sábado, 15 de enero de 2011

Signos y símbolos de la peregrinación

El Camino hasta Santiago está repleto de signos y enseñas








Célebres son los signos y enseñas con que el peregrino jacobita muestra su condición, y por ellos se le reconoce al punto. Así le sucediera a Sancho, cuando «vio que por el camino por donde él iba venían seis peregrinos con sus bordones, de estos extranjeros que piden la limosna cantando…» Y no resulta extraño que reaccionara con sorpresa y cierta guasa al reconocer a su vecino, el morisco Ricote: «¿Quién diablos te habría de conocer, Ricote, en ese traje de moharracho que traes? Dime quien te ha hecho franchote y cómo tienes atrevimiento de volver a España…» (DQM, II, 54). Hacia pocos años que una pragmática del rey Felipe II había prohibido el hábito de peregrino a los naturales del país, en evitación de unos abusos y galloferías tan comunes que se habían convertido en un medio de vida asociado a la limosna, al Guelte, según dicen en germanía los romeros que encuentra a su paso nuestro ex gobernador de Barataria.

En verdad que mudarse en peregrino no parece tarea difícil, habida cuenta de la sencillez de su compostura y las escasas variantes que ésta ha tenido durante centurias. Sin embargo, hacerlo de veras supone muy diferente empeño, ya que la auténtica peregrinación transforma al caminante con tal intensidad que su indumentaria se ha de convertir en el aspecto en que se reconoce a sí mismo, razón por la cual suele enterrarse de aquella guisa, e incorpora esos distintivos a su escudo, a su retrato o, incluso, a su nombre. De la misma manera que el caballero surge de la toma de sus armas y de su montura, pero sobre todo del compromiso con el espíritu de la caballería, el caminante devoto, una vez asume el convencimiento de un nuevo carácter, adquiere una imagen reconocible mediante la adición de dos componentes: la indumentaria que requiere su empeño viajero y los signos que revelan el motivo de su viaje.

Dejemos al Arcipreste de Hita (en el Libro del Buen amor, escrito hacia 1340) una descripción inicial, si bien jocosa:

«El viernes de indulgencia vistió una esclavina,
gran sombrero redondo, mucha concha marina,
bordón lleno de imágenes, en él la palma fina,
esportilla e cuentas para rezar aína.
Los zapatos redondos e bien sobresolados,
echó un gran doble sobre sus costados.
Gallofas e bodigos lleva allí condensados:
destas cosas romeros andan aparejados.
Debajo de su sobaco va la mejor alhaja:
calabaza bermeja, más que pico de graja:
bien cabe un azumbre e más una miaja:
non andarían romeros sin esta sufraja.
…. Luego aquella noche, se fue a Roncesvalles.
¡Vaya e Dios la guíe por montes e por valles!».

En efecto, los ropajes básicos del peregrino son asimismo los del viajero: el sombrero de gran ala, el capotillo o esclavina sobre los hombros (la pelerina, del francés pèlerine), de cuero, frecuentemente untado para impermeabilizarlo contra la lluvia y la nieve, y un ropón o sobretodo amplio, contra el frío. Cabe recordar los muy contrastados climas que el caminante recorre hasta Santiago: los puertos montañosos, la meseta de rudas heladas y asfixiante insolación (desnuda de árboles, según la queja de casi todos ellos), la brumosa y húmeda Galicia… Pero son estas tan sólo vestiduras de contingencia, de ahí que a veces se proceda a quemarlas ritualmente en la cruz dos farrapos, llegado a Santiago.

A este atavío, que pese a su simplicidad asume los rasgos de un acto de diferenciación, se añaden dos elementos imprescindibles para el caminante y que le confieren personalidad definitiva: el bordón y la bolsa. Ambos adquieren la categoría de atributos principales que sanciona el Liber Sancti Iacobi en uno de sus sermones calixtiinos (I, XVII: Veneranda dies…): «No sin razón los que vienen a visitar a los santos reciben en la iglesia el báculo y el morral bendito», pasando a continuación a describir el ritual de la bendición de esta impedimenta y mencionando su nombre en italiano (escarcela), provenzal (espuerta) o galo (isquirpia). Esta benedictio perarum et baculorum se corresponde con su importancia como símbolos de la empresa a realizar, auténticas armas del viajero, signa peregrinationis, pues los otros signos que después comentaremos no son sino conquistas postreras, certificaciones de paso, emblemas hallados en el camino, no hechos para caminar.

