobre todo, porque llevas aún ese relicario que te entregó tu madre contigo, en esta tumba habrías de entrar vivo y quedarte ya para siempre. Reza un «pater noster» y no vuelvas a burlarte de los muertos. Pues así querrás que ocurra cuando tus huesos vuelvan a la tierra.

Los cuentos y leyendas que tratan de este tema son muy abundantes y diversos, pues la narración del convite al difunto se encuentra en las tradiciones orales y escritas de muchos países europeos como Francia, Alemania, Italia o Islandia e incluso entre relatos siameses de fuera de este continente. Su posible relación con la estatua convidada de «El burlador» de Tirso de Molina ha sido estudiada por un gran número de investigadores que se afanaron en encontrar conexiones entre la leyenda y la obra teatral. Tanto el elemento de la aparición de un fantasma –que es una estatua, o sea, la representación de un muerto- como el dicho que el personaje de Don Juan repite en el texto dramático, apuntan a que Tirso pudo beber en fuentes legendarias que resultaban bien conocidas por su público. «¿Tan largo me lo fiáis?», que es lo que Don Juan dice al convidado, consistiría –así- en una frase proverbial derivada de narraciones populares al respecto y como tal la cataloga Maxime Chevalier en sus Cuentos folklóricos del Siglo de Oro (Chevalier 1983: 68).

En España hay vigencia de este asunto dentro de la tradición oral de distintas zonas tanto en forma de cuento como de romance. En cuentos como en romances la invitación para cenar no se suele realizar a una estatua, sino a una calavera y quién la hace es un galán, un soldado o un estudiante. Al osado bravucón se le aparece entonces un esqueleto entero que devuelve el convite. En la versión en prosa recogida por Aurelio M. Espinosa en Daimiel (Ciudad Real), el incrédulo se salva por las reliquias o cruz que le da un sacerdote y porque el muerto, finalmente, se apiada de él (Espinosa 1991: 123-125).

No sucede esto en la muestra del mismo cuento recopilada por Luis Cortés Vázquez en la localidad salmantina de Villarino de los Aires, ya que en ella el soldado que convida al muerto sobrevive al banquete de ceniza que el fantasma le tenía preparado, pero a efectos del susto, después «se metió en la cama y se morió» (Cortés Vázquez 1955: 57).

Entre las versiones romancísticas se da una doble clase de relato: en la primera, quien invita es un «galán» o un joven caballero y el invitado una calavera; en la segunda, el que invita al muerto aparece ya siempre como un caballero y el fantasma que devuelve la invitación como una estatua, por lo que se acerca mucho más a los elementos que encontramos en el drama de Tirso. Al igual que en éste, hay muestras del romance en que el caballero, a diferencia de lo que ocurre en el Don Juan de Zorrilla donde el protagonista no se salva, perece víctima de su osadía e incredulidad.

Para el texto mío he seguido más esta segunda tradición, que es en las que existe una localización del hecho, ya sea la iglesia de San Francisco de Madrid o de León, mientras que en las del otro tipo el lugar en que el convite se produce resulta impreciso. Y aunque he tomado detalles de ambas, me atengo –sobre todo- a una muestra que era cantada dentro de mi propia familia:

Por las calles de Madrid/ va un caballero a la iglesia,
va más por ver a su dama/ que por oír la promesa.
A la entradita del templo/ había un santo de piedra;
le ha agarrado de la mano/ y dice de esta manera:
-¿Te acuerdas, gran capitán/ cuando estabas en la guerra
jugando grandes batallas,/ jurando grandes banderas
y ahora te encuentras aquí/ en este santo de piedra?
Yo te convido esta noche/ a cenar en la mi mesa.
A eso de la medianoche/ ha llamadito a la puerta;
ha salido a responder/ un criadillo de mesa.
El criadillo asustado/ a su amo le da cuenta:
-Dile que pase, que pase/ que ya está la mesa puesta
de perdices y conejos/ y otras cositas más buenas.
Le acercaron una silla/ pa que se siente a la mesa:
hace que come y no come,/ hace que cena y no cena,
hace que bebe y no bebe/ y deja la copa llena.
-Yo te convido una noche/ a cenar a la mi mesa,
sabes que no tengo casa,/ que tié que ser en la iglesia.
Al toque de la oración/ va el caballero a la iglesia,
vio dos velas encendidas y una sepultura abierta.
Acérquese aquí, caballero,/ acérquese aquí, no tema,
tengo el permiso de Dios/ de hacer de usted lo que quiera.
Cogió la espada en su mano/ y dijo de esta manera:
-El mayor cacho ha de ser,/ ha de ser el de la oreja
pa que otra vez no te burles/ de los santos de la iglesia.
(Díaz Viana 1998: 144).

Vicente García de Diego, que ofrece una versión sin localizar de la leyenda en su Antología, hace notar que las distintas versiones discrepan también en la circunstancia de que el muerto coma o se abstenga de comer. En su opinión, «esta pequeña diferencia puede tener un sentido decisivo en el entronque de la leyenda, o al menos puede dar una idea sobre su tardía difusión», ya que los banquetes en los cementerios se celebraban –realmente- en Galia, Portugal y Asturias, siendo al parecer corrientes entre los cristianos primitivos, por lo que en ciertas regiones este aspecto se seguiría viendo como «normal», mientras que –según prosigue García de Diego- «en regiones donde los banquetes funerales no se usan se ha encontrado chocante la participación del muerto en el banquete y se ha modificado el romance importado, haciendo que el convidado no coma (García de Diego 1958: 71-72).

Es difícil discernir si el romance del caballero y la estatua obedece a una contaminación tardía por influencia de la obra de Tirso sobre el otro de «El galán y la calavera», al que –en todo caso- tanto se parece o, por el contrario, el dramaturgo trasladó directamente a los escenarios el desafío del caballero a la estatua y fundió esta leyenda con las que pudieran circular sobre la figura de Don Juan. El carácter donjuanesco del protagonista en los dos tipos de romance aproxima sospechosamente ya ambas tradiciones, la del burlador y la de la estatua convidada, propiciando lo que hubiera sido la invención y refundición en la pieza de Tirso de dos corrientes hasta entonces separadas.

Esto es lo que venía a pensar Ramón Menéndez Pidal, siguiendo las líneas de investigación que ya había abierto Victor Said Armesto(1908), en el estudio que efectuó «Sobre los Orígenes de ‘El Convidado de piedra’»: «A este germen tradicional, cualquiera que fuese, pertenecen sobre todo las escenas finales de ‘El convidado de piedra’; pero la leyenda hubo de ser notablemente ensanchada por Tirso con los episodios que forman el tipo del burlador de mujeres» (Menéndez Pidal 1968: 87-88).

Y, en la misma dirección, realice un trabajo primerizo en torno a este tema donde aportaba nuevas versiones recogidas de la tradición oral acerca del romance del convidado sobrenatural y también me atrevía a suponer –con la inocencia y atrevimiento del investigador neófito- que entre las reformas conventuales que se hicieron en la iglesia de San Francisco el Grande de Madrid en 1617, pudo desaparecer el vestigio material de la estatua que dio pábulo a la leyenda (Díaz Viana 1980: 77-126)-

Pues el aspecto de que el suceso se ubique en una iglesia o convento concretos no ha de resultar, por cierto, irrelevante. Especialmente, cuando en El burlador también se menciona este detalle, como si fuera necesario justificar la circunstancia de que, transcurriendo la acción del drama en Sevilla, el sepulcro relacionado con la tradición castellana estuviera en otra parte. Que por algo habría señalado Tirso, al final de su obra teatral, lo siguiente:

Y el sepulcro se traslade
en San Francisco en Madrid
para memoria más grande.