El Liber, también, insiste en su significación y sentido simbólico. Así, el pequeño tamaño de la escarcela «designa la esplendidez en las limosnas y la mortificación de la carne… es saquito estrecho, hecho de la piel de una bestia muerta, siempre abierto por la boca, no atado de las ligaduras…» Hasta el hecho de su fabricación en piel es asociado a la voluntad de sufrimiento del peregrino (en otro lugar del Liber se hablará de su confección con cuero de ciervo y se advertirá del engaño que supone hacer pasar por ésta la de un animal doméstico), mientras que su apertura simboliza la largueza y disposición solidaria del piadoso. El bordón, a su vez, es un «tercer pie para sostenerse» y simboliza la fe en la Trinidad a la manera de defensa, como lo es contra lobos y perros el mismo bastón. Suele superar la envergadura del romero, y consiste apenas en un largo astil con alguna moldura para asirlo mejor, una contera metálica en su ápice inferior, un gancho en el tercio superior para suspender la calabaza o la esportilla y en ocasiones se remata en un pomo.








Estatua de un peregrino junto a la iglesia de Santa María de Villalcázar de Sirga o Villasirga que, literalmente, significa "la villa de la calzada"








Tenemos, pues, un discreto zurrón, que en los primeros tiempos de la peregrinación parece haberse fabricado en pequeño tamaño y formato cuadrangular, pero haber jugado un papel iconográfico de primera fila, pues era el espacio reservado para la manifestación de las insignias o enseñas de peregrino, como demuestran los más antiguos testimonios artísticos. Tanto el Santiago de Santa Marta de Tera (Zamora) como el Cristo de Meaux en el machón del claustro de Silos, el apóstol de la Cámara Santa ovetense o el significativo altorrelieve de Maguncia que figura a Santiago repartiendo bordones y esportillas con la venera (a veces en pares o, incluso de tres en tres en cada saquito), nos muestran un peregrino al que ya en el siglo XII se reconoce, fundamentalmente, por este sencillo morral que exhibe la concha venera. Su importancia, de hecho, dio lugar a un desarrollo patronímico (los Esportela o Portela) y heráldico, tal y como ocurrirá, con mayor éxito, a partir de la vieira.







Santiago de Santa Marta de Tera, en Zamora, con el sencillo morral que exhibe la concha venera







Pero mientras el zurrón con la concha parece tener más predicamento en la periferia o los desvíos de la ruta canónica, quizás como expresión de un anhelo de conexión con ella o porque en esos territorios cabe esperar una mayor caracterización del viajero como jacobita; en la urbe compostelana encontramos una forma de cayado que participa del báculo de la autoridad eclesiástica y de la referencia al caminante. Así lo sugiere el bastón de muleta o rematado en tau (T) del Santiago que preside el pórtico mateano, alusión a su predicación en las tierras más lejanas de la diáspora apostólica, a su primacía, pues, en el papel de peregrino en el finis terrae. Así, se vuelve a esta forma en ocasiones solemnes, como en el presente hecho a Santa Isabel de Portugal en su peregrinación de 1325, con el que será enterrada, reuniendo, de nuevo, las ideas de vara de soberanía y enseña de avance, de apoyo y autoridad. Todo bastón implica un mando, un instrumento de poder con el que se proyecta una vertical ascendente que enlaza la tierra con lo sagrado. De ahí que lo usen los profetas (para golpear una roca y que mane agua, por ejemplo) o los santos, de ahí que lo tengan los obispos y se apoyen en él quienes toman el papel del supremo peregrino. Su mismo manejo y movimiento implica su fortaleza, pues se anticipa a nuestra marcha e impele la misma, al tiempo que se antoja arma defensiva y fuente nutricia, pues de él cuelga la calabaza que mitiga la sed.








Estatua de un peregrino en Burgos con su bastón y la calabaza para mitigar la sed







Por otro lado, en todo tiempo y lugar los peregrinos regresan portando objetos cuyo sentido, no pragmático de manera directa, era para ellos mucho más amplio que el de meros testimonios de su marcha. Estos «residuos de santidad» prolongaban el contacto con lo sagrado y estaban santificados doblemente: por el lugar de su extracción y gracias al esfuerzo de su consecución. Ampullae, eulogia, encolpia, phylacterias… aparte las propias y «auténticas» reliquias, eran adquiridos en los santuarios orientales y añadidos a cuerpos y prendas al regreso. También abundaron los productos «no elaborados», desde piedra de los santos edificios o de las tumbas, hasta aceita de sus lámparas o agua de ríos y manantiales; o los «frutos naturales del lugar», como la palma de Jerusalén y la concha atlántica. En este caso, de forma significativa, un producto costero, pese a que Compostela no es ciudad marítima y, sin embargo, sí fue en la costa donde atracó la barca con los restos del Apóstol, al tiempo que la peregrinación se hace aún más «heroica» al remitir al no más allá de las tierras conocidas.

Pues por supuesto, en este segundo grupo de signos camineros la venera ocupa un lugar de privilegio iconográfico, simbólico y cronológico. Veamos lo que, al respecto, afirma el sermón que venimos citando: si la palma de Jerusalén «significa el triunfo, la concha significa las obras buenas…. Pues hay unos mariscos en el mar próximo a Santiago, a los que el vulgo llama vieiras, que tienen dos corazas, una por cada lado, entre las cuales, como entre dos tejuelas, se oculta un molusco parecido a una ostra. Tales conchas están labradas como los dedos de una mano y las llaman los provenzales nidulas y los franceses crusillas, y al regresar los peregrinos del santuario de Santiago las prenden en las capas para gloria del Apóstol, y en recuerdo de él y en señal de tan largo viaje, las traen a su morada con gran regocijo. La Especie de corazas con que el marisco se defiende, significan los dos preceptos de la caridad, con que quien debidamente los lleva debe defenderse, esto es: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo… Las conchas, acomodadas a la manera de dedos, significan las obras buenas, en las cuales el que dignamente las lleva debe perseverar, y bellamente por los dedos se simbolizan las obras buenas: de ellos nos valemos cuando hacemos algo. Por tanto, como el peregrino lleva la concha, así mientras esté en el camino de la vida presente debe llevar el yugo del Señor, esto es: debe someterse a sus mandamientos».

Aunque el Liber Sancti Iacobi explica su origen concreto en curaciones legendarias resueltas milagrosamente por Santiago, nos hallamos ante uno de los símbolos más complejos y ricos del repertorio peregrino, dotado de sentidos e interpretaciones simbólicas ancestrales. En ellos prevalece la noción de fecundidad, pues la creencia en las virtudes mágicas y protectoras de la concha, por su semejanza y asimilación a la vulva femenina, se remontan a la prehistoria (aderezos mortuorios a base de conchas), homologación atestiguada en numerosas culturas que vincula la fecundidad femenina a la fertilidad de la tierra, desde el neolítico.

Esta significación de la concha como receptáculo de revivificación desde la muerte, que nutre las leyendas del Codex, se formaliza, por ejemplo, en uno de los mitos griegos: el nacimiento de Afrodita, concebido por la unión entre la espuma marina y el miembro viril de Urano, mutilado por Cronos. La diosa se presentó ante los chipriotas montada en una concha, lugar donde se produjo la génesis divina, que pasará a ser uno de sus atributos y representaciones más habituales (recordemos la de Botticelli). No es preciso insistir si tenemos en cuenta que el nombre castellano y el gallego –venera, vieira- derivan del latino –venus, veneris-, raíz también del verbo venerar.

Además, ese carácter regenerativo pasó en el mundo cristiano a tener un sentido funerario, aunque ya antes había acogido interpretaciones escatológicas vinculadas a su producto: la perla. Así la ostra y la perla significan el sacrificio de una generación (la muerte del animal) en beneficio de la prosperidad de la siguiente (la perla). Esta debió ser la significación que tenían las conchas que señalaban las tumbas de los primeros cristianos, cuyos numerosos ejemplos apoyan la creencia de que éstas son, asimismo, el recipiente de la tumba cerrada que algún día ha de abrirse para dar salida a un nuevo mundo venturoso y edénico. Y el sentido que puede darse a su uso bautismal, recipiente del agua que otorga la vida religiosa al nacido.

En todo caso, la concha también tiene un uso práctico, consecuencia obvia del problema del abastecimiento del agua potable, para el caminante medieval en particular, desprotegido por la raquítica infraestructura de los caminos, ya sea como recipiente directo a modo de vaso o como símbolo propiciatorio. Este sentido se observa también en otras culturas, incluso lejanas, como el budismo chino, donde la concha augura un viaje próspero.

Por tanto, la concha del pecten maximus pasó a convertirse en la enseña mayo de la llegada a Compostela, incluso a despecho de santuarios más litorales, como Mont Saint-Michel, llegando a convertirse en emblema genérico del peregrino, allí donde encaminara sus pasos. De hecho, su éxito es tal que fue empleada cada vez con mayor asiduidad tanto en la vestimenta como el ajuar funerario del peregrino. Si en los siglos centrales de la Edad Media se ubicó preferentemente en la esportilla, desde el siglo XIV nos la encontramos cada vez más en el ala del sombrero replegada sobre la frente, lugar más prominente que se verá progresivamente sobrecargado con emblemas variopintos. En el siglo XVI el exceso de ornato la lleva a los hombros, a la esclavina y manto, al pecho, a la espalda… compartiendo espacio con los bordoncillos, las piezas de plomo, las calabazas en miniatura… en un exhibicionismo creciente que provoca, por ejemplo, la retranca de Tirso de Molina en una de sus comedias:

«…vuelvo agora
después de haber visitado
su sepulcro y su Padrón
a Castilla, publicando
mi devoción en las conchas
veneras y santiagos
de azabache y marfil
que, como es costumbre, traigo
en sombrero y esclavina»

Y en las tumbas ocurre otro tanto, pues también los muertos siguen un camino señalado por éstas, que les acompañan como ajuar.

Aún hoy, en Santiago o en sus caminos, la venera es el «símbolo mayor» de la ruta jacobea, sea en la imagen mercadotécnica de los xacobeos de la Xunta gallega, sea en la estilización que sirve de logotipo y señalización por parte el Consejo de Europa y cuya exégesis sígnica podría caber en otro sermón, ya que sus nervaduras se han transformado en los haces convergentes de las sendas que confluyen en este occidente condensado.

Ya en el medievo las conchas y otro tipo de enseñas fueron fabricados en plomo, estaño u otras aleaciones similares para prenderse de las vestiduras, con numerosas variantes a lo largo de la ruta según los rasgos iconográficos identificativos de cada templo (rasgos cuya variación era mínima con el tiempo, pues en ello se basaba su reconocimiento), de los que conocemos en especial piezas francesas y británicas datadas en los siglos finales de la Edad Media.

Estas enseignes o sportelles en francés, badges o tokens en inglés, más allá de su carácter de amuleto y recuerdo o souvenir debían certificar el paso del peregrino por los santuarios donde decían haber estado, una especie de divisas o avisos, de certificación y de devoción a un tiempo, que sin embargo no servían a efectos jurídicos como salvoconducto o prueba, en un intento de evitar así la picaresca que describe Feijoo en su Teatro universal: «Gran número de tunantes con capa de peregrinos… con el pretexto de ir a Santiago, comúnmente dan noticias individuales de otros santuarios de la cristiandad, donde dicen que han estado; y visitar tantos santuarios para devoción es mucho, para curiosidad y vagabundería nada sobra».

Este comercio de conchas y otros productos adquirió pronto tales proporciones que se reglamentó, y ya a principios del siglo XIII fue necesaria licencia (bajo pena de excomunión) para disponer de una tienda «oficial» en Santiago, que otorgaba el arzobispado, amparado por varios Papas. Incluso puede argumentarse que las manufacturas en plomo constituyeron un recurso para garantizarse el control de la producción frente a la difícil fiscalización de las piezas de molusco. La monarquía apoya el dominio de este lucrativo comercio, y Alfonso X legisla contra los que «fazen las sennales de Santiago d’estanno e de plomo e las venden a los romeros que vienen e que van para Santiago».

En Santiago se dispuso, además, de otro material para fabricar objetos de devoción, una piedra negra y dura que podía pulirse y ser esculpida: el azabache. Con él se realizaron numerosas representaciones tanto de amuletos como de veneras o del propio santo entronizado, a caballo o caminante. La producción de estos azabaches compostelanos culminó en el XV y principios del XVI cuando se separó del gremio de concheros, desde 1443, para reunificarse a mediados del XVI, síntoma de la regresión y el posterior declive en su comercio desde el XVII. De todas maneras, su complicada elaboración les hacía un producto costoso y al alcance de pocos bolsillos.








Amuleto de azabache con la concha del peregrino








El valor talismánico y curativo de este carbón petrificado se constata desde el Paleolítico y era apreciado en la Antigüedad. Plinio le llama Lapis gagates (de Gagas, en el Asia Menor). Bien fuese por sus propiedades magnéticas al ser calentado o por su desagradable olor al ser quemado, el hecho es que su carácter apotropaico se atribuyó bien al propio material (siglos XI-XII) o las formas que se daban a éste: cruces, aljarces, veneras, higas, etc. (siglos XV-XVI, sobre todo). Con él y aparte otras piedras de menor profusión (corales, ámbar, jaspe, ágata, cristal de roca…) se fabrican también numerosos tipos de amuletos, con una función similar al más común y tradicional: la figa o higa.

La función de la figa es protectora: librar a su portador del mal de ojo, de la mirada fascinadora, del fascinum. Su intención consiste en provocar un retorno de la mirada fascinador ante la visión de un objeto indecente u obsceno, un gesto ridículo, que neutraliza sus efectos. Se trata de combatir el mal con el mal. Entre estos gestos destacan los relacionados con los órganos genitales; en particular, el falo, que era incluso llamado fascinum en Roma, pero también la vulva, aludida mediante una simple concha, de ahí su emparejamiento en el hábito viajero. El uso de gestos manuales con idéntica función se convirtió en amuletos portátiles que solían acompañarse con expresiones desagradables y refranes de repulsa: los dedos índice y meñique extendidos a un tiempo, mostrar el dedo anular o medius ostensiblemente, y fundamentalmente el pulgar saliente entre índice y corazón flexionados, eran los más frecuentes. Este último es la figa o higa, cuya simulación de la unión genital aseguraba una protección inmejorable que certifica su perduración hasta la Edad Contemporánea, extendida, además, por casi toda Europa.

Su empleo es numerosísimo y llegó a aglutinarse a la iconografía jacobea en ejemplares varios donde el apóstol remata en una figa (los «santiagos de figas» en los inventarios del XVI) o en su uso frecuente como pieza cosida a la ropa del peregrino (horadadas o «furadas» en ese caso), protegido una vez más así contra los peligros de la ruta por una pieza cuya elaboración aún perdura en Santiago.

Con la Edad Moderna y el relanzamiento de las peregrinaciones nuevos motivos, algo más localistas, asaltan el repertorio del atavío caminero. Tal y como sucede con las veneras, la ubicación de esta nueva estirpe de adornos e insignias en el atuendo santiagués se torna asimismo barroquizante y, así, durante los siglos XVI y XVII bordoncillos y calabacitas de metal, hueso o marfil, siempre más asequibles que otros adornos, se instalan en tocados y capotes acompañando a nuestra concha. Aunque en un primer ensayo (finales del XV y primer tercio del XVI) el bordón se sitúa único y vertical tras la concha, será la pareja de aquellos en aspa la que, con venera o sola, acabe triunfando como lexema ornamental.

Finalmente, cuando la industria del azabache decrezca, la última de esas centurias asistirá al renacer de un producto característicamente tardomedieval que cobra predicamento popular: las medallas y colgantes metálicos planos, muchas veces dorados, con figuraciones de la Puerta Santa o de Santiago, sea el matamoros, sea el más amble peregrino de la apreta, entre otros.








Pórtico de la Gloria de la Catedral de Santiago, en cuyo tímpano se encuentra el Apóstol








Hasta el punto de que la actual revitalización del camino nos pone en situación de comprender perfectamente el ambiente y contexto de tales producciones, así como su éxito social. Oigamos a Picaud, quien describe el mercadillo de estos productos en las inmediaciones catedralicias con soltura de baedeker : «Después de la fuente está el atrio o paraíso, según dijimos, pavimentado de piedra, donde entre los emblemas de Santiago se venden a los peregrinos las típicas conchas, y hay allí para vender botas de vino, zapatos, morrales de piel de ciervo, bolsas, correas, cinturones y toda suerte de hierbas medicinales y además drogas y otras muchas cosas».

Aunque la teoría religiosa entienda la peregrinación como un acto profundamente espiritual, y, sin embargo, la iglesia logre sustanciosas ganancias de este fenómeno, el caminante, para quienes espíritu y cuerpo se fusionan en un todo indisoluble y doliente, precisa un contacto físico con lo sagrado, una directa conexión emotiva que se encarne en volumen, forma, tacto, vista: en el uso de todos sus sentidos. Son objetos que no sólo acompañan y dan ánimo a sus afanes, no únicamente protegen e identifican, sino que pasan a formar parte de él pues los posee por medio de una conquista más allá de todo escrúpulo, de todo título de propiedad. De la misma manera a como el propio camino se transforma progresivamente en un espacio cada vez más simbólico y en él se entretejen una topografía práctica y una imaginaria, que intercambian propiedades, el atuendo del caminante que le sirvió para llegar se funde, indisoluble, con los signos que le ayudaron a seguir, a regresar. Ambos conforman la imagen en la que siente reconocerse desde ahora: la del peregrino llegado a Santiago de Compostela.








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